Cuento “Príncipe y Mendigo” por Olga Beltrán Filarski

El príncipe Vladislav se hallaba bendecido por Dios. Eso decían sus vasallos. Joven, apuesto, recio, enormemente rico y poderoso: sus deseos eran órdenes cumplidas al instante. Poseía además el don de la inteligencia: amante de las artes, la filosofía, la alquimia, la astronomía…, se rodeaba de eruditos y su pasatiempo favorito era el ajedrez.

Hacía poco se habían celebrado sus desposorios con la hermosa princesa Ileana, heredera de otro principado tan próspero como el suyo. Ileana nada tenía que envidiarle a él en belleza, inteligencia y fortuna. Los fastuosos festejos por la boda duraron días en los dominios de ambos y no hubo súbdito que no envidiase a los jóvenes príncipes.

Decían también que Vladislav poseía la virtud de la generosidad. Cuando salía de su palacio y atravesaba la ciudad arrojaba desde su carroza monedas de oro a los mendigos que salían a su paso suplicantes y famélicos: harapientos, leprosos, tullidos, antiguos soldados que perdieron hasta medio cuerpo luchando para que el ya fallecido padre del príncipe Vladislav conservase o ampliase sus dominios; los desechos del país, aquellos con los que el vasallo más humilde no se dignaba a mostrar la menor afabilidad…, y en cambio él, el bendecido por Dios, el grande entre los grandes, el hermoso y noble… prestaba atención a esos seres viles, a la escoria, les mostraba comprensión y hacía gala de su dadivosidad con ellos. Siempre fue así, desde que tuvo uso de razón y dio los primeros paseos en carroza por la ciudad con su padre para contemplar a sus vasallos y que estos lo aclamaran. También la sumisión y el agradecimiento del pueblo había sido igual desde que él pudiera recordar, y tenía veinticinco años el día en que se cruzó por vez primera con aquel extraño mendicante sentado al sol en la plaza de la catedral, donde mayor cantidad de pordioseros se concentraba cerca del mediodía, cuando los señores más ricos se dirigían a orar al templo y se mostraban pródigos con la turbamulta. Cada vez que un hombre bien vestido atravesaba la plaza, una muchedumbre de mendigos lo rodeaba y acosaba obligándolo a entregar las monedas que para tal ocasión tenía ya dispuestas por costumbre. El príncipe Vladislav había cruzado en su carroza, precedido y seguido de su guardia, aquella plaza cientos, miles de veces, pero a ese hombre, al extraño mendigo, no lo conocía, no lo había visto jamás. Le había parecido siempre que los rostros de aquella turba eran todos iguales, y nunca se hubiese creído a sí mismo capaz de distinguir uno de otro, hasta que lo vio a él: sentado en el suelo, con las piernas extendidas, los ojos cerrados y el rostro rendido al sol, como disfrutando de su calor, con una sonrisa serena en su faz de rasgos marcados y curtidos. Vestía como un mendigo, pero no se levantó, ni se inmutó siquiera al paso del príncipe Vladislav, cuando los demás batallaban entre ellos a golpes, codazos, empujones… disputándose las monedas que el noble y caritativo príncipe había lanzado desde la carroza, fijándose mientras, sorprendido, en el insólito mendigo que no se movía para sumarse a la lucha. Observó su rostro que, como si se hallase ajeno a todo lo que lo rodeaba, reflejaba deleite al recibir el calor de aquélla luminosa mañana de primavera, mientras las aletas de su nariz se movían sutilmente, como olisqueando el aire cargado del aroma de flores que la brisa traía del campo. No fue solo ese día. La siguiente ocasión en que el príncipe atravesó la plaza volvió a verlo: debía de ser un mendigo extranjero, recién llegado a la ciudad. Lo contempló junto a otro hombre al que tampoco conocía, y mientras él repartía de nuevo sus monedas entre los desheredados, el mendigo reía en una charla con su compañero. Su risa era franca, profunda, una risa con ganas que parecía brotarle de las entrañas. El mismo príncipe jamás, en toda su vida, había reído así, lo hacía con placer, con el mismo placer con que disfrutaba del sol y del olor de la primavera la primera vez que el príncipe se cruzó con él. Tampoco en esta segunda ocasión se dignó el mendigo a prestar atención al generoso príncipe, ocupado como estaba aquél en sus risas. La imagen de ese rostro atezado de duras facciones iluminado por la luz del mediodía y por la viveza de su risa se le quedó al príncipe Vladislav grabada en la mente, allí adherida de forma casi obsesiva, inquietante. No sabía por qué, pero no podía evitar el modo recurrente en que esa faz se reproducía en su cabeza. La veía riendo, enseñando una dentadura inusitadamente blanca para un mendigo. Incluso durante las horas de insomnio de la madrugada se presentó varias veces ante sus ojos, como si aquel hombre lo hubiese hechizado. Había él oído de mujeres que acudían a brujas para que encantasen a los hombres a quienes deseaban de modo que no pudieran dejar de pensar en ellas, y a él le pareció algo semejante el fenómeno que se operaba en su cerebro, pero no se trataba en este caso de ningún enamoramiento, lo cual resultaba más desconcertante. Se preguntaba el príncipe una y otra vez de dónde procedía el sereno aspecto de sencilla felicidad y fortaleza que emanaba de aquel harapiento. Él, el afortunado, el bendecido, jamás había reído así, jamás había disfrutado del generoso y dulce calor del sol con la fruición con que lo hacía aquel miserable, jamás, al mirarse al espejo, su rostro había reflejado tal fuerza, tal seguridad, y, sobre todo, jamás, jamás de los jamases, un mendigo le había ignorado a su paso sin molestarse ni tan solo en mirarlo, como si desdeñase su generosidad, como si él fuera invisible…

Tras aquella noche de insomnio, se ocupó el príncipe de algunos asuntos que lo mantuvieron distraído por varias horas y después, una vez más y como de costumbre, subió a su carroza y salió de palacio en dirección a la catedral, inquieto ya solo de pensar que había de volver a toparse con aquel hombre que, en su arrogancia, de nuevo rehusaría mirarlo y extender la mano a su paso con la cabeza baja y disputar con los demás por conseguir sus pródigas limosnas, se toparía otra vez quizás con la expresión insultantemente satisfecha y segura que él jamás viera en su propio rostro. Pero en algo erró el príncipe: aquel día, su mirada y la del mendigo tropezaron.

El cielo estaba nublado y el sol no lo obligaba a entornar los párpados, y nadie lo distraía con su compañía, por lo cual, al paso de la carroza, el mendigo fijó su vista en el hombre joven que sacaba la cabeza por la ventanilla mirándolo con atención. El príncipe Vladislav sintióse pequeño e inseguro ante aquellos ojos de un azul oscuro que brillaban como el acero y por unos instantes parecieron hurgar en él; tuvo la sensación de que en aquella mirada se hallaba cautiva una sabiduría de cientos de años y con ella la seguridad y el sosiego que indefectiblemente debía de conllevar. Era la primera vez que una mirada lo turbaba. Tampoco en esta ocasión el mendigo, sentado en el suelo donde de costumbre, se movió para nada. El príncipe se sintió tímido ante él. La princesa Ileana viajaba a su lado ese día y ella también se fijó en el mendigo. ¿Has visto a ese hombre?, le dijo a su esposo, es muy extraño. Tan miserable como se ve… y tiene algo que lo hace hermoso, no sé qué es…, ¿qué le habrá ocurrido para acabar así? Y el príncipe volvió a asomar la cabeza por la ventanilla mirando hacia atrás, al punto donde seguía el mendigo, y lo observó con rencor. ¿Cómo se atrevía a despreciarlo, a empequeñecerlo, a hacer que su esposa dijese por vez primera ante él que otro hombre le parecía hermoso…?, ¿cómo se atrevía a reír con un placer que él jamás experimentó, a poseer una mirada capaz de cohibir a un bendecido por Dios…? ¿Acaso pretendía aquel arrogante humillar a su señor? Ese mismo día mandó prender al mendigo y decapitarlo, pero aunque aquel pobre extranjero harapiento hubiese perdido su cabeza, también hubieran debido cortarle al príncipe la suya para sacar de allí al mendigo que le hizo darse cuenta de que es posible que el más desheredado de los hombres posea bendiciones que el más afortunado no sea capaz de alcanzar. El secreto de cómo tal cosa puede llegar a suceder lo sesgó el hacha del verdugo.

Semblanza:

Nací en Barcelona (España) en 1968, donde estudié Técnicas en Empresas y Actividades Turísticas, movida por mi gusto por los idiomas y mi interés por conocer gentes de otras culturas. He desempeñado diversas ocupaciones en el sector turístico e incluso en otros, pero sobre todo he empleado y empleo gran parte de mi tiempo en escribir, mi principal vocación, y en leer y viajar, con el fin de adquirir una cultura autodidacta complementaria de los aprendizajes de las escuelas “oficiales”, donde tan a menudo se homologa el pensamiento. He residido en distintas ciudades españolas: Palma de Mallorca, Valencia, Sevilla, además de en Berlín, donde pasé casi cuatro años trabajando como profesora de español. A día de hoy vivo en la provincia de Jaén (España). Soy autora de dos novelas: El Universo Prohibido e Historias de Amor Cautivo y de la colección de relatos La Fuente del Placer y otros relatos. Actualmente estoy trabajando en dos nuevas novelas y continúo escribiendo relatos además de poesía.