Cuento «Olor de alcatraces» por Abraham Aguilar

Mamá no sale mucho desde el accidente. Solía trabajar como empleada doméstica de sol a sombra casi todos los días de la semana; pero ahora se limita a ir del cuarto a la cocina, como desesperada. Yo pienso que tiene una pequeña ansiedad por mantener todo limpio, por ello no me sorprende encontrar el piso oloroso cuando llego de hacer los mandados, como hoy. Mientras avanzo por el pasillo, oigo llorando a mi hermana en su cuarto, cobijada de polvo y oscuridad. Andrea no puede salir a la calle, ni lo desea.

Siempre tuve muy buena relación con ella: desde pequeños fuimos bastante unidos y me destroza verla triste. Además, me siento muy culpable por su dolorosa situación… y esa sensación me aplasta como una mole de acero. Por lo tanto, a veces la acompaño en sus lamentos que tienden a ser más fuertes en la noche, cuando ni yo puedo dormir a causa de las pesadillas que se me suben a los párpados.

Llego a la cocina y, luego de poner las bolsas del mandado sobre la mesa, le pregunto a mi madre si es que tuvo tiempo de regar las plantas del jardín. Ella no me responde, pues sigue moviendo los trastes de la vitrina, como arreglándolos cuidadosamente. Voy hasta ella e intento darle un beso en su mejilla desfigurada, o al menos tener un mínimo contacto con su piel, pero me esquiva con una actitud hostil y una mirada de resentimiento. Puedo oírla murmurar algo, quizá la oración del mediodía. Derrotado camino hacia el jardín. Veo la maleza invadiendo el espacio de las plantas que mi madre, en sus tiempos libres, solía cuidar. ¡Hoy debo hacerlo yo, pues ni siquiera sale al patio! El sonido de las tijeras de jardinería, mientras corto los arbustos, me recuerda al lamento del coche girando sobre la carretera. Aunque también a las pinzas que los bomberos usaron para sacarnos de la masa de fierro, vidrio; dolor y llanto. Era un sábado de diciembre por la tarde e íbamos a una posada en el pueblo vecino. Recuerdo que el cielo tenía el color de las brasas moribundas y hacía tanto frío que tuve que encender el aire acondicionado.

            —¿Dónde pasaremos Navidad? —preguntó mi hermana, como si tuviéramos muchas opciones. En la radio sonaba una vieja canción de Maná que empecé a tararear.

            —Con tu abuela, con Mamá Gloria… —respondió mamá desde el asiento del copiloto, sin perder la vista del paisaje boscoso. ¡Era obvio que hablaba de mi abuela materna! Mi papá nos abandonó hace catorce años. Por lo tanto, la relación con mi familia paterna se volvió casi nula y tan gris como las nubes que, ese día, avanzaban veloces sobre el monte. Pronto, la lluvia y un suave viento empezaron a gobernarlo todo. Las curvas eran sinuosas y los vidrios del auto se empañaron… ¡La maldita canción se acabó justo antes del impacto!

¡El sonido de las tijeras de jardinería es horrible! Las tiro al suelo cuando veo que he cortado los alcatraces sin siquiera haberme dado cuenta. ¡Mamá me va a regañar! ¡Son sus favoritos y ahora los he cortado todos! Agarro los alcatraces y pienso en la forma de disculparme por haberlos matado. ¡Ya sé! ¡Se los entregaré! ¡Los pondré en un florero encima de la mesa para que embriaguen la cocina con su aroma! Regreso al interior de la casa solo para darme cuenta que mamá está en su habitación, recostada y callada… entonces cambio de idea y le pongo los alcatraces opacos junto a la entrada, para que los vea al salir. Me dirijo al cuarto de Andrea que luce cerrado. Toco la puerta hasta que las paredes dejan de emitir su lamento.

            —¿Qué te gustaría comer hoy? —le pregunto. Últimamente yo cocino.

            —¡Lo que tú quieras! —balbucea con indiferencia.

            —Mañana es seis de enero. ¿No les vas a pedir nada a los Reyes Magos?

            —Les voy a pedir unas piernas nuevas… —responde ella sin aliento. Luego empieza a rezar.

En el accidente, cuando aquel tráiler apareció frente a nosotros, los empañados vidrios del parabrisas salieron gimiendo en dirección a nuestras caras. ¡Yo perdí un oído y parte de la mejilla! Todavía recuerdo el aroma a gasolina y a llantas quemadas; luego, el olor a sangre viniendo de todos lados y el ruido sordo de muchas cosas al mismo tiempo. Vi a mamá encogida en el asiento del copiloto con los ojos abiertos, mirándome; había una lágrima solitaria bailando en su mejilla y un río de sangre en su mano derecha. Vi a mi hermana, con la frente roja y brillante, en una posición incómoda aferrándose a su celular. ¡Yo no lucía mejor que ellas! Creo que pasó una eternidad hasta que las ambulancias llegaron, aunque a lo mejor solo fue cuestión de minutos. ¡No sé! Vuelvo a la cocina que ya huele a alcatraces. Allí está mamá, sentada a la mesa contemplándolos dentro del jarrón cristalino y me pregunto si ella los puso allí, o si lo hice yo sin darme cuenta. Luce sonriente y recuerdo que así no la veía desde hace tiempo.

            —¡Están preciosos, mi amor! ¡Me encanta su aroma dulce!—confiesa con dulzura. Toca las flores con delicadeza, como si estuviese acariciando mi rostro a los cinco años, cuando me dijo que tendría una hermanita.

            —Mamá, los corté por accidente —le digo la verdad, pero ella guarda silencio. Veo que las flores han empezado a marchitarse—. ¡Estoy preocupado por Andrea! ¡No me gusta oír que llora todo el día!

—¡Hijo, ella se acostumbrara! Dejemos que Dios la ilumine de nuevo… —responde. Por primera vez en mucho tiempo veo a mi madre despreocupada. Le sienta bien ver sus flores favoritas y degustar su aroma.

—¡Mamá, todavía me siento culpable por lo del accidente! —repito. Ella me contempla con unos ojos nublados y melancólicos—. ¡Si hubiera puesto atención en la carretera, hoy Andrea podría caminar y salir a la calle! Y tú no tendrías que avergonzarte por las cicatrices de tu cara. —La tristeza y las lágrimas empañan mi vista.

—Fue un accidente, hijo. ¡Las cosas pasan por algo! —Me acaricia y limpia una de mis lágrimas—. ¡No llores, Luis! ¡No llores si me amas! Quiero verte tranquilo, hijo. Oye, corazón, me llevaré esto a mi cuarto, a ver cuánto me duran. —Y se retira con el florero de alcatraces, dejando la cocina tan fría como mi alma.

Preparo la comida y pongo la mesa para tres personas. Luego de comer, decido salir a la calle para distraerme un poco y alejar ese aroma dulzón a flores impregnado en la ropa. Camino lento, dado que todavía me duele la cadera por el accidente. La gente del pueblo esquiva mi mirada y susurran cosas al verme pasar. Creen que no debería estar aquí. Creen que mis tripas debieron cubrir el asfalto esa horrible tarde de diciembre. Piensan que debo estar poblando una tumba con la misma mueca. Y yo también me martirizo con esa posibilidad, pues la idea de la muerte sigue viva en mi mente; aunque pensar en la sonrisa de mamá al ver sus flores me reconforta un poco.

Sé que aquellos alcatraces no le van a durar mucho, pues ya habían empezado a morir; así que voy a la florería y pregunto si tienen. La encargada me vende tres de buen tamaño que parecen artificiales, dado el brillo que los recubre y el olor que supuran.

—¿Cuánto cree que duren así de bonitos? —le pregunto a la mujer.

—¡Por mucho, una semana! —responde. Pido también una docena de rosas blancas. Le digo que me ponga los alcatraces y las rosas por separado, porque unas son para mi hermana y otras para mi madre. Al mencionar eso, me ve con una sensación que no puedo definir. Salgo de la florería y camino, pronto llego a las puertas del panteón. Desde el interior me llega el fuerte olor de alcatraces. Entonces recuerdo cuando desperté en el hospital, minutos antes de que el doctor me dijera: Lo siento mucho, su hermana y su madre murieron al instante.