I
Apenas se libró de los pendientes laborales y escapó en su auto como el jinete que, fundido en su caballo, atraviesa el pueblo hasta perderse en el comienzo del bosque sin voltear atrás. Su intento se vio frustrado pocos metros delante, cuando al llegar a la avenida, una muralla formada por otros autos que, poco antes que él, también se unieron a esa peregrinación de asfalto, nubes de gasolina y héroes ocultos.
II
Acomodó el bolso frente a su vientre para marcar unos centímetros de distancia entre su cuerpo y un tipo al asedio. Se aferró con su vida al tubo que se suspende al techo del autobús. La resaca de la tarde cobró derecho de existir, de ser parte de la amalgama humana que coexiste en el caos y que ahora mismo desfila por la ciudad sin gloria. Inhaló hasta llenar sus pulmones para sumergirse mar adentro. Todos los olores de la ciudad se concentraron en su nariz y un ardor bajó hasta su estómago. Pasó saliva y, sin querer, saboreó la acidez que anuncia el vómito. Se hizo nudo y apretó los párpados como si el asco fuera a escapársele por los ojos. “Piensa en algo bonito”, se decía con la fe de quien habla con Dios. Imaginó entrar a su cuarto, despojarse de sí misma, tenderse en la cama y sentir las sábanas como bálsamo para el cansancio. Respiró de nuevo y le pareció que, después de todo, el viaje era soportable. Enfocó su mente en conservar aquella imagen como quien sostiene una vela encendida en la intemperie. Su deseo se mantuvo firme hasta que un bostezo ajeno calcinó toda esperanza: aliento del dragón que abandona el letargo después de una noche de juerga.
III
Al despertar sintió el cuerpo aplastado como paquete de carne molida en aparador de supermercado. Se puso en pie y una sarta de lamentos emergió de su cuerpo. No le importó indagar el origen: era un dolor integral. Sacudió el pantalón, removió la capa viscosa de mugre y secreciones acumuladas en su piel. Un mareo le hizo tambalear hasta que logró recargarse en el muro. Sus tripas eran víboras retorciéndose sobre un comal ardiendo. Podría ser hambre o cualquier otra enfermedad posible. Hurgó en la camisa, encontró una caja de cerillos y una colilla de cigarro con apenas unos milímetros de vida. Con manos temblorosas llevó el fuego a su boca y de un toque profundo se llenó hasta sentir el ardor en sus labios. La tarde entró por su garganta y se curó de vida. Al menos un día más. Y se hizo la gente como al patear un hormiguero. “¿Qué día es hoy?”, preguntó a un tipo que pasó de largo. Podría ser cualquier día y cualquier sitio. Tiró la colilla y la perdió entre los marchantes. “¿A dónde va lo que no recuerdo?”, preguntó a la tarde. El sol continuó con su trabajo implacable.
Semblanza:
Eduardo Benítez Tamez (1986). Nació en Monterrey, Nuevo León. Estudió Ingeniería Industrial, un posgrado en Administración de Negocios y otro en Estudios Humanísticos con especialidad en literatura. Participó en la antología de cuento Polvos de Venus y en algunas revistas literarias como: Oficio, An-alfa-beta, eLe, Litrasfalsas, Comala y 15Diario, Tierra Baldía.