Cuento «No llegaré a tener un  triceratops» por Alejandro Rosen

Mi padre ha muerto e impedirá que yo tenga mi triceratops. Cientos de veces me dijeron que la gente de bien no odia a los muertos, que no se les debe odiar pues han hecho lo mejor que podían en un contexto determinado. Pero yo lo sigo haciendo, sigo odiándolo y ese sentimiento me traspasa sin que pueda evitarlo. Y más al pensar que no llegaré a tener mi triceratops. 

He tratado de impedir que mi padre cayera aquí, conmigo. Les dije que no, que le hicieran un funeral donde dijeran que fue el mejor hombre del mundo y que lo enterraran junto a mi madre. Que no quiero tenerlo cerca. Pero supongo que no me escucharon, o no les importó lo que les dije y lo arrojaron, si no a mi lado, al menos cerca de mí. 

He de reconocer que no es factible un encuentro con él. Yo me encuentro en las capas más profundas de este universo marrón. Me encuentro más emparentado con los trilobites que con los dinosaurios que ríen y corren obtusos persiguiendo un balón pensando que su estancia aquí es pasajera. Me paseo en lo turbio de un cretácico que apenas recuerdo y que voy alterando con mi presencia. Mi padre es un recién llegado, un bruto que apenas ayer intentaba caminar erguido en un mundo que nunca llegué a conocer o imaginar del todo; un bruto que apenas conoce las reglas de etiqueta.  Me molesta pensar que siga emponzoñando mi espacio, que su cuerpo se mezclará con el ámbar, y a la larga conmigo mismo. Coloco mi oído contra el frío concreto que seguramente pertenece a mi lápida. Y allí está. Es un sonido lejano, como una locomotora que aún se encuentra lejísimos, o como el  quejido de un hipopótamo que se acurruca en la certeza de la muerte pensando en el segundo movimiento de la sinfonía número 40 de Mozart. Es un sonido lejano, pero por medio de éste y de forma indiscutible se puede advertir a  mi padre golpeando a mi hermano, o rascándose el trasero mientras se pasea en calzoncillos por donde se encuentre.

Todos cuantos me rodean saben que quiero un triceratops bebé, que desde que llegué aquí ha sido mi sueño lanzarle varas y que el animal me las traiga de regreso mientras mueve el rabo y acerca su cabezota para que le brinde caricias. Hacerle una casa de madera, ponerle un nombre chistoso. Que se eche en el tapete de mi sala mientras veo el televisor. Quiero mi triceratops, pero con la presencia de mi padre sé que esto será imposible. Tal y como lo hizo en vida se las ingeniará para hacerme la estancia aquí imposible; para que sea infeliz. Y qué mejor garante para ello que no tenga mi triceratops. Lloraré, y mi padre, desde el lugar donde se encuentre, gritará “¡no!” de una forma contundente, semejante al sonido de un baúl viejísimo que se cierra para siempre; la última paletada de tierra sobre una tumba. Gritará como si nos encontráramos en la casa que compartí con él cuando era niño. Gritará sin saber dónde me encuentro o qué es lo que deseo. Como es costumbre en él, lo que le importará es coartarme, saber que me controla, que no importa lo que haga siempre estará para hacerme la vida imposible. ¿Por qué me dice que no, si lo que quiero es aún más accesible que dos bolas de helado de vainilla sobre un cono? ¿Por qué me niega algo que a él no le representa malestar alguno? Sencillamente porque él es malo, no hay otra razón. Ese “no” gratuito y mezquino implica no solamente un impedimento para poseer aquello que tanto deseo, sino también que tenga un objetivo para levantarme de este caldo prebiótico y humeante, para que tenga el valor para transformar mis aletas en diminutas patas y  adentrarme en la tierra;  para trepar por los árboles, andar erguido  y finalmente poblar con mi descendencia este planeta. Eso ya nunca podrá suceder. Al final quizá sea lo mejor. Yo seguiré absorto aquí, apenas moviéndome, flotando desnudo en mi odio primigenio. Ya no quiero nada. Y a mi triceratops y a mí no nos quedará más que alejarnos con lentitud, volteando de cuando en cuando, sabiendo —triste consuelo—  que de cualquier manera el inminente colapso de un meteorito en la Tierra impedirá que lleguemos a encontrarnos. 

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