Cuento «Publicidad engañosa» por Francisco Santoyo Pérez

‹‹Si usted llega a la hora más íntima de la noche en absoluta soledad y nada en derredor puede evitar que tenga que verse frente a las preguntas que ponen a su existencia misma en cuestión, le tenemos una buena noticia: ya no más. Con la máquina para exterminar la soledad ya no tendrá que soportar la gravedad de pasar tiempo consigo mismo. Esta máquina tiende un puente definitivo sobre el abismo que haya entre usted y el resto de los humanos. ¿No está harto de arruinar su vida consigo mismo?, pues vaya preparando ese dinero. *Sin el efecto rebote de las redes sociales que terminan por devolverle a uno la soledad triplicada luego de no recibir la cuota de likes esperada o de varias horas de fisgonear en los perfiles de otras personas igual de solas, pero más sonrientes. Sin la falsa sensación de autosuficiencia o plenitud y sin el riesgo de adicción que ofrecen otras plataformas como la amistad, el alcohol, los antidepresivos, las drogas ilegales, el sexo, el internet, la televisión, el azúcar, la pornografía o el amor. Deje de perder el tiempo con esa nada que es usted, salga e inviértalo en los demás: verá que las ganancias serán una realidad. Puede percibir a razón de dos segundos por cada uno que dé a otra persona, con la añadidura de que cada una en la que invierta incrementará de forma exponencial el tiempo de usted. Si invierte un segundo en dos personas, por ejemplo, obtendría cuatro de dividendo activo, si en diez, mil veinticuatro, etc. Un segundo invertido en usted es un segundo invertido en la nada. Dese cuenta de que usted no es ganancia para usted mismo y que por lo tanto no existe. ¡Salga allá a obtenerla de los demás! ¡Cotice y cotícese en el mercado del tiempo! Mándenos su dinero a la siguiente dirección…››

*

Estaba tan emocionado cuando el aparato llegó a mi casa que leí en tres días el manual de mil páginas. Una vez dominadas las instrucciones y la mecánica del artefacto probé a usarlo en una vecina que me gustaba mucho. Apreté el botón y un puente se tendió sobre el abismo que me separaba de ella. Mis primeros pasos sobre éste fueron como los de Pedro conminado a andar sobre el agua: tanteando el concreto con la punta de los dedos de mis pies, como no creyendo aquello. Pero funcionó. La materia era tan firme que era capaz de sostenerme a mí y al pesado lastre de mi soledad. La inmensa dicha que me causaba la posibilidad de tener contacto con otro ser humano no hizo que olvidara lo indicado en el manual, así que desde la gran distancia que todavía nos separaba, le grité a Amanda con la mejor seguridad en mí mismo que pude aparentar: “Hola ¿cómo te llamas?”. Contestó su nombre y me pareció increíble recibir otra respuesta a mis palabras distinta a la del eco. A medida que daba más pasos iba adquiriendo confianza y recordando cada línea del diálogo indicado en el manual. Que a qué te dedicas, que qué interesante, que a mí me gustaban los helados y las tardes soleadas, que si tienes que hacer algo el fin de semana. Y a todo eso iba recibiendo contestaciones. Para cuando terminé de cruzar el puente, ya teníamos una relación seria. Esa fue la primera vez que la máquina me funcionó. Gracias a ella cada vez iba tendiendo más puentes con el resto de las personas. Así me fui haciendo de empleos, amistades, tarjetas de crédito, deudas, matrimonios, familia, automóviles, viajes, amantes, decepciones amorosas, hipotecas, enemigos, intentos de suicidio y lo que se acumulara.

En cierto punto de mi vida, en medio de un brindis, una reunión de amigos o alguna junta de trabajo, con mucha gente y aun más ruido a mi alrededor, una duda me acometió: “¿Qué he hecho de mi vida?”. Fue en ese momento en el que empecé a notar un peso que nunca había dejado de cargar sobre mis hombros. Quizá no me había percatado de ello porque fue algo que siempre estuvo presente. Sólo hasta que envejecí y mi carne fue cediendo a los achaques del tiempo empecé a sentirla y a reconocer que, pese a todos los puentes, nunca había dejado de traerla conmigo. Entonces fui en busca del manual de la máquina y lo releí decenas de veces, buscando respuestas a esa interrogante que atormentaba mi consciencia: no encontré nada. Ya habían sido escritos muchos comentarios al manual de la máquina y aun más comentarios sobre los comentarios al manual. De modo que consulté cuantos pude, con el mismo infructífero resultado. Continué tendiendo puentes hacia riberas que parecían ofrecer respuestas: cultos, antidepresivos, redes sociales, libertinaje, psicoanálisis, filosofías, ciencias, organizaciones políticas; y ninguna me ayudó, antes bien, oía la pregunta con mayor insistencia y sentía la opresión de mi soledad cada vez más insoportable.

Atosigado por la situación empecé a recapacitar sobre los logros y fracasos de mi vida. Los cotejé con los del resto de las personas con las que mantenía alguna relación y vi que eran exactamente iguales: todos estaban prefigurados de algún modo en el instructivo de la máquina. Quise corroborar mis sospechas y las confirmé tras cada entrevista con amigos, familiares y conocidos. Todos habíamos usado la máquina con los mismos fines, con los mismos efectos y con el mismo asombro por el surgimiento de la pregunta. La mayoría de los que me escucharon, acallaron sus conciencias y continuaron con su carga, haciendo como que no la llevaban; sólo algunos pocos indagaron y, entre esos pocos, aun menos fueron quienes no se quedaron en alguna de las riberas en las que yo intenté encontrar respuestas.

Éramos apenas un puñado de gentes las que decidimos intentar contactar a los fabricantes de la máquina. En el manual venía una dirección escrita con letras diminutas en una de las páginas de más intrincada exégesis. Nos dirigimos al lugar indicado. Era un edificio viejo. En la recepción planteamos nuestras dudas, pero lo único que obtuvimos por respuesta fue un número de espera para la auditoría final. Nos movimos por entre los pasillos delimitados por miles de cubículos ocupados por sendos empleados. El trayecto era inmenso, el aire de todo el lugar estaba viciado con la gravedad de las enfermedades incurables. A cada paso sentía que el hálito de la vida me abandonaba. Para cuando llegué a la fila que me había sido asignada me di cuenta de que ninguno de los que habían venido conmigo seguía a mi lado. La descomunal fila estaba toda conformada por gente anciana sosteniéndose a gatas y repasando su manual. Decían que, después de varios meses o incluso años en espera, su soledad los había postrado de ese modo. Los pocos con los que podía hablar, que eran los más cercanos a mi posición, decían que en todo el tiempo que habían estado ahí la fila no sólo no había avanzado, sino que se había hecho más larga. Cuando les sugerí que podrían haberse ido, quedaron en silencio. Yo mismo recibí una suerte de réplica cuando supe que si volvía a andar el trayecto que había recorrido desde la entrada del edificio hasta mi posición en la fila, las fuerzas no me iban a alcanzar e iba morir en alguno de los pasillos.

La máquina había extendido mucho tiempo nuestra esperanza de vida. Por cada segundo que habíamos invertido construyendo puentes hacia los demás, nuestro propio tiempo se había multiplicado de forma incalculable. Todo eso era cierto y venía en el instructivo. No era de sorprender encontrar a individuos que habían estado en la fila más tiempo del que habían pasado viviendo esa vida problemática, llena de dudas y soledad que los habían llevado a esperar respuestas durante tantos años.

Un día, muchas tardes después de que llegara a la fila y de que otros tantos extraviados se sumaran a ella, mientras veía en las incontables pantallas que seguían indicando que esperáramos nuestro turno y que seguían desde hace años sin indicar que ningún número avanzara a la ventanilla tal o cual, supe que moriría sin saber qué había hecho de mi vida.

 

Semblanza:

Francisco Santoyo Pérez nació en la Ciudad de México. Estudió Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Trata de escribir narrativa.