Cuento “Suelas y suelos” por José Luis Díaz Marcos

El calzado es la forma más rara de vida que quepa imaginar.

No mires debajo de la cama.

Juan José Millás

Ya no estoy solo. Ahora tengo, aunque las he tenido desde hace años sin saberlo, inéditas mascotas. Dos, para ser precisos: una por cada pie. Son un par de zapatos negros, ajado material sintético con muchos kilómetros en sus suelas. Sí, digo bien: un par de zapatos. Y no estoy loco. Al menos, no más que la mayoría.

Son unos zapatos corrientes comprados en una tienda corriente a un precio corriente. Pura mediocridad. En apariencia: que yo sepa, no existe en el mundo ningún complemento iluminado con la chispa de la vida. Debo decir que nunca los he visto corretear como si los calzara el mismísimo hombre invisible. Ni siquiera los he visto moverse un poquito. Ante mis ojos, su comportamiento es el propio de cualquier par de zapatos. O sea, ninguno. Pero se desplazan por sí mismos. Y, como si fueran perros o palomas mensajeras, en una dirección determinada: la mía. 

Advertí el inaudito fenómeno la semana pasada, a la vuelta del gimnasio. Tras la ducha, decidí regresar cómodo y vestí para ello el chándal y las deportivas. Ya en casa, confirmé una recurrente sensación de olvido: “¡Los zapatos! Mañana los recojo”, supuse. Nadie iba a llevárselos. Como mucho, la señora de la limpieza podía ponerlos en otro sitio. O tirarlos.

Esa misma noche, de madrugada, salía del baño para volver al dormitorio cuando oí un par de repentinos golpes en la puerta principal, al fondo del pasillo. 

Dubitativo, permanecí inmóvil, a la escucha. Tras una breve pausa, otros dos golpes.

¿Quién sería a aquellas horas? ¿Y por qué no usaba el timbre para llamar? Me quité las pantuflas para eludir el menor ruido y avancé de puntillas hasta el recibidor. Allí, sin rozar siquiera la puerta, me asomé por la mirilla. Al otro lado, oscuridad: la luz del descansillo estaba apagada.

De nuevo, explorando aún la negrura, sendos impactos en la madera. Abajo, muy abajo. Literalmente, a la altura de mis pies. Ahogué una exclamación de sorpresa, de miedo.

 —¡¿Quién está ahí?! ¡¿Qué quiere?! —solté intentando aparentar firmeza—. ¡Márchese o llamo a la policía!

 No hubo respuesta. Pero sí apareció el vecino, feliz casualidad, para meterse en su casa, “¡Vaya horas!”, frente a mí, completamente ajeno a otras posibles presencias. 

“¡Pues no hay nadie!”.

 Y, en efecto: sobre el felpudo no esperaba nadie. Pero, para mi perplejidad, sí esperaba un par de zapatos negros, ajado material sintético con muchos kilómetros en sus suelas.

“¡Son… son los míos!”, reconocí enseguida. Los metí rápidamente en casa, con la misma vergüenza que siente un padre escondiendo a su hijo borracho.

 ¿Por qué estaban allí? ¿Quién se había molestado, a aquellas horas, además, en traerme un par de zapatos viejos? Los miré fijamente, como esperando recibir contestación por su parte.

 “Han venido ellos solos”, pensé sorprendiéndome a mí mismo, consciente del teórico disparate. Por alguna razón que ni yo mismo sabría explicar, semejante idea no me pareció tan descabellada como a priori, con el sentido común en la mano, cabría suponer. Desconociendo si podían resultar peligrosos, encerré los zapatos en la lavadora.

Al día siguiente, amanecí sintiéndome incapaz de ponérmelos: habría sido calzar sendos animales vivos. Cuando menos, repugnante.

 Sentado en la cama, busqué las pantuflas con los pies sin encontrarlas. Miré debajo de la cama también sin éxito. “Pues deberían…”. Suspicaz, corrí a la cocina: el ojo de buey de la lavadora estaba abierto y el tambor, vacío.

Cogí un cuchillo y empecé a recorrer las habitaciones. Terminé la búsqueda en el segundo dormitorio, también bajo el lecho: ¡Mis zapatos aguardaban perfectamente alineados el uno junto al otro, como si yo mismo los hubiese puesto allí y, a sus pies, hechas jirones, yacían mis pobres pantuflas!

 —¡Asesinos!

 Ya no podía fiarme de ellos. Si habían liquidado a sus semejantes, a saber si no serían capaces también de…

Los amordacé con cinta americana, el uno contra el otro, antes de tirarlos en el suelo de mi coche. Fui a comprarme sendos pares de pantuflas y zapatos. 

Vistos sus recursos e intenciones, arrojar a los pantuflicidas en el contenedor situado ante mi edificio me pareció una medida insuficiente. Eran capaces, escurridizos houdinis, de zafarse y subir de nuevo a casa. Conocían el camino tan bien como yo. Así, quise ponérselo realmente difícil y aproveché un desplazamiento laboral de más de cuarenta kilómetros para arrojarlos por la ventanilla del coche en pleno trayecto: los despeñé sin contemplaciones. Yo nunca había pateado por allí y era imposible, en el peor de los casos, que pudieran encontrar el camino de vuelta. 

“¡Hasta nunca, monstruos!”.

Poco después, aún en la carretera, intenté separar el pie del acelerador y… no pude. 

“¡¿Qué…?!”.

Los cordones de mis flamantes suelas, material sintético exacto al anterior, se habían enganchado al pedal. 

“¡Y no… no se sueltan!”.

Así, no sé cómo, pude esquivar cuatro coches, un camión y dos autobuses antes de salir indemne de un cruce, “¡Uf!”, y negociar demasiado rápido una curva de la que fui inmediatamente expulsado.

Como suele decirse, volví a nacer: aunque di muchos tumbos, abrazado quizá por el angelito de la guarda que debo tener, apenas sufrí algunos cortes y cardenales. Otros se matan tropezando, “¡Malditas, malditas suelas!”, con un bordillo.

Pasé un día en el hospital y, tras un rosario de exámenes preventivos, el mejor de los diagnósticos: “Puede marcharse”.

Abrí la taquilla de la habitación dispuesto a recuperar mis pertenencias y, en el suelo, no encontré uno, sino dos pares de zapatos. Viejo uno y nuevo el otro. Del primero, además, colgaban trozos de cinta americana a medio pegar. Las cuatro suelas habían sido intercambiadas, la vieja derecha con la nueva izquierda y viceversa, familiar conjunto y, habría jurado sobre la Biblia, que todas aguardaban a alguien.

Que todas me aguardaban.