Cuento «No hay más lágrimas para llorar a los muertos» por Salud Ochoa Sánchez

-Entiérralo ya, Alfonso, déjalo marcharse ¿no ves que quiere irse de una buena vez? Quiere desprenderse de este mundo. Déjalo que abra las alas, que vuele lo que tenga que volar, que busque, que escarbe, que llore  y encuentre lo que deba encontrar.

Isidro tomó del brazo a su hermano y lo ayudó a ponerse de pie. Apenas pudo sostener el cuerpo del hombre que parecía haberse convertido en un muñeco de trapo a causa del dolor y la desesperación. No recordaba haberlo visto así, debilitado casi vencido, pero lo comprendía. La muerte de su único hijo era motivo suficiente.

La gran tormenta después de la larga sequía había arrasado con todo, incluso con la vida de algunos.

Caminaron entre las plantas secas y las cruces; atravesaron los cuerpos que se paseaban por el camposanto intentando recordar lo que fueron y el motivo por el que aún permanecían tan lejos de dios y tan cerca de los hombres. Isidro y Alfonso se recargaron uno en el otro, tropezaron con las piedras, pisaron el cascabel de una víbora, sus pies se enredaron en la yerba, se persignaron al unísono al pasar junto a la tumba de su madre, brincaron un charco, cruzaron la cerca de alambre, los pasos tambaleantes marcharon confundidos y se fueron con rumbo a la montaña.

En el camino hablaron de la última cosecha, del frijol enfermo y el maíz ahogado por la lluvia; de la harina cada día más cara, del escaso pinole, del piso de tierra de las casas, del frío que empezaba a calar hasta los huesos, del agua contaminada, la madera robada y los niños desnutridos, los perros flacos, las mujeres tísicas, los hombres tuberculosos y los viejos perdidos en la neblina de las cataratas.

Hablaron de las puertas cerradas del centro de salud, del médico huidizo por miedo a los narcos, del canto congelado de los grillos ausentes, de las letrinas que querían construir para sus casas pero no sabían cómo hacerlo, del pozo que cavaron cercano a la cañada, de los apoyos prometidos que nunca llegaron, de los niños convertidos en gatos del monte para ahuyentar el abandono de sus padres, de los hilos de amor tejidos en alguna parte, de las historias rotas, de los sueños trazados en pedazos de tierra borrados después de la primera lluvia. Hablaron hasta agotar las palabras.

Se preguntaron cuál era la diferencia entre la sequía y el exceso de lluvia, qué había cambiado desde la muerte de las mulas pardas y la llegada de las tormentas, qué tanto de ellos mismos se fue con la llegada del otoño o el ventarrón que adelantó el invierno, quién resistiría la noche congelada, el sabor amargo del alcohol adulterado, el estómago pegado al espinazo, los rayos desabridos de la luna, el sereno de media noche, la madrugada enfurecida, el alba roja anunciando la presencia distante del sol. ¿Quién aguantaría el amanecer bajo el abrigo del desencanto?

-Vámonos, Alfonso, vámonos para la capital a buscar ayuda. No podemos quedarnos en estas montañas que nos acogen, nos aíslan y nos convierten en objeto de la ambición y la codicia. No podemos estar así, de brazos cruzados mientras las mujeres son abusadas, nuestros hijos arrastrados a la delincuencia y la dignidad de todos puesta tres metros bajo tierra como si no valiera nada. Somos indios, es cierto, pero eso no nos quita el valor.

Isidro miró los ojos profundos de su hermano. Escudriñó en su interior y solo encontró un pozo seco y oscuro.

-Vámonos de aquí, Alfonso, no ves que no hay más lágrimas para llorar a los muertos.

Alfonso supo que Isidro tenía razón. Sus ojos se habían secado mucho tiempo atrás y no había en su interior nada más que restos de dolor y coraje teñidos con el ocre de la impotencia.

Decidió hacerle caso a su hermano. Levantó el rostro con toda la dignidad que le fue posible y reinició la marcha. Pisó las palabras y se embolsó los recuerdos en una esquina del corazón. Ninguno quiso mirar ya hacia ninguna parte.

Sentado, tallando un nuevo violín, el alquimista los miró pasar frente a su casa. Sus cuerpos transparentes, apenas dibujados en la niebla, atravesando los troncos de los pinos ancianos y las rocas milenarias como cualquier alma en penitencia. Se persignó despacio, con el sabor de la costumbre de ver deambular a los fantasmas en busca de consuelo.

 

 

Semblanza:

Salud Ochoa Sánchez. Periodista y Escritora chihuahuense. Licenciada en Filosofía por la Facultad de Filosofía y Letras de la UACH, obtuvo con mención honorífica el grado de Maestra en Periodismo por la misma institución. Reportera desde el 2001 ha trabajado en radio, televisión, medios digitales e impresos. Ha obtenido diversos reconocimientos en el género de crónica y reportaje.  Actualmente se desempeña en el área de “Investigaciones Especiales” en el periódico “El Diario de Chihuahua”. Ha escrito libros de poesía, cuento y novela.