Cuento «Schehrazada en el siglo XXI» por Marisol Vera Guerra

¡Si la elocuencia te eligiese como padre, reflorecería!

 ¡Y no sabría elegir ya a otro más que a ti!

 Las mil y una noches

 

—Cuéntame un cuento.

—No, estoy cansada.

—Anda, no puedo dormir sin tus cuentos.

—Que no.

—Por favor, y mañana te lamo el coño todo lo que quieras.

—Está bien. ¿De qué se te antoja esta vez?

—Tú con cinco hombres.

—¿De nuevo? Siempre pides lo mismo.

—Es que te amo.

—Si me amas, ¿por qué quieres verme con otros?

—Sólo es una fantasía.

—Bueno… Recuerdo, ¡oh, rey afortunado!, que en tiempos muy lejanos estaba yo en el salón de clases con cinco muchachos, y uno de ellos me…

—Espera, ya sabes cómo me gusta, mete mucho diálogo, dime sus nombres.

—Mmmm, Pedro, Joaquín…

—¿Conoces algún Joaquín?

—No.

—Pon gente real, amigos tuyos, alguien que te guste.

—Me gustas tú.

—Ponles los nombres de algunos de tus exnovios.

—Esto es enfermizo.

—Por favor, nena, ¿sí?, sabes cuánto te amo.

—Está bien, está bien. Me encontraba en…

—Cuéntalo en presente.

—Me encuentro en el salón…

—Que seas tú la maestra y los chicos tus alumnos.

—Sabed, oh, mi señor, que estoy con cinco vasallos: Fernando, Ricky, Adrián… eh… Carlos y Julio. A punto de empezar la clase me recargo un poco en el escritorio.

—Dime cómo vas vestida.

—Mi cuerpo se adereza con una blusa de seda, escotada… blanca, que deja ver la redonda delicia de mis pezones. Traigo unos jeans…

—Mejor falda.

—Traigo una falda a la mitad de los muslos.

—Más corta.

—Traigo una falda cuyo borde casi alcanza el par de médanos amasados por glorioso alfarero al final de mi espalda. Unas pantimedias color ala de mosca. Zapatos de plataforma. Lentamente me siento sobre el escritorio. Los alumnos miran desde su pupitre la jugosa fruta entre mis piernas. Carlos se acerca y me dice le ayudo con sus libros, maestra. Sí, claro, respondo, mientras él toma mis libros y delicadamente roza mi muslo; le sonrío. Adrián voltea a ver a Fernando y en voz baja le pregunta, ¿han visto tus ojos una zorra más encantadora que ésta?

—Que uno de ellos te pida escribir en el pizarrón.

—De pronto, Ricky me dice maestra, podría anotarnos en el pizarrón su nombre. Me pongo de pie, paso junto a Carlos tronándole un beso y comienzo a escribir. Julio me dice podría hacerlo un poco más abajo, para distinguir mejor la letra. Me inclino y la falda se me sube… oigo murmullos, risas, ¡a que sí nos la cogemos!

—Que se te caiga el borrador.

—Se me cae el borrador y me doblo para recogerlo.

—Di que te chiflan.

—Me chiflan…

—Usa palabras como “mija”, “muñeca”, “princesita”, “golfa”.

—¿Sabes qué?, me estoy cansando.

—No, no te detengas, mi amor. Mira que hasta estoy temblando.

—¿Por qué no, simplemente, nos acariciamos, me la metes y ya?

—Es que me gustas mucho.

—No entiendo esto.

—Imagino tu placer y que soy yo quien te hace todo eso.

—Pues yo preferiría que me la metieras de a de veras en vez de estar fantaseando.

—Bueno, te la meto; ven, chiquita, pero no dejes de contarme.

—No puedo coger y estar pensando al mismo tiempo.

—No pienses, sólo cuenta.

—Necesito inventar la historia.

—No la inventes, relata algo que sí hayas hecho.

—Nunca estuve con cinco hombres.

—¿Con tres?

—Con tres sí.

—Cuéntame eso.

—No me acuerdo bien.

—Cómo eres, yo tanto que te quiero.

—Ya, pues; has de saber, oh, afortunado sultán, que una noche entre las noches estaba en mi apartamento con mi novio…

—¿Cómo se llamaba tu novio?

—Alberto… oye, dijiste que me la meterías.

—Sí, mi cielito, ven, siéntate arriba de mí.

—Mejor yo abajo; me encanta sentir tu peso.

—Como digas, mi reinita… ¿así?, ahora dime qué pasó con Alberto.

—¡Ay!, se despertó el niño.

—Dale el pecho.

—¿Cómo vamos a estar cogiendo mientras le doy el pecho?

—¿Qué tiene?

—Bueno, con cuidado.

—Qué rica estás.

—¡Pon atención!, casi le das un codazo al bebé.

—Sí, maestra, le pongo atención. Perdón, hijito.

—Dime que soy tu puta.

—Eres mi puta, la maestra más caliente de la universidad.

—¡Ah!, no me jales tan fuerte el cabello.

—Te hago lo que se me dé la gana, perra. Sé que te encanta.

—Muérdeme el cuello.

—Así me gusta, putita, que seas mi juguete.

—Voy a correrme.

—Y yo contigo.

—Ya… ya…

—Uff…

—Mira, se volvió a dormir el niño.

—Entonces cuéntame otro cuento.

—¡No!, prefiero que me cortes la cabeza.