Cuento «Porcelana» por Liliana Reynoso Díaz

Yo funcioné como mujer. Me dejé llevar como la florecita que desde niña me dijeron que era. Piernas juntas, espalda recta, manteniendo un gesto virginal en el rostro de porcelana. Detrás de la femineidad se escondía cierta actitud de soldado al acatar órdenes, de mantenerse inmutable. De ser una figurilla de aparador.

“Hay que aprender a ser mujercitas, sé coqueta, sé curiosa, sé discreta” me decían mi mamá y mis tías. Como bailando seguí esas enseñanzas. “Cocina rico, limpia bien, porque si no lo haces ningún hombre te querrá”. Esa idea me provocaba terror, la imagen de una mujer solterona e incompleta me amenazaba. No quería ser como la tía Cuquita, que por más sobrinas que tuviera, sentía que algo le faltaba; y terminar muriendo más de tristeza y soledad que de vieja y enferma. Afortunadamente, hice caso de las enseñanzas de mi familia, y sumados a mis encantos, dieron fruto, pues me casé con Rosendo, un abogado que trabaja en el mismo bufete que mi padre. Mis papás estaban contentos con nuestro matrimonio.

—Ahora debes ponerte más abusada que antes, hija, para tenerlo contento —me advertía mi madre cada vez que iba a visitarnos a nuestra casa de nuevo matrimonio.

Traté siempre de ser meticulosa y atender los gustos de mi marido. No tenía suegra por la cual preocuparme, era un ideal menos de perfección al que igualarme. Así que podría centrar mis cuidados a Rosendo y a los hijos que poco a poco fuimos teniendo. Ellos debían ser pulcros y hermosos, como todo lo que le gustaba a él.

Todo era bueno: buena mi casa, buenos mis hijos, bueno mi esposo. Pero a veces no sabía si yo lo era también. Hacía lo que las mujeres debemos hacer: tuve hijos, lavé, planché, cociné y fui amorosa. Aún así no era suficiente para evitar que Rosendo de vez en cuando me lanzara los platos con comida hacia los pies, mientras mis chiquillos veían quebrarse el plato. Eran momentos en los que la belleza se acababa. Ellos parecían tener miedo, pero entender lo que un rostro dice muchas veces es difícil.

Si pedía perdón él se enojaba, como si le molestara mi fragilidad, esa que tanto tiempo me inculcaron, entonces mejor me quedaba en silencio. En la noche se acostaba dándome la espalda, parecía una estatua caída, furiosa con la gente, pero que no dice nada.

—Ya no estés enojado, por favor.

Le decía quedito mientras lo abrazaba, y él se recorría para separarse de mí.

Pasaba el tiempo y se me fue olvidando qué era lo bueno, como si se quebraran los retratos y fotografías de mis recuerdos. Podía tener una casa bonita, un marido con buen trabajo y tres hijos inteligentes, pero poco a poco ellos empezaban a renegarme de la misma manera que hacía su padre. Mi casa se sentía fría aunque le pegara el sol, y yo pasé a ser un mueble. Rosendo me ignoraba como al florero feo que se deja en una esquina, evitaba mi mirada como se hace con la de un Cristo crucificado.

En mis entrañas se revolvía la tristeza y la amargura que me causaba la indiferencia de mi familia. Ni miradas de “buenos días, mamá”, ni humo de cigarro que pedía imperante un café para irse a trabajar. Era como si yo no existiera, como si fuera una bola de polvo y mugre arrinconada en una esquina. Mi abdomen ardía, sentía que se rasgaba. Quería gritar, regañarlos a todos, llorar como niña caprichosa, hacer que mi presencia se notara.

Ya se levantan para irse, agarran sus mochilas, su maletín, y yo sólo balbuceo, hasta que se pararon en la puerta.

—¡ROSENDO!

Lo último que sentí fue mi garganta rasposa, el frío del suelo y su aroma a limpiador.

Acostada sentí un pinchazo en el brazo, el alcohol me picaba las narices, y por un momento sentí lo que era la mano de mi esposo. Fue extraña y agradable esa sensación, ese gesto de su parte, que tenía ya tan olvidado.

Desperté sola, rodeada de camillas blancas y cortinas azulitas. Un doctor me dijo que tuvieron que quitarme la matriz, que algo dentro de mí reventó. No sentí feo, pues yo ya tuve a mis hijos, pero ¿dónde estaban ellos? ¿Dónde estaba Rosendo? Ni las enfermeras, ni el doctor supieron decirme algo, sólo que mi esposo estuvo conmigo en la ambulancia y que después no se volvió a ver.

Tuve que recuperarme viendo como los familiares visitaban a sus enfermos. Sonreí pensando lo bonito que sería ver llegar a mi familia con unas flores, y que entre abrazos y besos me preguntaran cómo estaba, que me extrañaban. Pero pasó una semana y la única visita que tuve fue la de los doctores para decirme que ya debía irme a mi casa porque ocupaban la camilla.

El viaje en taxi del hospital a mi hogar fue como un sueño. Recordaba cosas bonitas cuando arrancó el coche: mis hijos saludándome por la mañana, Rosendo diciéndome lo guapa que me veía, sus besos escondidos que antes de irse dejaban cosquillas de bigotes. Luego, mientras me acercaba a mi destino, veía todas mis restricciones: ahí estaba la tienda donde vendían el vestido rojo que Rosendo nunca me quiso comprar. “Parecerás una puta con él” me dijo. La florería de la que hace varios años no recibía un ramo. La fondita a la que siempre quise ir, pero Rosendo nunca nos dejó a los niños y a mí porque era de gente corriente. La casa de la vecina con la que ya no podía platicar, pues era una mujer sisañoza. Y por último, la ventana forjada a través de la que yo veía el mundo.

Me bajé del taxi y el señor se fue dejándome en la puerta de mi casa. De nuevo dudé, incluso frente a mi hogar, pero al final toqué la puerta y esperé. Nada. Toqué de nuevo, el metal retumbó para adentro.

—No le van a abrir, señito. La casa está desocupada porque la van a vender.

Me sorprendieron las palabras de la señora que barría. ¿Vender? Si no ha pasado más de una semana desde mi accidente.

—¿Cómo? ¿Desde cuándo?

—Pues hace unos cinco días yo vi al señor muy apurado junto con sus niños. Se oía un movedero de cosas, y al día siguiente vino una camioneta para llevarse los muebles y todo. —La señora se apoyó en su escoba, ella también parecía sorprendida por la velocidad en que pasaron las cosas. —Mire, hasta pegaron un cartel.

“SE VENDE ESTA CASA”

La señora se fue también, con una cara de “ni modo, así le toca a algunos”. Me asomé por la ventana, todo estaba vacío y sorprendentemente limpio. Vi a una mujer llorar en el reflejo de la ventana, en donde antes yo podía ver hacia afuera, y me dolía, me dolía mucho. Se miraba envejecida, con su carita roja. La escuchaba sollozar, entonces quise llorar junto con ella, y lo hice con tanta fuerza que me dolieron los cachetes y el estómago. De qué sirve tener hijos, si al final fue como no concebirlos, me quitaron lo que me hacía mujer. Para qué tener marido, si tan rápido se acaba el gusto de estar casados. De qué me sirvió que me enseñaran a ser mujer, si después de todo, aunque funcione, terminas quedándote como la tía Cuquita: sola, sin hijos ni marido. Como el jarrón feo que te regalaron, que con todo y pena, esperando que alguien se lo lleve, lo dejas en la calle abandonado.