Cuento «Todo encuentra su lugar» por Anxo Carracedo

Querida Amparo, hoy ha empezado a salirme pelo en la espalda. Por ahora es solo pelusilla, pero pronto se irá haciendo más áspera y oscura. Estoy colmada de esperanza. Ya no pienso en ti. A veces paso delante del portal de la que fue tu casa, pero ya no me desvío a propósito, como hacía antes, cuando cualquier disculpa me servía para sumergirme en las callejuelas infectas del barrio, entre el olor a fritanga de las fondas de menú del día y las luces lastimosas de los prostíbulos, con la débil esperanza de encontrarte allí, por pura casualidad, saliendo del portal o entrando en él, o caminando hacia tu destino del momento, del que tanto me costó comprender que, fuese el que fuese, nunca se solaparía con el mío. Era aquella, hace mucho que lo sé, una esperanza estúpida, por resultar de casi imposible cumplimiento. Era también una esperanza cobarde, por inconfesable. Porque si en alguna de aquellas incursiones me hubiesen dado caza y puesto ante el implacable tribunal de mí misma, nunca habría confesado que ella era la razón del sospechoso desvío de mi ruta. Ahora, si alguna vez paso frente al portal enrejado que tanto conoció mis lágrimas, es porque verdaderamente cae en mi camino. Entonces suelo fijarme en los geranios quemados por el viento salitroso, en las nuevas pintadas que han aparecido en las paredes, en los excrementos de los perros que sus dueños no se han tomado la molestia de recoger, o en las voces ahogadas que salen de los bares cercanos, por lo demás casi siempre vacíos. Pero eso no significa nada. No significa desde luego que haya vuelto a caer en la melancolía, que es un pozo profundo al que descendemos para contemplar por encima de las sombras la película de un pasado que no hemos de recuperar. Además, hace tiempo que no me dan miedo los vecinos del barrio que, todo hay que decirlo, ya no son ni la sombra de lo que fueron. Ni temo ya a las gaviotas que no han dejado de hacer guardia en los alféizares, dispuestas a lanzarse en picada en pos del despojo que cualquier mano deje caer, o sobre la cabeza del intruso en el que intuyan alguna amenaza para su pollada. Tus cosas ya están empaquetadas. Cualquier día de estos las llevaré al guardamuebles, ya me he enterado de cómo tengo que hacer. Todo lo que me dijiste se ha ido cumpliendo. En casa las cosas han ido a mejor. Las zanahorias han empezado a desaparecer de la nevera y mi nueva compañera de piso se levanta casi siempre de buen humor y algunos días prepara el desayuno también para mí, café con leche, tostadas con mermelada, zumo, y charlamos y todo parece más fácil. Como ves, tengo motivos para estar alegre y optimista, aunque todavía no estoy segura de que se me note. Supongo que todo necesita su tiempo. Lo vivido se instala en nuestros rostros y como un alfarero sentado al torno les va dando forma. No es fácil aparentar felicidad cuando durante tanto tiempo se ha sido infeliz. Aunque ese tiempo de la desdicha haya quedado atrás, aunque estemos convencidas de que nunca ha de volver o, si se atreve a presentarse de nuevo, al menos esta vez no nos encontrará inermes. Esta mañana, como te decía al principio, al salir de la ducha he visto mi espalda reflejada en el espejo. Sobre ella, por debajo de los hombros, había dos zonas recubiertas de una pelusilla rubia, muy suave, casi secreta, que se irisaba bajo los halógenos del baño. He metido una mano entre las piernas, como tantas veces, pero no he sentido deseo. Me he vestido y he salido a la calle. Llovía. Era una de esa lluvias finas que antes solían ser tan frecuentes pero con las que, los que seguimos aquí, casi hemos perdido la familiaridad. He salido de casa, como te decía, y he visto las calles teñidas de una luz dorada y completamente vacías de gente. Sin embargo, he oído conversaciones en los apartamentos, en los edificios públicos, en las cafeterías, y he tenido la convicción de que podría diferenciarlas y entender cada una y terciar en ellas si me apeteciese. He sentido el aroma de las camelias, como si hubiese llegado ya la primavera, mezclado con el olor a metano de las fábricas. He visto charranes llegando desde el mar con su perfil afilado y la marea retirarse hasta dejar a la vista los abrojos del último naufragio. La playa que tantas veces recorrimos juntas y que llegué a aborrecer después de que te hubieras marchado sin dar razones; parecía una marisma virgen y los hilos de agua en retirada, venas que surcaban a cielo abierto la piel purísima de la arena. Desde allí me he dirigido al barrio. Quería pisar sus estrechas calles por última vez, caminar en triunfo entre las miradas escrutadoras desde las ventanas, sortear las botellas rotas como inevitables consecuencias de la noche anterior, despedirme de los locales en los que solo me he atrevido a entrar en tu compañía, ver el portal de tu casa para llevarme en la memoria el registro preciso y definitivo de cada mella en la madera, de cada desconchón en el enlucido de las jambas, de cada mínimo arañazo en la pintura negra del enrejado. Quería atesorar, y te confieso que no sé bien por qué, una foto mental del interfón, con los restos de anuncios pegados en el marco de aluminio y los pulsadores para llamar a cada piso acompañados, todos menos el tuyo, por una plaquita con el apellido del inquilino. Pero no he podido ni siquiera acercarme. Las bocacalles estaban cerradas con tapias de madera nueva, todavía sin pintar, y unos paneles de chapa indicaban la razón social de las empresas constructoras, los nombres de los arquitectos y las cifras del proyecto que transformará el barrio en un moderno polígono residencial, con galerías comerciales, jardines y parque infantil. Me he encontrado detenida ante ese obstáculo insalvable pero, al contrario que tantas veces en que he tropezado con la imposibilidad de cumplir un plan preparado con minuciosidad o recién improvisado, no he sentido rabia. He levantado los ojos al escudo gris del cielo, he sentido el frescor de la garúa en el rostro como una absolución y he visto con total claridad que esa valla, igual que todas las cosas extraordinarias que me había ido encontrando a lo largo de la mañana, era exactamente lo que prometía. El anuncio de un tiempo nuevo. Todo lo que me había parecido extraordinario encontraba su lugar. Quiero agradecerte cada cosa que voluntaria o involuntariamente sembraste en mí. Las cosas buenas, igual que las cosas malas, aunque a estas alturas ya no sea posible diferenciarlas. Al menos ahora sé que no me engañaste en lo fundamental. Tal vez no vuelva a escribirte. Pronto me crecerán las alas.

 

 

Semblanza:

Mi nombre es Anxo Carracedo. Soy gallego, que es una de las diversas formas en que, bien que mal, se puede ir siendo español. Nací en A Coruña, en la esquina noroeste de la Península Ibérica, después de que el hombre llegara a la Luna pero antes de que lo hiciese la mujer. Estudié Filosofía y luego un poco de Periodismo. Luego ya no quise estudiar más. He trabajado como redactor y editor en medios y agencias de comunicación, en Madrid y en mi ciudad natal, en la que resido por el momento. Me gusta andar en bicicleta. Una vez tuve un blog que se llamó Artefloralpararrumiantes y, cuando llegó al final de su camino, vi que había otro esperando y que su nombre era Microdespertares.