Cuento «Salvajía» por Rafael Ramos Alvarado

Este transporte vertebrado en estaciones es mi nube metálica de viajes. Paso aquí tres horas todos los días, conozco sus tiempos, sus gentes y sus formas agitadas que conforman un todo en movimiento. De norte a sur y sur a norte, viajo como flecha en este autobús que atraviesa el corazón de la ciudad, y como una muestra tendenciosa de safari, observo las tiendas y los parques a mi lado, del otro lado de los cristales en que recargo mi cabeza cansada y tremulante por el movimiento de los desgastados motores.
La ciudad es en cierto modo un safari aplastado por la incertidumbre que corroe a las calles y sus habitantes. Puede parecer infantil pensar que solo somos espectadores de este circo ensimismado, pero con tantas millones de hormigas citadinas sin rumbo, eso parece. Voy y vuelvo a la universidad, aceptando ese transporte caótico que me deja esa única opción de escape, y la música portátil que me acompaña lo hace más llevadero. Cuántas cosas he visto desde que empecé a usar este medio. Mujeres que en sueños me seducen, ancianos ausentes de ánimo y parejas inventando una repentina soledad entre las multitudes. El mundo de pronto no es por fuera. Es suficiente con los diferentes personajes con necesidad de transporte para encontrar la variedad existente mexicana. Leo para que el viaje se haga rápido, y entonces prefiero utilizar las distintas voces y conversaciones como único refugio a mi lectura. No me altero, no me distraigo, lo veo como un mal necesario, requisito para estudiar aquí viniendo de allá. Últimamente descubro que toda persona representa una ausencia dentro de esta pequeña comunidad momentánea, y basta con ver las caras, las ropas y en algunos casos las compañías, para darme cuenta del índole personal de cada uno de mis compañeros, taciturnos y afables, alegres y cansados, hartos y bañados en el sudor que escapa de la frente de todos los que aquí vamos sin excusa ni interrupción. Así como yo, muchas personas prefieren las distracciones tan a la mano de estos días para hacer más divertido el viaje, pero esto no nos quita valor, ni nos quita momentos juntos compartidos aquí dentro. Ahora, con esta costumbre impenitente de los últimos meses, me dedico a escribir mientras viajo, y trato de percibir la mayor vibración que encuentro dentro del sentir compartido. Hoy no es la excepción, mitigo la dureza y el hastío de esta forma, flotando en las letras que escribo, en las líneas que me llevan y a las que me aferro —ahora como único medio real— para salir del terror ineluctable. Hace apenas 4 horas del evento escalofriante del que fuimos testigos, como una familia asustada, que nos ha traído hasta este momento. Comenzó con la rutina, como todas las desgracias, que nos encerraba en este vagón ahora tergiversado de recuerdos y vacíos. Apenas terminé de leer un magnífico capítulo de Bright Lights, Big City, salí de mi casa en dirección a la estación que ha sido la terminación nerviosa de tantas vivencias, tantos amores y borracheras. Subí como siempre, buscando un lugar vacío para escribir sin esas perturbaciones de movimientos sordos del camión que entonces se convierte en una repentina extensión de mi cuarto. Encontré un espacio vacío junto a un abuelo dormido, que cargaba un bastón como única posesión, y que aparentaba ser el único bien que le quedaba en el mundo. Aproveché esta mansa compañía para ponerme a escribir, lo que veía, lo que escuchaba y hasta lo que percibía con el olfato, todos mis sentidos concentrados en ese pesado y tumultuoso andar del camión rojo, tan parte de mí mismo. Después de veinte minutos de trayecto, terminando unas líneas poéticas que tanto me esmero en escribir, la primera epifanía del desastre se presentó como una paloma mensajera ante mis ojos. El andar de decenas de personas atribuladas, tan fuera de sí, llamó la atención de los miembros del colectivo que pensábamos vivir una anécdota más para la historia salvaje de la gran ciudad. Un estallido me desprendió del sopor acostumbrado y para entonces hasta el abuelo de un lado había subido su cabeza, sus ojos parecía que se abrían por primera vez para ser testigo del mundo. Dentro de ese despertar repentino de la mayoría de los presentes, nos vimos envueltos en la pesadilla que comenzaba sin darnos cuenta, macerados en el sudor habitual de nuestro andar, perseguidos ahora por esa vibración del suelo de fango olvidado. Todo a nuestro alrededor era ruido, el safari se había convertido en un manicomio, como si los animales se hubieran vuelto locos, a su modo, cada uno con el caos que los preserva y los precede. La única niña que nos acompañaba esa tarde no paraba de llorar, y sus gritos se volvían parte del cuadro de miedo que no entendí hasta que una joven rubia tropezó frente a mí. La ayudé, pero el movimiento incesante nos desprendía a todos del asiento, del piso y de la realidad ahora confundida incluso para el conductor, quien apenas noté burlaba los obstáculos del mundo exterior con la maestría de un matador de toros. El humo de afuera se fue expandiendo, como la gente que corría todavía sobre las banquetas —algunas sobre la misma calle que representaba nuestra única forma de andar— y las calles ya no eran las mismas. Había edificios en llamas, algunos se habían desplomado, el infierno al alcance de una mirada por las ventanillas que nos alejaban del mundo. El primer grito ensordecedor, de muchos que vendrían a partir de ese momento ahí dentro, lo dio la madre azorada de la niña que parecía una estatua de sal de lágrimas. Exigiendo al conductor que se detuviera, con una mezcla de miedo y duda, el contagio se fue esparciendo por los barandales en que se anclaban las personas perplejas ante lo que el exterior nos presentaba como una obra teatral. El conductor era un ente ausente, no escuchaba, no veía, su única función y destino en el mundo parecía el de conducir y no detenerse, al ritmo habitual del transporte público —o incluso relentizado para que pudiéramos ser fieles testigos de los acontecimientos fuera del colectivo— pero sin hacer las paradas correspondientes. Algunos señores menos impacientes quisieron encararlo, pero todo resultaba inútil, y después de tanto, cansado. Nos mirábamos furiosos, con miedo, pero mirábamos con mayor atención ese safari urbano que no paraba de girar y quebrarse, sin ninguna explicación aparente ahora, simplemente por la batuta de seguir un caos inusitado. Después de una hora de andar —con ese aire dubitativo que nos perfumaba el rostro— la impotencia de no poder formar parte de ese concierto infernal nos alimentaba hasta la locura. Ese andar de la gente, a gritos, con prisa, alejadas de tantos inmuebles inhabitables por el remolino irascible que aún carecía de motivos, nos alimentaba de impaciencia. El abuelo del bastón a mi lado fue el primero en obtener la redención que nos llegaría, después comprendí, a todos, y me pude dar cuenta de su estado cuando dejé el enajenamiento a través de las ventanas rectangulares. Con un ritmo perfecto, el viejo abuelo reventó su cabeza contra el tubo que teníamos enfrente, con una inercia que parecía alimentada meramente por el instinto animal que nos consumía, poco a poco, pero sin una muestra de apaciguamiento. A partir de ese momento, y ante el desconcierto de todos los presentes, uno a uno se fue dejando arrastrar por ese instinto, ahora animal y suicida, que parecía la única salida al estruendo de la ciudad perdida. Era una orquesta con tempo perfecto, una partida de ajedrez perpetua y sin ganador, y yo el único espectador que parecía seguir en sí mismo. El caos personal que consumía a todos comenzaba a traer consecuencias para la pequeña comunidad dentro del camión. El conductor, dentro de su enfermedad, aceleró a velocidades mortales hasta la inconsciencia que nos dejó ir contra el camino adyacente para llegar al edificio que ahora nos sepulta. La tranquilidad de los muertos es lo único que me acompaña, y me he convencido de que nadie siquiera respira cerca o en una circunferencia próxima a mí.

Las salvajes ideas vuelan, quiebran y regresan por mi cabeza, me tiemblan las manos, las palabras faltan, el silencio sobra…