Cuento «Soledad» Mercedes Janeth Soto Sánchez

El nocturno fluía como la sangre de María Luisa por su yugular mientras descansaba en ese rectángulo un poco más viejo cada vez, viejo como las memorias que cargaba su carne. Viejo como la mente que ya no puede renovarse de un corazón insano por los azares de la vida.

María Luisa se levanta, corre al armario y de la parte inferior toma unos tenis, baja las impecables escaleras de su casa y abre la puerta para cruzar a la calle polvorienta donde odiaba caminar, pero ese día lo haría. Caminaría sin importar las chispas de la lluvia que anunciaban el encuentro de su soledad.

Mientras camina, y voltea hacia el suelo, recuerda odiar con todas sus fuerzas esas piedras incrustadas en la calle en lugar de pavimento. Una piedra inútil, una tras otra, individuales, separadas, solas.

Ella se detuvo por un momento y, en ese preciso instante, sintió una compasión que azotaba en la misma línea de su soledad. La soledad, ya no sólo corría por las venas de María Luisa como encuentro fulminante de sus emociones, sino que estaba en todo lo que habitaba debajo de esa lluvia.

El perro cubriéndose debajo de aquella camioneta sentía la soledad, las gotas de lluvia cayendo una por una, ella, las piedras, los árboles creciendo solos, ella de nuevo, las hojas de esos árboles, sus tenis, la soledad de ser izquierdo, sólo un izquierdo, la soledad de ser derecho, sólo, un derecho.

¿Cómo podía caber en un lugar tan lleno, tanta soledad? Todos eran unos desconsiderados. Hasta María Luisa, por abandonar sus hogar y dejarlo solo, por no hablar con su mejor amigo cuando vio la llamada perdida en su celular, por no invitar a ese perro a pasar a su casa, por odiar la soledad de las piedras que tanto le recordaban a la suya.

Rápidamente, María Luisa regresa a su casa, escribe a su mejor amigo para invitarlo a pasar la noche, y entre los puntos suspensivos de una respuesta futura, visualiza la eterna soledad, y la posible compañía. Lo más cercano a no ser uno, a no estar solo; el sexo, el amor, el recuerdo, dos manos en el simple tacto, esas pequeñas degustaciones de lo más parecido a no ser uno solo.