Cuento «Parpadeos» por Jorge Evangelista

Un parpadeo dura 400 milisegundos. Casi medio segundo. Parpadeamos unas veinte veces al minuto; más cuando conversamos, menos al leer. El parpadeo ha hecho que me pierda diez minutos al día de mi vida. Son momentos que no veo, que suceden ante mis ojos y que pasan totalmente inadvertidos. Pura imposición fisiológica. Sería bien simple la solución, pienso yo; que nuestros párpados fueran transparentes. Así, al bajarlos, no dejaríamos de ver. Como los tiburones.

Hubo una época, cuando era un adolescente, cuando mis ganas por vivir eran las de un joven enamorado y dopaminado, en que me negaba a perderme esos diez minutos al día de mi vida (también podríamos ser como las serpientes o las abejas, que no tienen esa necesidad vital de lubricar los ojos). Calculé que, si vivía hasta los ochenta años, la suma de todos esos parpadeos haría que no presenciase un total de doscientos días de mi propia vida. Más de seis meses de oscuridad. Por ello, comencé a bajar mi tasa de parpadeos: diez parpadeos al minuto. Siete parpadeos al minuto. Cinco parpadeos. Tres. Llegué a reducirlo a un parpadeo al minuto. Esto requería un gran esfuerzo. Apenas podía estar pendiente de las conversaciones que presenciaba o de las lecturas que escogía, ya que debía prestar toda mi atención a controlar los músculos del párpado (oculomotores), que no son pocos. Escogí entonces otra técnica. Alternaba los parpadeos por medio de guiños. Siempre había un ojo abierto. Nunca cerraba ambos al mismo tiempo. Fue un tiempo feliz. Maravilloso. Todo aquello que ocurría en mi vida podía contemplarlo. La gente me preguntaba, ¿qué haces con tanto guiño?, y yo decía, vivir. 

Hasta ese momento, las personas que parpadeaban mucho me parecían tristes, vanidosas. Desconfiaba de ellas. ¿Qué hacen mirando si no quieren ver? Gente que vive sin estar. Estar sin ser. Ser sin ver… Pero, claro, uno nunca deja de aprender, y hubo un tiempo en que me deprimí. Deseaba desaparecer; no ver, no ser, no estar. Quería que los días pasasen rápido para llegar a la cama y cerrar mis ojos durante horas. Por el día, trataba de parpadear constantemente para evadirme del mundo. Hasta trescientas veces al minuto. Mi vida era como una película muda antigua, donde se aprecia el paso de cada fotograma.  

Cuando me recuperé, supuse que volvería a ser el mismo que había sido; ansioso por admirar. Pero me di cuenta de que ya era tarde. Había perdido el interés por la vida, sus paisajes y su gente. Ya lo había visto todo. Amaneceres. Guerras. Sonrisas. Llantos. Conocía todos los colores, de los más fríos a los más cálidos. 

Hoy en día, viejo y agotado, alargo mis parpadeos todo el tiempo que puedo y sueño en mi oscuridad. Solo abro los ojos lo justo para no tropezar. Paso sentado días enteros, con los párpados bajados. Simplemente escucho. Los sonidos son mucho más sutiles y complejos que las imágenes, tan estáticas y previsibles.

Y así espero impaciente por ver el día en que mis párpados, como el telón final de una obra, bajen definitivamente ante mis ojos.