Cuento «Perdidos» por Pepito Zapata (UAM-I)

Cuento seleccionado de nuestra convocatoria exclusiva para estudiantes de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa (UAM-I), en la Ciudad de México.

 

En un pequeño cuarto cuidadosamente arreglado, María de los Ángeles corre dando vueltas una y otra vez, pisando con más fuerza la alfombra, descalza. ¿Dónde está? ¿Dónde está? ¿Dónde podría estar?, se pregunta. Busca algo pero no sabe qué es. Sin ningún tipo de delicadeza, abre los cajones del mueble de noche, del ropero, del mueble que está debajo del lavamanos; pero no la encuentra. Nada, nada, se repite en voz alta.

Ahora comienza a examinar los lugares más improbables que aquel cuarto le permite: el tanque de agua de la taza del baño del cuarto. ¡Cómo nos fue a pasar eso! ¡Justo ahora! ¡Justo aquí! Atrás de las pesadas cortinas de terciopelo oscuro. ¿Qué se supone que voy a hacer ahora? No es justo, no se vale. Detrás de la televisión. El cuarto ya no es más el cuarto ordenado. Busca debajo del sillón y debajo de la gran cama. Busca algo que no conoce, no sabe dónde está pero la sacará −piensa− del problema en el que se ha metido. Se da cuenta del temblor de sus manos cuando tantea la alfombra por debajo de la cama. Nada. No encuentro nada, se repite; se convence de dejar de buscar la lámpara maravillosa y propone empezar a formular una solución.

Tu bolsa, Ángeles, tu bolsa. Sus cosas: bolsa, abrigo, ropas yacen todas juntas en el mismo suelo. Ya busca otra cosa entre sus cosas. Desordena, como el cuarto, su bolsa. Su mano se vuelve una cuchara que mezcla algún menjurje dentro del cazo, su bolsa, para crear la fórmula mágica que la liberará de aquello.

Se cansa de revolver. Decide vaciar su bolsa: estuche de lentes cae, una botella con agua, paquetes de klinex, labial, celular, pistola 9mm. Toma el teléfono y llama al contacto “Alberto”.

–Necesito tu ayuda ahora más que nunca.

*

José Luis confirmó la hora al salir de la sala. Qué larga película, pensó alarmado sabiendo que era tarde. Tomó de la mano a su acompañante. Me encantas, Ángeles, le dijo.

Salieron del cine, y después de la plaza en que se encontraba el cine, por la puerta de atrás.

Texcoco era una ciudad pequeña (o un pueblo grande) al que recurren todos los habitantes de los poblados vecinos cuando buscan diversión “primermundista”. Sus banquetas, aunque pequeñas, no son difíciles de transitar a esa hora.

El domingo vamos a Molino de Flores, dijo Ángeles. El domingo hay mucha gente, contestó José Luis, mejor un martes. Caminaron poco hasta la parada de las combis. El martes tengo que trabajar, mejor otro día, propuso ella. No pasaban las combis de la ruta que necesitaban, ya casi no pasaban combis. ¿Prefieres hacer otra cosa? Preguntó José Luis. Pero antes de que ella respondiera apareció el vehículo que esperaban. Hicieron la parada, subieron y se sentaron. Ahora sí, ella contestó: sí, pero en la casa se despiertan los niños. Ya sé, dijo él, los podemos llevar a otro lado… o ir nosotros a otro lado, mejor.

La camioneta en la que iban avanzó sin detenerse hasta salir de la ciudad (o pueblo), no había tráfico, no había pasaje, y siguió su camino por la carretera México-Texcoco. José Luis miraba por la ventana derecha: oscuridad y nada más. Mientras que, María de los Ángeles, sentada del lado derecho de la combi, miraba a su vez por la ventana izquierda: luces de postes, de carros y pasando eso, una oscuridad similar a la que José Luis veía por su lado.

Pasaron dos, tres pueblos, él pagó, pidió bajar en un puente y cuando el vehículo se hubo detenido, besó en el cachete a Ángeles, abrió la puerta y bajó. En lo que caminaba adentrándose en su pueblo, jamás se volvió para verla. La combi siguió su camino y María de los Ángeles bajó donde debía bajar.

**

Con los pies vibrantes y las manos con temblorina, María de los Ángeles espera, mira al suelo, espera, se rasca la cabeza, espera, se come las uñas, espera y mira el espejo de la habitación y el cuerpo desnudo que se refleja sobre la cama.

Un auto Datsun color azul vestido de tierra y polvo aguarda en la entrada del motel a que alguien lo atienda desde la recepción.

−Vengo a visitar el cuarto 3.

−Ese cuarto –dice la recepcionista− está ocupado, ¿lo esperan?

−Así es. –contesta el hombre del Datsun.

−Son cien pesos más por el otro acompañante.

−Pero sólo vengo un rato. Me van a dar algo y me voy.

−¡Ay, señor! –ríe la recepcionista−. ¿Sabe cuántas veces nos han dicho ese mismo pretexto y se quedan las cinco horas gozándola de lo lindo?

Al hombre del Datsun no le queda más remedio que pagar. El auto se acerca a la cochera 3 y un empleado le abre la puerta de guillotina y la cierra  cuando el auto ya está adentro. El empleado se acerca a la recepcionista.

−¿De qué tipo salió esta horchata?

−HMH –contesta la mujer.

***

Dentro del cuarto, María de los Ángeles escucha entrar al Datsun y quita el seguro de la puerta. –Alberto –grita− entra ahora, por favor –él lo hace−. Gracias por venir, no supe qué más hacer.

−¿Pero qué le pasó? –pregunta Alberto.

−Se me murió. Estábamos… haciéndolo; yo encima de él. De repente dio un gemido, puso sus ojos en blanco –yo pensé que estaba en pleno orgasmo− pero sentí raro, él se puso duro y… él dejó de estar duro. Traté de despertarlo pero no pude. Se me murió en pleno palo.

Alberto se toca la barbilla al pie de la cama mientras mira el cuerpo desnudo de José Luis. Piensa qué hacer con él, su amigo, piensa en dejarlo e irse los dos sin decir nada.

−¿Llamamos a una ambulancia? –pregunta.

−¿Quieres que me maten? Por supuesto que no podemos.

−¿Y si nos vamos? Lo dejamos como si nada, que ellos se hagan cargo de él.

−Ya nos vieron, Alberto, seguro pensarán que lo matamos.

−Y dudarían más de mí porque llegué después. Creo que deberíamos pensar más tranquilos y con la cabeza fría. Corre, métete a bañar.

***

La muchedumbre llegó al palacio municipal. Las banderas coloradas ondeaban con pereza. Alguien se levantó por sobre el gentío, le pasaron un micrófono y comenzó su discurso: “compañeros, compañeros…”.

José Luis y María de los Ángeles salieron de entre la multitud. Pasaron por la farmacia y de ahí se adentraron en un edificio rojo, alto, comparado con los demás edificios del centro.

−¿Nos vieron?

−Conque David Dávalos estuviera distraído ya la hicimos. A los demás no los conozco ni ellos a  mí. Ni siquiera viven en Texcoco.

María de los Ángeles comenzó a quitarse la ropa dentro de la habitación, sin ningún protocolo, se quitó la blusa y luego el sostén sabiendo por qué estaba ahí.

−Espera, Ángeles, antes tengo que darte algo –José Luis sacó de su portafolios una caja envuelta en un paliacate. María de los Ángeles deshizo el nudo, abrió la caja, y miró la pistola−. Es necesario, por si un día se entera mi esposa o alguien de la asociación. Siempre debe estar contigo, algún día de estos te servirá para salvarte.

***

María de los Ángeles salió del baño con el cabello mojado y la ropa puesta.

−Ahora ayúdame con él−dice Alberto−. Vamos a meterlo a bañar también.

Arrojan el cuerpo bajo la regadera y dejan que el agua fría caiga sobre él. –Trae su ropa, ahorita que lo seque lo vestimos.

−¿Qué tienes pensado?

−No lo sé, pero ahorita lo sabré… Ten, ponle su ropa.

Alberto sale del baño, busca, justo como Ángeles antes que él, algo que los librara de ese problema. Ha recorrido el cuarto –como ella− cuando descubre la 9mm tirada junto a la bolsa de mujer sobre la alfombra.

−¿Esto sirve? –pregunta con el arma en la mano.

−Sí –responde ella− él me la dio para defenderme.

−Pues quizás nos sirva ahora.

Los vivos alzan al muerto, bajan las escaleras y lo colocan en el asiento de atrás.

–Acomódate tú con él. Yo voy a ser su chofer. Acomódatelo como si estuviera dormido.

María de los Ángeles se instala en la ventana izquierda del Datsun y recarga a José Luis (o el cuerpo de José Luis) sobre su seno, de espaldas a ella. Alberto prende el coche, alza la guillotina y vuelve a entrar al choche para sacarlo de ahí. Ángeles acaricia el cabello del muerto como cuando se veían –como ese día− a escondidas de todos. La recepcionista levanta la pluma para que el carro salga, y cuando se ha ido dice al empleado: Falsa alarma, es su chofer.

−¿A dónde vamos?

Alberto no contesta. No sabe. Sólo conduce el Datsun por la carretera con dirección a Texcoco. Por fin sabe lo que busca. Estuvo al lado de él todo este tiempo. La noche ya comenzó. Orilla el coche, voltea su atención a Ángeles y pregunta: ¿Lo que sea?

−¿Perdón?

−¿Lo que sea por salvarte?

−Sí. Pero no te entiendo.

−Que si estás dispuesta a hacer lo que sea con tal de salvarte. De la esposa, la policía, de la organización ¿lo que sea por salvarte?

−Sí.

Alberto mete el Datsun en el camino del ferrocarril, entre a los matorrales. Sacan el cuerpo, uno por los pies, y el otro por los hombros. –Recárgalo ahí− dice Alberto. Saca el arma y apunta –perdona, mi amigo. Tú harías lo mismo por mis amantes− y dispara.

***

Las autoridades bloquearán la bajada. Un par de hombres forrados de cabeza a pies, color blanco, entrarán al arroyo verde, casi negro, apestoso como ellos creerán que apesta el infierno. Ambos se agacharán como haciendo sentadillas, y levantarán un cuerpo en estado de putrefacción, embarrado de tierra (o caca) y lo sacarán del arroyo perpendicular a la carretera. “Disparo en el corazón”, anotarán. Se lo llevarán para ver si es alguno de los miles de desaparecidos que pueblan los rincones perdidos del estado y que no son nada más que nombres anotados en sus listas.

 

Semblanza:

Nació en Acapulco, el 22 de enero de 1995. Fue parte de la primera generación de Red de Letras y en el 2016 participó en el Festival Cultural Interfaz. Es editor de la Revista Asalto y estudia la licenciatura en letras hispánicas en la universidad Autónoma Metropolitana – Iztapalapa. Fue becario del Programa de Estímulos a la Creación y Desarrollo Artísticos del estado de Guerrero (PECDAG) y su libro Autopista del Sol fue seleccionado para formar parte de la colección editorial de la Secretaría de Cultura de Guerrero