En el sótano de mi casa tengo una caja de cartón en la que se aloja desde hace un tiempo una lagartija huésped a la que he llamado Tina. Ya sé que no es muy común dar nombre a según qué bichos, pero me parece adecuado que nos tratemos con una cierta familiaridad.
La descubrí un sábado durante una inspección innecesaria de mi cuartel de invierno. Una de las cajas contenía tuercas y arandelas oxidadas que creí que había tirado años atrás. Al remover un par de piezas, ella sacó medio cuerpo de debajo de un papel de lija y, no considerándome peligroso, se ocultó de nuevo bajo su manta de ferretería.
Desde mi descubrimiento visito la caja a diario, y he aprendido que mi amiga tiene su propia actividad fuera del cartón. En días soleados sale a hacer sus actividades de bicho por un resquicio en la pared, cerca del respiradero. Cuando está melancólica, sin embargo, prefiere quedarse allí, en su caja de zapatos próxima a la caldera, a estudiar el medio ambiente de un mundo que he empezado a modificar. La verdad es que no sé muy bien qué tipo de cosas le puedan gustar a una lagartija, así que al final he juntado un variado de objetos que me parecen más apropiados para ella que los componentes de maquinaria de los que por fin me he deshecho: unos cromos de mis futbolistas de niño, unas canicas y medio albaricoque mordisqueado que cambio cada tarde. Por su parte, de vez en cuando –creo que con voluntad de intercambio y buena convivencia– ella trae algún que otro insecto, un primo medio grillo o un hierbajo recién cortado, y yo trato de establecer una relación entre estas pertenencias.
Todos las mañanas, mientras limpio la estufa, mi amiga se afana en ordenar sus cosas (o las mías), como si el orden en su mundo de cartón tuviera algún sentido animal o fuera algo no solamente humano. A veces compruebo que ha cambiado de sitio algún objeto –quizás para presentármelo de otra manera– o que se ha comido una esquina de un cromo, y me paro a estudiar los cambios y crecimientos en su vida. De paso, también, en la mía.
Un día la eché en falta y temí que le hubiera pasado algo, que se hubiera muerto sin poder despedirme y hacerle un velatorio adecuado, o que hubiera perdido el interés y ya no fuera mi amiga. O tal vez yo había dejado cerrada la caja por descuido y ella, al no ser capaz de entrar, malinterpretara mi error. Así pues, buscando a mi amiga revolví una por una las cajas que tenía almacenadas en mi sótano, adentrándome en un mundo que ya no entendía y dándome cuenta de las cosas cerradas de mi vida, así como de los intentos que –de haber sido así, suponía yo– debió de hacer ella tratando de acceder a mis cajas de zapatos. Es decir, a mí.
Desde aquel día dejé las cajas entreabiertas, para que les diera el aire y no sólo la sombra, y para que ella siempre pudiera entrar con sus amigos lagartijos a hablar de sus cosas, o de las mías, o incluso de las que ambos compartíamos sin saberlo muy bien.
Hace poco tuvo lagartijillas en una de las cajas de al lado, que dispuse a manera de paritorio o guardería y donde renuevo la comida cada tarde. Al respecto, se me ocurrió presentarle a mi familia estos nuevos vecinos, aunque después, con más calma, he pensado que quizás es mejor que cada uno escoja y establezca su propia relación con sus propios objetos y monstruos, de los que a veces ni siquiera sabemos en qué caja duermen.
El mío se llama Tina. A veces pienso si acaso ella conoce su nombre.