Cuento «Pasaje urbano» por Lorenzo Shelley

En lugar de ser producto de fuerzas de desorden indiferente, él nació y vivió en una pequeña porción de tierra que, después de desidiosos cálculos urbanísticos, había sido designada para tales motivos tan de segundo plano, tan de fachada. Sus dioses: unos niños sin juventud adornando el escenario de sus juegos grises, su origen: exactamente, tenía un origen y un propósito, muy poco se dejaba a la improvisación. Todo en él estaba mal, por eso, después de esa segunda cerveza, le puse la correa que mantuvo hasta el final de sus patéticos días.

No desilusionaba ver que nadie notaba su presencia joven, poco imponente, que no exhibía un fuerte tronco de altura mayor (y tal vez por eso destacable) a la del humano promedio. Si los ejemplares más impresionantes no llegan a ser más que atracciones turísticas o mesas elegantes, es lógico que un tallito en un tiempo cualquiera no lograra girar una sola cabeza. Sin embargo, crecía despreocupada la pequeña pizca de juventud.

Llegó el momento cliché, sin aplausos, el paso de la inmadurez a la plenitud, a los años donde todo ser vivo es lo más capaz que puede ser. Y así, el recién consolidado árbol produjo encuentros en lugar de frutos, tan sublimes como su contexto podía ser.

Un perro orinó sus raíces. En su tronco, unos pubertos de sexualidad contenida tallaron sus iniciales, dejando una herida que se abrió como carne viva para luego ennegrecerse y parecer más una declaración fúnebre. Una señora, de unos treinta años, sin cabello, tal vez con cáncer, lo abrazó y lloró alrededor de dos horas.

También estaban las visitas usuales: el despreocupado trabajador que le dedicaba un par de rociadas de su manguera, los pajaritos que se posaban en sus ramas, calculando la posibilidad de lograr llevárselo al levantar el vuelo, el jardinero que oprimía su crecimiento en pro de la estabilidad humana…

A decir verdad no recuerdo si fue el efecto del constante asco que me provocaba abrir mi ventana y verle ahí, tan domesticado, o si fue un día en específico, donde el aullar de los changos del concreto fue particularmente molesto y mis ánimos no me permitieron tolerar un día más en un mundo donde yo viviera tan cerca de semejante ente tan malogrado. También pudo ser el miedo que en aquella época me provocaba el comenzar a dar por certera la declaración de que en mi ventana, día con día, presenciaba una concentración de la generalidad menos artística, es decir, que el ser vivo vive pese a todo, se acostumbra con tal de no perecer. Finalmente, también acepto como posibilidad el que haya iniciado aquel incendio por la negación que brotó de mi orgullo. No podía tragarme el planteamiento de que ese árbol fuese un espejo.

Lo que sí recuerdo es la ceremonia que me obligué a dedicarle. Me senté junto a él y le expliqué que nadie era responsable directo de su situación, me disculpé por no poder decirle si existiría o existió un lugar donde lo natural y lo humano pudiesen vivir sin tener que humillarse el uno al otro. Le hablé de la caza por diversión, de los zoológicos y de los mataderos. Tomé la palabra antes de que pudiese señalar tal guerra como cargada de injusticias sólo por parte de un bando y le conté sobre los efectos fisiológicos que los humanos no podían evitar tener y que solían ser sumamente contradictorios, le narré el supuesto inicio de la humanidad y cómo en aquellos tiempos y durante los siglos siguientes el hombre se rompía frente a la enfermedad y los cataclismos, le hice saber que consideraba que tantos años de perder nos llevaron a diseñar tantas y tan diversas maneras de ridiculizar a elementos como él.

Pero, en especial, le hablé de la muerte humana. Con todas mis fuerzas traté de transmitirle lo que era morir para nosotros, inventé algunos símiles, desarrollé anécdotas de soberbios envejeciendo y cadáveres andantes. Me consuelo pensando que, si yo puedo imaginar lo que es no ser humano vivo, él pudo imaginar algo similar a ser humano.

Lo llené de gasolina hasta que pareció un bebé recién nacido. Aquellas hojas caídas por el peso del líquido que goteaba hacia el piso se transformaron en la concentración de todo lo que concebía como la situación actual de mi especie. Ardió con inocencia, no parecía saber lo que estaba pasando. Destruí a golpes lo que quedaba de él después del incendio.

En muerte y vida fue un escenario débil, que no logró romper el modo automático. Como las llamas no se propagaron, nadie llamó a los bomberos, a nadie le importó que faltara un árbol en el trayecto que realizaban diariamente. Los manguerazos fueron a parar al graffiti de la pared y la única mención que el árbol recibió fue la de uno o dos vecinos que sin emoción notaron su ausencia y después se alegraron al pensar que tendrían un nuevo tema de controversia políticamente correcta en su repertorio de conversación.

Pese a mostrarse alejados de una narrativa moral típica por estar sobrepasados por la existencia, sé que tanto Mersault como Haller pasaron momentos de arrepentimiento. Lo sé porque yo los he pasado desde que incendié a ese engendro. A veces me digo que no debí de haberlo hecho, que ese destino le pertenecía a algún hombre, a cualquier hombre, a ningún hombre, a mí, al Hombre. No pude inflamar a mi raza y se lo hice a una de sus mascotas, es entendible, yo también estoy domesticado.