Cuento «Presidario» por Carla Demark

Cuento del libro El laberinto de los otros (Editorial Dunken, 2017).

 

El graznido lejano de un pájaro lo despertó como todas las mañanas. En vano percibió nuevamente la sutil esperanza de no estar en donde efectivamente se hallaba. La existencia resulta frágil cuando, segundos antes de despertar, no se recuerda motivo alguno para abrir los ojos. Sin embargo, él lo haría otra vez, despegaría la tirantez de sus pestañas canosas para enfrentarse a la penumbra de los barrotes.

De un solo golpe dejó que la luz difusa que se colaba por su celda ingresara a través de sus pupilas. El cielo raso, las finas guirnaldas de telarañas que se tambaleaban en los rincones, la humedad salpicada en las paredes. Una tumba de cemento para aquel que mereciera, según la justicia del hombre, ser enterrado en vida.

Lo esperaban el mate cocido recalentado y amargo, el pedazo de pan que otros reclusos habían amasado la noche anterior, el tedio de otro día sin ningún propósito. Antes de bajar los pies del camastro recordó la tibieza del cuerpo desnudo de Ana. En el encierro, la fantasía construye puentes poderosos.

Dejó que sus pies descalzos se enfrentaran con la metálica frialdad del piso. Así sentado, con el torso inclinado ligeramente hacia adelante, levantó la cabeza para lanzar un profundo suspiro. Pero no bien sintió el crujido entre los huesos de su cuello, notó con asombro que la puerta enrejada de su celda se movía en sutiles vaivenes, abierta de par en par. Pensó en que ya ni siquiera los guardias tomaban en serio su presencia. Después de todo, con los años, se había vuelto un viejo inofensivo.

De imprevisto, un desconocido impulso hizo que se levantara de la cama rápidamente. Caminó hacia la reja, la atravesó y miró hacia ambos lados con el fin de saber si sus compañeros habían tenido la misma suerte. Pero no había nadie en el pasillo, tampoco pudo escuchar ningún sonido. Caminó algo sorprendido a través de ese angosto corredor. Notó que cada una de las celdas por las que pasaba se encontraba vacía. Pensó que tal vez lo habían dejado dormir más de la cuenta y que, seguramente, todos se hallarían en el patio. Se dirigió directamente hacia el ala izquierda del presidio, pero tampoco encontró a nadie en el patio lateral. Con algo de estupor comenzó a correr en busca de alguno de sus compañeros, de cualquiera de los guardias, pero no había ninguno de ellos allí. Un silencio estremecedor retumbaba en cada uno de los escondrijos de la cárcel.

Entonces lo supo: todo se trataba de un mal sueño. Corrió hacia la puerta de salida, mucho más allá del patio lateral y divisó desde lejos que el enorme portón amurado no tenía candado. Avanzó hacia él con una rapidez que se desconocía, mientras agradecía la valentía inusitada que le permitían los sueños. Abrió el portón, levantó la vista hacia las oscuras torres de control, ahora deshabitadas, y se desplomó, como un maratonista que llega a la meta, sobre el cemento áspero que cubría el primer metro cuadrado fuera de presidio.

Cuando percibió el dolor de la raspadura en sus rodillas comenzó a sospechar que, en realidad, no estaba soñando. En ninguno de sus sueños anteriores, ni siquiera en el más maravilloso, había podido sentir algo con tanta nitidez. Entonces decidió poner a prueba la realidad de su ensoñación y caminó con dificultad, con las rodillas enrojecidas, hacia la ruta. Más de trescientos metros tenía por delante. Sintió cómo el sol lastimaba sus ojos recién despabilados y los obligaba a entrecerrarse. Todo le resultaba demasiado realista.

No bien llegó a la ruta, miró hacia atrás. A lo lejos, el viejo presidio se iluminaba como un oasis desértico y sólo pudo reconocer, sobre él, el contorno de los pájaros que aleteaban sobre las tejas anaranjadas de su techo… Por primera vez pensó que tal vez fuese posible lo que estaba viviendo. Quizás todos habían salido, tal vez lo habían olvidado allí. Sea como fuese, decidió que no era momento de cavilaciones.

Caminó con paso firme sobre la banquina. Entre los arbustos que delimitaban el paisaje llano de la pampa, asustadas por la premura de sus pasos, un centenar de mariposas blancas comenzaron a levantar vuelo. Las observó con asombro y pudo distinguir que sus alas terminaban en zigzag, no se parecían en nada a las mariposas atigradas que solía ver de niño. Éstas, además, le resultaban apenas más pequeñas y muchísimo más inquietas que aquellas de su infancia. Mientras se dejaba atravesar por la sutil nube de mariposas que revoloteaba a su alrededor, pensó que la imagen resultaba demasiado onírica. Sin embargo, se entregó a la escena como un niño recién parido. Sobre su cara raída se asomó una ligera sonrisa que ya había olvidado.

Dejó atrás a las mariposas y, lejos de ellas, el encanto pareció evaporarse. Sintió miedo. Un escalofrío agrietaba su pecho. Percibió cómo las palpitaciones tamborileaban al compás de su respiración agitada. Había una distancia feroz entre la atmósfera fantástica y el realismo acuciante de sus sentidos. Entonces, antes de permitirse el abismo que le resultaba saberse libre después de tantos años, decidió comprobar la autenticidad de lo que estaba viviendo.

Pensó que la única manera de saberse real era que otra persona confirmara su propia existencia. De otro modo daría lo mismo soñar, vivir o morir. Así que se asomó a la ruta, miró hacia ambos lados, pero no llegó a divisar a ningún vehículo a lo lejos. Entonces tomó una piedra achatada que encontró entre los pastizales. Le sacó filo raspándola contra el asfalto. Luego, con la avidez del que busca una verdad entre la confusión, tajeó con profundidad una de sus piernas. La sangre oscura serpenteó por su pantorrilla y el dolor se agolpó en todo su cuerpo con una certeza abrumadora. El sonido de su propio alarido lo despertó de su duda: no estaba soñando. Entonces, se arrancó la remera e improvisó con ella una venda con la que impedir que su herida siguiera sangrando.

Sintió por primera vez el esperanzador grito de la libertad. Un grito que se aquietaba frente a la triste incertidumbre de no saber a dónde o con quién ir. Se lamió las manos y aplacó con ellas el salvajismo de su pelo. Tenía que verse un poco más presentable para que algún viajante aceptara llevarlo. Con suerte, podría fingir haber tenido un accidente en la ruta para explicar sus heridas y su mal estado.

Rengueando, avanzó unos cuantos pasos sobre el camino hasta que a lo lejos distinguió la figura de una mujer. Pensó que tal vez se trataba de algo parecido a esos espejismos de agua que provoca el sol sobre el asfalto. Pero a medida que se acercaba, el contorno femenino se delimitaba más claramente frente a sus ojos. Corrió hacia él. Ya no podía percibir ningún rastro de dolor en su pierna. Cuando se encontraba a escasos metros de ella, trastabilló sobre sus propios pasos y cayó de un golpe seco. De cara al pasto, levantó rápidamente el mentón apenas rasguñado para buscar a la mujer. Pero había desaparecido del camino, no había vestigios de ella en ningún sitio. Allí recostado, lloró durante varios minutos. Sus brazos se humedecieron bajo el torrente vivo de sus lágrimas.

Frente a la duda insoportable de no saberse soñante o viviente, decidió buscar la manera más segura de acabar con la vacilación. Casi como una respuesta inmediata a sus pensamientos escuchó cómo el ronroneo de un motor se acercaba a marcha lenta. Sintió que el entusiasmo le vibraba en la sangre. Se levantó del piso y volvió a acomodar su cabello.

Un rojo rastrojero avanzaba hacia él con una lentitud que le resultó desesperante. Lo esperó sobre el costado de la ruta con los ojos humedecidos. Y cuando lo tuvo a escasos metros de distancia, se estancó delante del vehículo con los brazos abiertos en cruz.

El viejo rastrojero no llegó a frenar.

 

 

Semblanza:

Carla Demark nació en la ciudad de Buenos Aires en 1979. Es Profesora en Letras y Licenciada en Psicología de la Universidad de Buenos Aires.
Se desempeña como coordinadora de talleres literarios. Desde el año 2013 es seleccionadora y presentadora editorial de antologías de cuento y de poesía (ROI) para la editorial Dunken.
Como poeta y narradora, escribe desde muy temprana edad, lo que la ha llevado a participar en diferentes certámenes literarios en distintos países. A partir de ellos, sus obras han sido premiadas y publicadas en diversas antologías de cuento y de poesía.
En 2016 publicó su poemario Siete mil aleteos y en 2017 su libro de cuentos y relatos El laberinto de los otros.