Cuento «No hagan ruido» por Manuel Ayes Callejas

Cuando tocan el timbre, la mamá hace gesto de silencio y se asoma de puntillas a la ventana. A primera vista, es un muchacho. Ronda los veinticinco años, de estatura media, camisa manga corta metida en el pantalón y corbata blanca.

En la casa están reunidos Alfredo, Víctor y la abuela Mili. Se esconden en silencio, quietos cada uno en su lugar, a la espera de las posibles instrucciones de la mamá. Solo ella se asoma, ella tiene el control. Oyen las gotas que caen en el lavaplatos, tan repetitivamente molestas, y la respiración acelerada de la anciana ante la incertidumbre de la visita inesperada.

El hombre no se inmuta por la tardanza.

—¿No ve que no hay nadie? —susurra Víctor en la sala.

Alfredo le toca el hombro y le responde sin hablar, moviendo los labios y explicándole con señas que el carro de su mamá se encuentra estacionado en el garaje. Ahora comprende la insistencia.

—¡Buenaaas…! —grita el hombre.

Repite a intervalos breves.

Desde que su papá los abandonó, la mamá se ha endeudado con dos prestamistas y el banco. Pudieran ser también los del agua, los de la energía eléctrica o los de la pulpería por el fiado de la semana pasada. Salir a preguntar qué desea supone el riesgo de la incómoda cobranza, los probables desaires e insultos y las amenazas comunes, principalmente la del desalojo. En fin, es mejor evitarse el mal rato.

Se mantienen cautivos en esa cueva.

—Puede ser otra cosa… —susurra Alfredo.

—Sssssh… Callate, hombre. —La mamá frunce el ceño cuando sisea.

La misma rutina al sonar el teléfono. Hace unos días que solo contestan a ciertas horas, nunca la mamá, por si son la tía o el abuelo Chico, los únicos que atiende. Y si no son ellos, si es cualquier amigo, o encuesta, o cualquier persona, la orden es responder: «Número equivocado» y colgar.

Por la ventana, un rayo de sol que da directo a la cara de abuela refleja el polvo flotando como chispitas suspendidas. Y entonces la vieja no lo puede evitar y estornuda. La mamá se queda viéndola enfurecida, con los ojos como si fueran a brincarle de las cavidades orbitarias. El hombre reacciona igual que alguien ante un chiflido en la calle.

—Puta, ya me fregaste… —impreca la mamá a la abuela, con una seriedad casi histérica.

La abuela solo agacha la cabeza.

—Señora, venga un momento a la puerta —dice el hombre, agarrado a la verja.

—Venga la otra semana, joven. Ahorita estoy indispuesta.

—Pero señora, mire que so…

—Estoy indispuesta, le digo. Venga la otra semana.

La mamá se dirige a la cocina, enciende un cigarrillo y se sirve un vodka con un poco de jugo de naranja para colorearlo. Inquieta, moviendo ansiosa las extremidades, da vueltas de un lado a otro pensando en una probable solución inmediata. La abuela la persigue.

—Lo siento, hija, no fue mi intención.

—No importa, mamá.

—Siempre es por dinero, hija. Solo los ricos no tienen problemas.

—Sí tienen, pero no los mismos que nosotros. Se dan el chance de preocuparse por los verdaderos problemas: los del alma. Esos son los reales.

A la abuela le parece una respuesta definitiva.

El timbre suena de nuevo. La mamá se estresa como si el hombre pretendiera saltarse el portón. Sus hijos le piden que se calme, la consuelan con la clásica mano sobre el hombro. Y le explican que después de un rato el hombre se cansará de esperar y volverá otro día en que tal vez ya se hayan resuelto los problemas. La mamá da largas aspiraciones al cigarrillo y se sirve vodka inmediatamente después de acabarse el trago. Pronto se le terminará la botella.

Luego se asoma a la ventana. Para su sorpresa, ahora el hombre está acompañado de otro hombre que apareció de la nada, este canoso, con una barriga prominente y apariencia admonitoria. Secretean entre ellos. La mamá los ve y al mismo tiempo les avisa con señas a los demás adentro.

—Señora, solo queremos…

—Pero ya le dije a su amigo que la otra semana —interrumpe la mamá—. No insistan, antes no puedo pagarles.

El semblante de la mama cambia, como si se resignara y dejara de importarle que viniera quien viniera. Les pide a sus hijos que la ignoren y que vuelvan a sus actividades.

—Señora —insisten los hombres—, está bien, no tiene que hablar con nosotros, solo reciba lo que le dejamos en el buzón.

Y siguen su camino.

La mamá se despereza, sonríe y los observa alejarse. Cuando ya no los vislumbra, sale al garaje. Camina al buzón, mirando alrededor con cautela, mientras piensa en si será algún aviso del banco o alguna carta de pago amenazadora. Sostiene el cigarrillo y el trago en una sola mano y dirige la otra al buzón.

—(Atalaya: Cómo calmar la ansiedad).

Era eso. Sonríe. Se quita una carga de encima.

—Falsa alarma —le dice a su familia, que la ve desde la ventana de la sala.

Está apenada, nerviosa, pero al mismo tiempo se le nota el alivio. Abre el portón, sale y se para en la acera, apreciando la tarde, cuando de repente su familia nota que las facciones de la mamá comienzan a mortificarse.

Entra rápidamente, cierra la puerta y, mientras sisea, camina a la cocina:

—Sssh…, no hagan ruido, parece que viene un carro para acá.

Abre la refrigeradora, llena de vodka el vaso, enciende otro cigarrillo y se sienta al desayunador.

Pero el carro sigue su camino, se aleja.

En la calle los niños vecinos comienzan a reunirse para jugar: es uno de esos días radiantes de verano.


Semblanza:

Manuel Ayes Callejas, 29 años, Hondureño. Nací en San José, Costa Rica, el 4 de agosto de 1990. Soy egresado por la UPNFM de profesor de Español y Literatura y soy consultor privado en mi propia sociedad de responsabilidad limitada. Publiqué un libro de cuentos titulado Infortunios y formo parte de varios grupos, talleres y colectivos de poesía y narrativa en mi país.

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