Al primero que encuentran los miembros Club de Caza, es al guardaparques, vestido de fatiga. Quien, tras el riguroso proceso de identificación, les habla de los horrores que pueblan el aire del bosque, pasada la medianoche. Los cazadores se sobrecogen ante la descripción espeluznante de babas volando ante la luz de las linternas y que siembran de llagas la piel que inevitablemente besan con sus alas frías. Ocultando el pánico ya colectivo, piden al guardaparques cinco minutos de consulta y, ya van a cerrar capilla con los brazos, cuando éste les responde: “¡sí!” y desaparece súbitamente dejándolos inmersos en una sensación de vaguedad y náusea. Se transparenta. Tras el violento frío que los sobrecoge, ni siquiera se percatan de que nada recuerdan: quiénes son, de dónde vienen, a dónde iban. Nada. Se alegran sin embargo de hallarse juntos y todavía estarían saludándose entre abrazos festivos si no se les aparece, en ese momento el guardaparques, disfrazado de pedigüeño. Les ha pedido, por favor, no una moneda ni dos, ni tres, sino un trozo de pan. Galletas no. ¡Pan! Los cazadores le han mirado con sorpresa y han creído ver a un mendigo que se procura un mendrugo. Han recordado que iban de caza y que se han encontrado en el sitio previamente convenido. Se miran, y el que parece ser el líder, ha tomado la palabra. Le ha ofrecido trabajo como guía, a lo que el pedigüeño reclama la posesión de una de las carabinas treinta-treinta que porta el grupo y que relucen de nuevas. Son generosos. Convencen al más pendejo de que ceda la suya, obsequio de su abuelo el día que ha sembrado casa propia. Tras hacer entrega del arma solicitada, ordenan al guía que dicte el rumbo. El guía ha pedido cinco minutos para prepararse y rompe a cantar una canción en un lenguaje naso-gutural en el que se intuyen rugidos, bramidos y un trinar de aves iracundas. Lo dan por loco y se han ido por donde han creído les ha dicho el guía que se fueran. Error. Justo cuando habrían tenido que devolverse, han partido sin esperar al guía. Tres días con sus noches canta el guardaparques, de pie, sin comer, sin beber, ni dormir. Tres días han errado sin rumbo los cazadores, felices ante el más leve rastro ya viejo, en el que el agua se muestra turbia y cubierta por diminutas telarañas. Cada huella les es fresca. Intuyen en la forma de la pezuña el olor de la presa. Identifican su peso y volumen. Se han detenido ante un claro en el bosque. A lo lejos, un otero no muy alto, y en la cumbre, un venado con el sol entre los cuernos. Se han calado el gorro y las gafas de cristal amarillo con un movimiento que hasta ensayado parece, casi coreográfico. Calibran las lentes telescópicas y notan que el venado hunde la barbilla entre las patas delanteras con movimientos reiterados, como si les llamara. Bajan las armas y se interrogan con la mirada. El que pasa por líder ha dicho “vamos”. Tornan a mirar, y ya no hay cerro ni venado. Solo distancia y lejanía verde-azul. De la nada han surgido no una, sino diez, cien, mil, millares de aves que oscurecen el sol. Durante treinta días, la noche zumba en torno a los cazadores que no alcanzan a articular palabra, aterrados. Ha pasado la última cuando se les termina de desentumecer el cuerpo. Van a sentarse para descansar, cuando ven venir en zigzag un portentoso venado cola blanca que, observándolos diríase que con cierto sarcasmo, les ha preguntado por el guía. Nadie dice “esta es mi boca”. Luego les ha dicho dulcemente: “amables caballeros, tengan cuidado, que el jaguar ha salido de caza” y, diciendo “yo mejor me escondo”, se ha puesto a correr en cámara lenta, como si huyera, en zigzag, entre los árboles. El bramido truena a diez metros a espaldas del grupo. Explotan como burbujas luminosas las palabras a flor de labios. Estarían aun abrazándose y llorando de no ser porque ha salido la luna, por uno de cuyos rayos de luz, se han descolgado dos ángeles. El uno, vestido de venado. El otro, de jaguar. Sobrevuela el anchuroso azul el ave blanca, vestida de lechuza-luna. Han preguntado los ángeles por el guía. Sienten al oír la pregunta, los cazadores, que un infarto les parte en dos el pecho. De súbito, el grupo se ha visto en un campo yermo, en el que a ras de suelo solo paja y piedra se divisa en torno, hasta donde alcanza la vista. En tanto el ave blanca ara lenta, serenamente, a ras de cielo, la noche.