Cuento «No tenemos un lugar» por Juan Matías Vasquez

Como Oscar estaba cansado, se detuvieron en plena peatonal. Se preguntaban porqué todos los miraban con asco, pero sonrieron fingiendo que no les afectaba. Aquella semana, él habló con decenas de caseros, pero nadie aceptó alojarlos. También suplicó a amigos y familiares, pero ellos, movidos más por el miedo a ser reconocidos como benefactores de tal abominación, permanecieron en silencio. Hasta que una mañana brillante, alguien, secretamente, casi con vergüenza, les dio una dirección.

Después de recorrer toda la ciudad, encontraron aquella pensión en un barrio de mala muerte. Ambos caminaron con la frente en alto, como si amarse no fuera el pecado que horrorizaba a los demás, sino otra cosa. Una más sutil. Cruzaron el largo pasillo llenos de esperanza, pero Humberto, el dueño de las habitaciones, les cortó el paso. Oscar intentó en vano darle razones, las había expuesto todo el día, pero el otro se demostraba impasible al hablarles del buen nombre del establecimiento y de sus inquilinos como gente trabajadora y decente. Todos asomaron brazos, patas peludas y prótesis a través de las ventanas, más por morbo que por curiosidad. Porque en una cuidad repleta de androides, animales antropomórficos y humanoides alterados genéticamente, ellos eran aun más abyectos y detestables. Se los consideraba casi un mito, o peor aún, un pecado innombrable.

Pero Humberto no pudo negarle el hospedaje a aquellos ojos llorosos. Vio de reojo a Marta, su pareja desde hace ya tres años, reclinada sobre su plato y pensó: esa indiferencia no es buena. Les dio el sí y cruzaron agazapados el largo pasillo ante la mirada de los seres más evolucionados, tan hiriente como el dolor de una especie brutalmente asesinada.

Oscar le apretó la mano y Humberto sintió ganas de vomitar. Ellos reían y Humberto se preguntó si hacia lo correcto. Cuando volvió a verlos, algo le revolvió en las tripas.

El dueño los vio entrar y abrazarse. Parecían llorar pero era un llanto extraño porque sonreían. Y se besaban. Y Humberto se tapaba con ambas manos la boca para no vomitar. ¿Cómo ese hombre puede compartir la cama con algo tan grande?

Y Humberto pensó en su Marta, tan pequeña y frágil.

Regresó a su propia habitación dejando a aquellos monstruos, porque así los llamaba la prensa. Decían que eran arcaicos, que nunca serían libres, por eso todos los odiaban. Quizás, sin entender qué cosa odiaban de ellos. Era más, una especie de costumbre.

Sumido en estos pensamientos fue que Humberto entró a la habitación. Cuando Marta bailó frente a él, supo que había tomado una mala decisión. Regresó sobre sus pasos y sacó de la habitación y, tirándole el dinero en la cara, los llevó a empujones hasta la calle.

Oscar lo miró con la muerte de la humanidad en los ojos, la mujer embarazada a su lado lloraba en silencio.

—Perdoná, amigo —dijo Humberto— pero lo que hacen no es normal, ustedes saben cómo son las cosas.

Oscar y su mujer se miraron. Humberto continuó:

—En la tele dicen que ustedes no respetan la normas de natalidad y siendo sincero… —Humberto miraba el suelo avergonzado— creo que lo que hacen es asqueroso.

Oscar y la embarazada se perdieron en las calles de la gran ciudad.

Humberto no recordaba que las cosas fueran de otra manera. La realidad parecía un país lejano. Aquel problema había terminado, y ahora le quedaba un largo camino a casa.