Cuento «Romancero prostibulario» por Karla Hernández Jiménez

Ciudad de México, 1871

—Damiana Ferrer, nacida el 13 de octubre de 1832 en la Villa Rica de la Vera Cruz, de profesión prostituta. Se le adjudica que, a la fecha presente, ha atendido a usted a más de mil hombres. Bastante impresionante.

Damiana simplemente se encogió de hombros, sonrió sardónica y afirmó: ¿Qué esperaba? Desde chamaca me arrojaron a la mala vida.

—Puede usted retirarse —le dijo el juez de la Secretaría de Salud.

Con su escote pronunciado, tan pasado de moda, y el gorro y el bolso recargados con adornos de mal gusto, Damiana Ferrer pasó en la lista de los funcionarios de la temida Secretaría de Sanidad como apta para el trabajo, aún a sus casi cuarenta años. Su retrato, para el registro oficial de mujeres públicas, quedaría terminado en poco tiempo.

Sabía que tenía que volver a Fulcheri antes de las nueve de la noche y la entrevista con el juez le había llevado casi toda la tarde. ¡Tenía poco tiempo para arreglarse!

Después de la cena breve, tenía una invitación para la tanda en El principal con el señor Raúl Arizpe de la Mora y, según sus cálculos, apenas y le iba a quedar tiempo para estar con el Emperador a la mañana siguiente… ¡vaya desastre!

Tomó una carroza y pidió al cochero que la llevara a su casa en la calle de Mesones. No había tiempo que perder. Por suerte ya estaba listo su vestido verde, aquel que hacía resplandecer su piel morena como si tuviera reflejos dorados.

Ella estaba a punto de bajar del carruaje, cuando…

El fuereño se apareció en Fulcheri alrededor de las ocho de la noche. Bajo su sombrero de palma se escondían unos ojos negros que rezumaban astucia. Su nombre era José Barracuda, originario de la Villa Rica de la Vera Cruz, y venía a la Ciudad de México por unos días para arreglar unos negocios.

Había pedido un pulque al engominado mesero que apareció para atender su mesa, pero ante las negativas del empleado de proporcionarle la bebida, el fuereño ordenó cerveza. Los parroquianos del lugar felicitaron al mesero por negar aquel pedido ya que consideraban de muy mal gusto, propio de la plebe, la elección de aquel fermento de olor desagradable.

Él estaba demasiado cansado para empezar una pelea y, dicho sea de paso, siempre acababan rompiéndole su madre. Empezó a sorber antes de que se calentara su trago e irremediablemente supiera a miados.

Lo que desconocía Barracuda era que esa misma noche iba a estar en presencia de una paisana suya en aquel lugar tan fino.

Cuando José Barracuda vio por primera vez a Damiana Ferrer, supo inmediatamente que se hallaba ante los restos de una beldad. El rostro cruzado de finas arrugas y el talle marchito de la mujer le hicieron evocar al costeño el aspecto de las viejas damas mulatas, rumberas venidas a menos, quienes recordaban con nostalgia, sentadas cerca del Malecón, los tiempos de la grandeza del Puerto, cuando la crueldad de los hombres solo era equiparable con su heroísmo.

El costeño no pudo dejar de notar que aquella mujer tenía ese mismo aspecto triste pero soberbio y orgulloso. Quedó lívido, como si estuviera bajo un hechizo. Hasta hoy, Barracuda no sabe lo que le atrajo de aquella mujer pues él estaba acostumbrado a contratar los servicios de mujeres mucho más jóvenes. No obstante, fue precisamente la edad madura de Damiana lo que terminó encandilándolo aún más. Él quiso que fuera suya.

Al verlo a lo lejos, ella pensó que era una novedad observar un rostro que le recordara tanto la brisa marina y la quietud que había dejado atrás para mudarse a la capital hacía muchísimos años, cuando comprendió que su vida estaba encaminada a satisfacer la lujuria de la sociedad capitalina.

Él se acercó a la mesa de la misteriosa mujer, sin preocuparle que estuviera esperando a alguien más. Pensó cínicamente que, ya de cerca, no era muy hermosa, aunque igualmente le ofreció un trago de absenta, él solo se empinó el tarro de cerveza mientras traían la bebida de la mujer. Al observarla cuidadosamente, no pudo dejar de notar que su atuendo no dejaba dudas de que se trataba o bien de una descarada sin remedio o una mujer…de aquellas.

Ella le ofreció, por un módico precio, pasar la noche juntos. Quizás a Barracuda le hubiera gustado terminar en la cama con una mujer más joven pero esa era la que deseaba en aquel momento.

Al salir de Fulcheri, el costeño pidió un carruaje para llegar al hotel sugerido por Damiana. Era un lugar bastante austero, casi feo, pero a ninguno de los dos les importó en absoluto. Él la agarró de la cintura y comenzó a besar la piel que revelaba el escote del vestido.

—Espero que seas bueno, dejé plantado al señor Arizpe de la Mora para estar contigo, ¿sabes?

José Barracuda se molestó al saber aquello, lo que menos quería era una puta que se pasara toda la noche reclamándole por haber solicitado sus servicios.

—Entonces, ¿por qué viniste conmigo si dizque ya tenías planes? —le preguntó hosco a la mujer.

—Porque te me antojaste, bien que tú querías probar caldo de gallina vieja y te lo concederé. Tú no me escogiste, querido, yo te escogí a ti.

José Barracuda estaba atrapado, sabía perfectamente que Damiana tenía razón. Cuando el costeño pudo vislumbrar en la oscuridad del cuartucho del hotel la espalda arqueada de la mujer no pudo oponer más resistencia. Cayó rendido a los pies de aquella vieja cortesana, directo a sus enaguas, y la amó hasta la madrugada con el entrechocar de su cuerpo contra el de ella, contra su carne aromática por la esencia de las flores de azar.

Con el afán del reconocimiento mutuo, lograron fundirse en un abrazo impregnado de sexo. Parecía como si después de tanto tiempo sus cuerpos se hubieran vuelto a encontrar, como si hubieran estado destinados a encontrarse para saciar un apetito postergado.

Era de madrugada cuando Damiana Ferrer se despertó sobresaltada. Se acomodó el vestido en la oscuridad, tratando de alisar las arrugas que se habían formado en el tafetán barato, además no quería despertar a su fugaz amante. Al poco tiempo, el costeño abrió los ojos, sobresaltado de no encontrar a Damiana durmiendo junto a él.

Barracuda salió de la cama con gran prisa, buscando a Damiana, pero no encontró nada. Al mirar en la cómoda junto a la cama se encontró con una nota.

José Barracuda:

Estoy convencida de que nuestro encuentro no fue una casualidad pero no puedo quedarme contigo. Tengo que ir con el Emperador. Espero que nos veamos pronto.

Damiana Ferrer

El costeño se sintió desconcertado al leer el recado, pero se contentó pensando que podría ver a Damiana en alguna próxima visita a la capital.

Cuando llegó al restaurante del hotel empezó a hojear el periódico de aquel día de forma desganada. Al llegar a la sección de Policiales se encontró con una nota que le produjo fuertes escalofríos.

Ciudad de México, 17 de junio de 1871.

Descenso trágico en la calle de Mesones

El día de ayer, a las seis y media de la tarde Damiana Ferrer, famosa prostituta por su amplia trayectoria, fue muerta a manos de su amante, el señor Raúl Arizpe de la Mora cuando esta se disponía a bajar de la carroza para dirigirse a su domicilio ubicado en el número 68 de la calle de Mesones.

Usando arma blanca, el señor Arizpe de la Mora acabó con la vida de Damiana Ferrer. El cuerpo será velado en el trascurso de la tarde en la casa de la occisa para ser enterrado en el Panteón Municipal. Según comentan los allegados a la difunta, el entierro será a las seis de la tarde.

José Barracuda estaba pálido por el miedo, pero se decidió a acudir al velorio. En medio de los amigos y plañideras de rigor se hallaba Damiana Ferrer. Nadie le dio explicaciones y él tampoco las pidió, simplemente se acercó al féretro. El sudario blanco y los lirios que destacaban en las morenas manos de la difunta conmovieron al costeño.

Se despidió de Damiana con un beso en cada una de sus manos y emprendió el camino de regreso al puerto. Solamente cuando iba en el camino de Río Frío tembló al pensar en que durante la noche había dormido con una difunta.

“No, lo de anoche fue real, no es posible que una pasión tan grande viniera desde el mundo de los muertos”—pensó.

Sin embargo, una sombra con forma de mujer en mitad del bosque le confirmó lo contrario.

Sí, es posible-se escuchó a lo lejos.

Días después, el retrato de Damiana Ferrer colgaba en el recibidor de la Secretaría de Salud junto al de otras grandes cortesanas que, al igual que ella, llevaban en el oficio mucho antes de que los franceses invadieran México. En su registro figuraba la fecha de su reciente muerte y en el número total de clientes ya no eran 1239 hombres atendidos hasta la hora de su fallecimiento, en su lugar estaba la cifra de 1240 hombres.

El viento sopló un rumor: Nunca serás el Emperador, pero fuiste mi último hombre José Barracuda, estarás siempre en mis pensamientos, como yo estaré en los tuyos. Ahora, es tiempo de que me reúna con el Emperador hasta la eternidad.


Semblanza:

Karla Hernández Jiménez. Nacida en Veracruz, Ver, México. Próxima licenciada en Lingüística y Literatura Hispánica. Lectora por pasión y narradora por convicción, ha publicado apenas un par de relatos en páginas especializadas como Íkaro, Casa Rosa y Página Salmón, pero siempre con el deseo de dar a conocer más de su narrativa.