Cuento «Susana» por Jasmín Cacheux

Entré a la casa como quien entra a un laberinto. Vi mi cuerpo correr hacia una escalera y mi voz en la puerta de entrada conteniéndose para seguirme. Así encontré a Susana, al final de la escalera, detrás de una puerta, escondida de sí misma. Susana… Después de decirle mi nombre y repetirle mi única causa, aceptó salir de su escondite; me dejó abrazarla, ver su rostro maltratado y besar sus heridas. En ella vi a todas, quienes han creído que el amor lo cambia todo, que el amor lo cura todo, el amor… locura… todo. El amor, esa golondrina que muere estrellada contra el cristal que es el primer golpe.

Susana, una a una llegamos a la entrada, su cuerpo se abrigaba con el mío que lo único que le aseguraba era que no la lastimaría, mientras a mí se me abrían las cicatrices con sus heridas. Pisamos cada escalón, cuerpo a cuerpo la sostenía, su llanto me hacía conocer el ritmo de su respiración, su mano en mi mano que su corazón latía, que estaba viva, aun con todas las máculas del amor por sí misma

Al cruzar la puerta, sentí que en lugar de salir de la casa, me adentraba a otro laberinto, el mío. Susana aceptó beber agua; me quité lo que llevaba encima y limpié sus heridas, eran tantas que en un instante mi cuerpo estaba semidesnudo, y al intentar que descansara le conté mi historia: Yo tenía seis años, Susana, el cuerpo de mi madre yacía en el piso, veo aún las botas que tanto cuidaba mi padre con la punta salpicada de sangre; me acerqué a ella… ahora su rostro y tu rostro, son tan parecidos que siento que la abrazo de nuevo. También a ella la llevé a descansar. Yo tenía seis años, Susana, ese día me quedé sin padre y sin ella. No he sabido qué hacer con eso.

Susana me mira, en su rostro convertido en cíclope hay una certeza, ignoro cuál es, porque entiendo que en este laberinto, el minotauro es más grande. Sujeto su mano sin apretarla, quiero que sepa que estoy cerca, que mi mano y su mano persisten. Al fin consigo incorporarme, sumar mi cuerpo con mis pensamientos, ponerme de pie; entiendo que debemos salir de ahí, pensar en alguna palabra que funcione como pasadizo que nos haga camino, mi madre se llamaba Esperanza, sí, esa es la palabra, Esperanza. Tomo a Susana por la cintura, la mueca que se dibuja en su rostro puede ser una sonrisa, quizá… Camino a su lado como si ambas entráramos a mirarnos en un espejo largo, tan largo como la corriente de un río, tiemblo. Susana da un paso y se mira de los pies hasta las manos, en sus ojos se refleja la imagen de una niña de apenas ocho años que sostenida de un libro, suspira; giro la vista y ahora la imagen es mía: estoy sentada en el escalón de un autobús, viajando de madrugada, con una caja de cartón entre los brazos, adormilada, apenas distingo que la mano que toca mi mano es de mi hermano, quien pregunta: “¿a dónde vamos?” No sé la respuesta, pero repito: “A casa, a casa”. No es una mentira, es una vez más el nombre de mi madre. Bien lo sé, no supimos qué significaba llegar a casa, hasta que nos hicimos adultos y cada quien hizo la suya. La mía es una mujer que tiene los brazos largos y la mirada honda, sueña con pájaros y hay días en que yo me vuelvo un pájaro y me sostiene entre sus brazos para darme de beber; otros en que le canto y ella baila. Ella es mi casa, porque en su cabello cabe el mundo y amueblamos con olores los viejos temores, las tantas pesadillas, hacemos un jardín con los horrores y plantamos begonias, violetas, jazmines.

La mano de Susana se aprieta a la mía, parece despedirse: otra vez yo, ahora es la imagen de un columpio, conozco ese sitio. A un costado estaba la cañería rota del lavabo, mi padre arrojó una moneda de diez centavos y me dijo: “¿quieres dinero? ¡Sácalo de ahí!”. Y caminó hacia la salida, riendo a carcajadas. Mi madre me exigió que sacara la moneda entre deshechos y basura, cuando al fin lo conseguí, sentenció: “Ahora lo sabes, o te lo ganas o te humillas por él”. No quise saber si era un qué o un quién a lo que se refería.

Hemos llegado. Susana me mira, es el centro de nosotras mismas, el sitio de las veinte mil voces; siento la mano de Susana desvanecerse, no quiero aceptarlo: ella decidió regresar al lugar de su partida. Ahí, donde el amor se hizo golpe, donde mis cicatrices se abrieron y ahora… ahora soy yo quien está tratando de entenderlas, con el cuerpo como recién parido, pero esta vez por mí y por primera vez sin frío. Escucho dentro de mí un estertor desconocido, miro hacia abajo y el suelo se ha vuelto un montículo que asciende, puedo ver el río de cristal y el resto de los espejos: una calle vacía, mi nombre ahogado en un grito; sangre entre las piernas, un dolor en el vientre. Recuerdo… ahora estoy sentada en el quicio de una puerta, cuchillos, el chillido de los animales, un pica hielo en el vientre y sin ningún sentido el ruido de largas avenidas, los transeúntes, la vida.

Susana no es la única. Susana está en muchos rostros, en otras manos, pero a mí me duele su nombre. Susana, Susana… – repito, mientras señalo otros cuerpos de mujer que caminan, cruzan calles o se abrazan. ¡Susana, Susana! Cierro los ojos, tengo en las mejillas los mismos testigos que cuando vi a mi madre en el suelo a los seis años; que a los once, cuando la encontré en cama y permaneció dos días sin hablar; que cuando ya contaba catorce años y ella solía irse por días sin avisar; y finalmente cuando cumplí treinta y tres años y desapareció una noche, sin poder explicar lo ocurrido, lo entendimos por su piel amoratada y la ausencia en los ojos.

Ella, mi madre tan Susana, repitiendo cada vez que la amaban, que el amor es así. El amor es así, cierro los ojos con estas palabras, hay una sola nube sobre mi cabeza, el recuerdo de Susana y el nombre de mi madre, puedo ver mis heridas, pero esta noche, estoy segura que al fin podré dormir.

 

Buenas noches, Susana, donde quiera que estés, que mañana todavía despiertes.

 

 

Semblanza:

Jasmín Cacheux, originaria de Xalapa, Veracruz, México, reside actualmente en Cuernavaca, Morelos. En Poesía publicó en agosto de 2018, Creaturas Cotidianas, de la colección Peregrina en Ediciones Zetina, Rocío de Mar, en 2014, con Ediciones Clandestino. Obtuvo la Mención Especial Alfonsina Storni, 2007, en el festival de mar de Plata, Argentina. Es también dramaturga, novelista, cuentista y ensayista. El Instituto de la Municipalidad de Aguascalientes (IMAC), le adjudicó el Premio Nacional de Dolores Castro en novela por Martha: una carta, en agosto de 2018. En 1996, había obtenido el Premio Nacional de Cuento Flores Magón. En teatro, escribió y montó las obras. Nuestra Casa, Algo en Común y Tomando té. Licenciada en Derecho y en Ciencias de la Comunicación, con Maestría en Literatura, publicó ensayos sobre identidad y género en revistas literarias de Argentina, Colombia, Chile, Ecuador, España y Venezuela. Es, asimismo, fotógrafa, condición en la cual participó en exposiciones colectivas y en octubre de 2018, prepara una individual. www.jasmincacheux.com