Cuento «No te quedes en un lugar más de un año» por Juan Sebastián Casas Ortiz

De los labios de mi abuela salía el aliento a cloaca que vencía mentas y cremas dentales. No obstante, más allá de la polución que emitía, lograba captar mi atención. Me envolvía en sus memorias transportándome a ellas, haciéndome su personaje, excitando mi ser etéreo y corpóreo. Gracias a ella aprendí de artes, literatura, de sexo y del nomadismo. “Nunca te establezcas, nunca te quedes en un mismo lugar más de un año”, me decía.

Su nombre era Valeria. La última vez que hablé con ella tenía 55 años y vivía en la mohosa y atrevida Bogotá de la década de los ochenta. Yo tenía apenas 15, piel suave, senos en crecimiento y curiosidad, mucha curiosidad. Mis padres me sobreprotegían, pero mi abuela me abría el mundo con su palabra; a escondidas de ellos, claro está. Ella no tenía pelos en la lengua, como dicen por ahí. Tuvo la oportunidad de estudiar en la universidad gracias al apoyo de sus padres y, después del embarazo, a sus influencias. Allá conoció al que fue el padre de mi mamá, me contó en una de las frías tardes bogotanas. Jamás lo volvió a ver después de esa noche. El suceso fue muy rápido: pantalones y calzones a las rodillas, sobre el suelo sudoroso de la casa de Rubencito, un compañero de facultad, cuatro o cinco embestidas, y final.

Dos años después conoció a su esposo. Ocultó por un tiempo a mi mamá, y cuando lo tuvo entre sus tenazas reveló que no era virgen, que era madre y que no tenía apoyo para sus estudios en Filosofía y Letras, el cual había perdido por el embarazo. Don Aristo, sometido al encanto de la cintura, la sonrisa y la coquetería de mi abuela, no pudo dejarla ir. Él le pagó el resto de semestres en la Universidad Santo Tomás.

Al graduarse mi abuela sentía orgullo no sólo de su título, sino de haberse acostado con un número imposible de profesores y compañeros, de haber disfrutado de ellos y de ella. Nunca lo hizo público, pero a mí me lo contó todo. Por eso me recomendaba: “No te quedes en un lugar más de un año”. Y si bien mi abuela no viajó lo suficiente en el sentido estricto de la palabra, cuando se refería a viajar, se refería a hombres. Los consideró, antes, y luego de la muerte de don Aristo, lugares desconocidos.

Aquella última vez me contó sobre el viaje al que llamó “viaje de cierre”. Lo había conocido en el Café Pasaje en el año 1977. Él había venido por cuestiones de trabajo, era joven, de rostro limpio y rasgos hercúleos. La hizo sentir Fanny Hill. Tersó sus nacientes arrugas y la hizo preguntarse sobre sus viajes anteriores: “La verdad no sé si eran dignos de llamarlos viajes, mija”, me dijo.  

Sus besos le impregnaron el sonido de la arena; sus caricias, ásperas y poco finas, la transportaron a la rudeza del océano; sus músculos de carbón la sometieron, la hundieron, la elevaron, la anularon y la aprobaron; su sonrisa, blanca como la nieve del nevado de Santa Marta, la hipnotizó, la hizo sentir pura entre la viscosidad de fluidos que parecían no agotarse; su piel ígnea la quemó y derritió; su instrumento, cual batuta, le ordenó cómo moverse, cuándo hacerlo, dónde hacerlo. Todo estaba aún en ella. Lo relató en pasado, porque para ella el pasado había que narrarlo así: concluido. “El imperfecto no concreta el final”, decía. Pero su piel seca, que al instante se empapaba en sudor, la desmentía. No estaba concluido.

Cada encuentro con Fausto la llevó a un lugar diferente del territorio colombiano sin necesidad de salir de una cama, un baño o un pasillo. No importaba la dilatación del acto, ella estaba siempre en el punto de expansión para recibirlo.

Con 15 años yo la escuchaba atentamente. Me imaginaba, me convertía en mi abuela Valeria en esos instantes en que mi nariz olvidaba su aliento fétido y se dirigía al cuerpo de Fausto. Mi noble vagina, incontrolable para mí, pero no para los propósitos mefistofélicos, se humedecía con desgano.

Ese día no le dije nada a mi abuela. Fue la primera y única vez que me pasó con uno de sus relatos. Justo el último. Me despedí sin saber que no volvería a escuchar los pliegues de su boca ni a respirar el aire que producía. Sin embargo, ella no está muerta. Vive en mí cada vez que salgo de viaje, cada que leo o escribo, como en este caso.


Semblanza:

Juan Sebastián Casas Ortiz (Colombia, 1994). Licenciado en Lingüística y Literatura egresado de la Universidad La Gran Colombia. Estudiante de la Especialización en Creación Narrativa de la Universidad Central. Actualmente trabaja como corrector de estilo.