Lo conocí en la vereda del Darién. Felipe era joven como yo. Tenía unos quince años cuando aceptó contarme su anécdota. Ese día estábamos sentados en la cama de su cuarto. Yo lo escuchaba con afección. Bebíamos juntos el café. Me hablaba sobre la guerra y la paz de nuestro país. Mientras, las balas tronaban allá afuera en los campos. En lo íntimo, claro que tuve miedo por mi vida. El combate percibido parecía ser aterrador. Eso el traqueteo de metrallas, no paraba de sonar escandalosamente a lo rayano. Ambos sufríamos la angustia. Menos mal; logré respirar hondo, me controlé con la mente y proseguí en atención con el testimonio de Carlos Felipe.
Aquí aciago, comienza su relato. Era un jueves en el ambiente, colmado de neblina. Mi amigo venía del páramo boyacense. Descendía por una senda escarpada. Iba a pasos lentos, avistando la mañana salpicada con gotas plateadas. Andaba a solas, se movía por entre los frailejones. Recuerda, que llevaba una talega de papas a la espalda. Ésta pesaba, pero no lo suficiente como para dejar de disfrutar ese panorama níveo. Por lo espléndido, las montañas admiraba con sus zorros salvajes, cuales asomaban las cabezas desde sus guaridas. Además, Carlos tenía puesta una ruana parda, que lo protegía del frío. Así él, fue haciendo su trabajo de niño campestre.
Como de costumbre, sacaba los tubérculos de la tierra junto a las plantas, los juntaba y armaba el costal. Dicha faena la hacía bien temprano. Luego, regresaba a la casa de madera donde aún habita. Mediante esta recolecta, podía ayudar a su madre con la comida. Juntos, cocinaban en fogón de leña. Ellos claro, se colaboraban en los quehaceres domésticos. Pese a todo lo sucedido, hijo y madre, ahora se adoran más que nunca. Por cierto, años antes su padre tuvo un infarto, lo cual los puso en luto, más los compenetró como seres queridos.
Entre tanto, durante ese jueves, Carlos fue acabando con la jornada matinal. Ya iba de vuelta para la finca. A lo osado, cruzaba por las cascadas del Paraíso. Entre el mismo ritmo cadente del agua, las nubes pasajeras lo envolvían en su emanación grisácea. Esto lo colocó un tanto contento. En paz se distrajo un rato. Sobre lo sucesivo, cogió trecho por un sendero de encenillos tupidos. De paso, saludó a un compadre quien subía en mula por el otro cerro. Le alzó la mano en son de cordialidad. Ya imperceptiblemente, se fueron distanciando los dos labriegos hacia sus destinos. Sobre el instante, Felipe fue salteando varias rocas entre el pasto. Sin mayor retraso, esquivó las hojas de los matorrales. Por conocedor, llegó pronto a una pradera despejada y hasta ese momento todo lo supo normal, sin ningún percance.
Tan sólo después de una hora de caminata, cuando Carlos pasó por el costado de un potrero con vacas, su juventud cambió por completo. De repente, bomba con dinamita; pisó una mina quiebra patas. En el acto, su cuerpo voló por los aires. La explosión levantó hasta los árboles y eso los conejos que había por ahí en la intemperie, corrieron a las cavernas. En cuanto a mi amigo el campesino, cayó bruscamente junto a la quebrada del Sol, quedó lleno y empantanado de sangre. Se supo moribundo. Por la posición, no hizo sino llorar. Menos mal, menguó un poco el terror. Varios aldeanos oyeron la explosión. De curiosos, salieron al monte para mirar que había pasado. Recorrieron las sendas, rebrujaron entre el boscaje. Cuando entonces; uno de ellos un leñador, descubrió al jovencito a orillas del rio, tendido sobre unos helechos. El pobrecito, tenía la pierna derecha destrozada. Efectivamente, los vecinos que lo conocían, se aglomeraron y lo llevaron rápidamente en jeep hasta Bogotá.
Una vez allá, lo dejaron en el Hospital del Sur, lo revivieron de puro milagro. Por poco y casi se desangra en frío. Gracias a su corpulencia, volvió a abrir los ojos al mundo. Ahora mutilado, existe postrado en una silla de ruedas; siempre para ilusionar lo eterno, sólo para estar lacrimoso durante la vigilia.