Lluvia torrencial, como aquella mañana. El olor a humedad lo trasladó a ese sábado sombrío. Los relámpagos y truenos lo pusieron de mal humor, no soportaba el sonido retumbante del cielo. Se puso los audífonos y siguió aserrando la madera. El agua corría como riachuelos por sus pies. Levantó la mirada. Dos niños corrían a refugiarse del vendaval. Reían, chapoteaban en los charcos, divertidos, inocentes. Vio sus bocas abrirse lentamente, sus carcajadas lo llenaron de ira. Cogió la motosierra y se dirigió al bosque. La lluvia que no paraba, los rayos que seguían reventando, el agua que corría por el suelo rojizo, sangriento, el olor a tierra húmeda, el sonido de la máquina cortando indiscriminadamente los árboles, la furia contenida. ¡Lester! Uno, dos, tres,…, once árboles tumbados. ¡Lester! ¡Lester! Frenético, daba vueltas fuera de sí, levantaba la máquina, se defendía, cortaba el aire. Un relámpago reventó a pocos metros, lo desestabilizó, cayó de espaldas sobre el barrizal, la sierra sobre su brazo derecho. ¡Lester! ¡Lester! ¡Lester! Sangre, carne viva, chamuscada, olor a muerte, y él solo, en esa selva maldita, sin poder hacer nada, impotente, y la lluvia que se llevaba su sangre, la sangre de todos.
La lista de seleccionados apareció pegada en la puerta de la universidad. Por su estatura y complexión baja pensó que no lo llamarían. Quizás elijen al azar, quizás vean algo en ti que no ven en otros. Yo estoy hecho para la guerra, decía, tengo que estar. Y allí figuraba su nombre con orden de presentarse de inmediato. No lo dudó un segundo. Llevaba un semestre en la escuela de turismo, pero el Ejército siempre fue su primera opción. Regresó a su casa y alistó la maleta. La mañana siguiente se subía a un helicóptero destacado a la Base Contraterrorista de Valle Esmeralda para iniciar con su entrenamiento.
No sé si era feliz en ese momento, tenía una novia, seguro me hubiese casado con ella, la quería mucho, sí, pero sentía que me faltaba algo. Me iba a ir sin decirle nada, pero fui a despedirme. Le prometí que regresaría en dos años, que me esperara. Para mí ya estás muerto, me dijo decepcionada, de allá nadie regresa vivo. Así, sin más, me despachó. Y aquí estoy después de tres años y ella con dos hijos y un malnacido que la maltrata. Esta es la vida que nos tocó. De alguna manera ella tenía razón, allá no todos sobreviven, tienes que ser fuerte no solo de físico sino de la cabeza. A pesar de todo, nada es igual cuando se regresa. Mírame, así como me ves, soy un sobreviviente.
Lester termina de tomar la sopa a bocanadas antes de hablar de aquel sábado fatídico. Afuera ha parado de llover y las cigarras han empezado a chirriar. Sahuayaco, ése pedazo de selva pacífica, le ha devuelto la tranquilidad que necesitaba para seguir, después de haber estado en el infierno, en esa otra selva que le quitó toda su humanidad.
Llovía fuerte, ya sabes, como llueve en la selva, a cántaros. El viernes los terrucos habían volanteado un panfleto en todos los pueblos, decían que iban a reventar los locales de votación, que la gente ya estaba avisada. Nosotros estábamos ahí para garantizar el orden y transportar todo el material. Salimos temprano en un convoy, todo mi batallón. Íbamos conversando, haciendo bromas para distraernos; transitar por la carretera es jodido, todo el tiempo hay temor por lo que pueda suceder. Miedo siempre hay pero no puedes dejarte vencer, tienes que ser fuerte y estar siempre alerta, no se puede ni pestañear. No todos están hechos para la guerra, eso sí, pero ahí todos somos hermanos, los más fuertes confortamos a los más débiles. Así le pasó a uno de mis mejores amigos. Se quedó dormido en su guardia, en los torreones que hacemos con costales de arena. Si no nos metíamos nuestros jalones de cocaína y pólvora no se podía estar despierto toda la noche. A mí me tocaba reemplazarlo por la mañana. Cuando fui a buscarlo lo encontré frío, los sesos desparramados, casi no tenía cabeza, irreconocible.
El convoy se detuvo intempestivamente, todos se alarmaron.
-¡¿Qué pasó?!
-Necesitan un técnico en computación ¾dijo el Mayor¾. ¿Alguien aquí sabe algo de eso?
-Lester, mi Mayor.
-¿Lester, el francotirador? ¿Dónde está?
-En el camión, mi Mayor.
-¡Tráiganlo!
-Dicen que tú sabes de computadoras.
-Afirmativo, mi Mayor.
-Listo, te vas con ellos.
Una de las camionetas regresó, el convoy siguió su marcha.
Media hora después recibimos la comunicación por radio. Habían emboscado el convoy. Ahí nomás, a unos dos kilómetros de donde me bajé. Era una carnicería, hermano. Brazos, piernas, pedazos de carne por la carretera, pegados en los árboles. Once, mis once hermanos con los que había convivido y reído y… allí desparramados como si no valieran nada. (Habla con una rabia contenida, se seca el sudor de la frente, cierra los puños, se queda en silencio). ¿Qué podía hacer? Yo tenía que ser un pedazo más de carne allí con ellos. Una maldita computadora me sacó de ahí. ¿Suerte? No lo creo.
¡Lester! ¡Lester! Las voces le llegan como susurros, son voces conocidas. ¡Lester! Está parado en la carretera con una motosierra en la mano, las voces se acercan, salen del bosque, son árboles que caminan, tienen el rostro de los once caídos. ¡Lester! Lo rodean, lo abrazan con sus ramas, lo asfixian. ¡Lester! Quiere defenderse, levanta la motosierra, corta el aire, los árboles desaparecen. ¡Lester! Sigue parado en medio de la carretera, ahí está el camión con sus compañeros dentro que se acerca raudo, quiere correr a detenerlo, pero no, no puede moverse, no puede hacer nada y se desespera. ¡No! El camión sigue avanzando. ¡Paren! Nadie lo escucha. ¡No sigan! Grita con todas sus fuerzas, impotente. El camión explota, la oscuridad lo envuelve. ¡Nooo…!
No tuvo tiempo para recuperarse, las pesadillas eran recurrentes, siempre la misma escena. Despertaba gritando, sudoroso, enrabietado. El atentado fue un golpe duro. El hombre nacido para la guerra vio flaquear su fortaleza. Había regresado a Cusco, lo obligaron a tomarse dos semanas de vacaciones, no lo querían para las labores de reconocimiento, a pesar que era uno de los mejores rastreadores. Duró dos días en la ciudad y decidió volver por su cuenta. Se presentó en la Base de Quillabamba exigiendo su reincorporación, no por él si no por sus hermanos caídos. La frente en alto, los ojos rabiosos, los puños cerrados. Lester, el Loco, lo apodaron y se sumó al grupo de élite formado para adentrarse en la selva frondosa. La guerra contra el narcoterrorismo era una de la que nadie hablaba pero seguía latente, cobrándose la vida de soldados jóvenes sin experiencia enviados como carne de cañón. Lester era uno de ellos, uno de los pocos que lograban salir con vida, uno de aquellos soldados desconocidos.
Nos dividimos en dos grupos y fuimos peinando todo su territorio. Los terrucos han hecho de la selva su casa, entrar ahí era meterse a la boca del lobo. Nos llevaban la delantera, sabían que iríamos tras ellos y huyeron dejando sus campamentos abandonados. No los encontramos a ellos, pero sí a los pioneritos. Eran apenas unos críos, hermano, siete, ocho años, algunos de once o doce, no más. Tenían la mirada perdida, algunos estaban drogados. Esos desgraciados los entrenan desde los tres años para matar. ¿Qué se les puede hacer a ellos? Pena, eso es lo que daban, carajo. Ellos fueron los que emboscaron el convoy y no tenían el más mínimo remordimiento. ¿Esos pequeños cuerpos casi desnutridos eran el enemigo? ¿Qué puta mierda nos había pasado? A veces me dan ganas de reengancharme y volver al VRAEM1 y cazar a esos terrucos hijos de puta. Y lo puedo hacer, los despellejaría vivos.
Lester no vacila. El rostro bronceado, la sonrisa melancólica, un tatuaje que cubre una inmensa cicatriz en su brazo derecho. No fue fácil para él. Al principio encontró refugio en la cocaína. Aspiraba como condenado, reconoce con una leve sonrisa perdida. Después de su cese de servicio hizo un viaje por el sur de América. Paraguay, Uruguay, Argentina, Brasil, seis meses viviendo el día a día, sin mirar al futuro, tratando de sobreponerse a las pesadillas. Hacía de todo para mantenerse alejado de los recuerdos. Hizo de carpintero, cerrajero, albañil, pintor, soldador. Uno se tiene que ganar la vida de alguna manera, afirma. Siempre soñó con tener un hospedaje campestre por eso se asentó en Sahuayaco en su vuelta a Cusco. Por allí pasan a diario turistas de todos los colores en su travesía hacia Machu Picchu. Un descanso a orillas del río Santa Teresa, con el canturreo de las aves y rodeado de árboles de guayaba. Aquí hay paz, dice y respira hondo. A veces sube a la montaña a cazar venados y vizcachas que viven en las faldas del Salkantay. En el Ejército fue el mejor tirador de su batallón. Una bala, un terrorista muerto, esa era su consigna. Todavía lo recuerda con cierta nostalgia. Mueve los dedos con dificultad pero conserva la puntería intacta, el accidente con la motosierra no lo amilanó. A sus veinticinco años es un veterano de guerra, una guerra que sigue latente del otro lado de la cordillera y que aún lo persigue.
Semblanza:
Johan Sánchez, Lima, 1988. Diseñador, montañista y escritor. Cursó estudios de Ing. Ambiental en la Universidad Nacional del Callao. A fines de 2014 dejó todo para dedicarse a viajar y escribir. En 2015 participó en el Concurso de Improvisación Literaria “Lucha Libro”. Ha publicado cuentos y crónicas en revistas limeñas. Hoy sigue viajando y está terminando de escribir un libro de relatos de viajes.