Cuento «Olimpo» por Melissa Cammilleri

I

Las botas negras vuelven y luego se van, cada tanto regresan. Manuela está esperando una respuesta, un algo que le dé una señal de esperanza, una rendija de luz que entre por debajo de la puerta o, aunque sea, un mísero pedazo de pan. La frazada apenas le cubre el torso y las rodillas. Siente dolor. Un dolor punzante en la cabeza y el vientre. El taconeo de zapatos es intermitente, a veces suena más fuerte y se acompasa con los sonidos que vienen de adentro suyo. «Mi panza no deja de crecer, cuánto más crecerá, voy a reventar como un globo», se dice a sí misma, mientras trata de dormir. Ayer entraron y la golpearon, la amenazaron diciéndole «irrecuperable, nunca te va a conocer », «no va a saber quién sos», «ya va a andar afuera, jugando y mamando de otra gente». Manuela, al recordar, llora.

II

El olor a neumáticos chamuscados que viene del patio la despierta. Es un olor penetrante, lacerante, le arden los ojos. «¿Qué andarán quemando hoy?», se pregunta. «A quién, che», le corrige su compañera de habitación, Lucía. Un pie, sin bota, le golpetea la panza.

III

Por la mañana, las botas de cuero negro entran y se la llevan. La arrastran por el pasillo hasta el pabellón central, la zamarrean y la suben por unas escaleras estrechas, muy estrechas. Siente que se va a caer y va a rodar escalón tras escalón hasta estrellarse en el piso, reventándose como un huevo. Se detienen en una salita sucia. Uno de zapatos blancos la acuesta en una cama, le abre las piernas. Manuela no quiere mirar a nadie a los ojos, no puede. Si lo hace, le había dicho Lucía, los recordará para toda su vida. En su lugar, grita.

IV

Manuela está esperando a que se lo devuelvan, acostada sobre el suelo y envuelta nuevamente en su frazada. Ahora le llega un poquito más abajo, hasta las pantorrillas. «El vientre me duele todavía, pero se desinfló», observa. «Cualquier globo o monte puede desinflarse, incluso el Olimpo», pensaba extenuada, febril. Las botas no regresan en todo el día. A la compañera se la llevaron ayer. Todavía resuena en su habitación, su pequeño refugio desnudo, los «¡mamita, ay, mamita!» que escupía Lucía mientras las botas la tomaban por el pelo y cerraban la puerta tras de sí. Manuela, espera. Nadie regresa durante toda la noche, o día, ya perdió la cuenta. Se acomoda un poco la frazada, y duerme.