Hoy vino mi vecina a decirme, más bien a avisarme, que las flores de mi jardín se habían marchitado. Las había plantado un tiempo atrás y no tengo en claro si la noticia de su putrefacción me afectaba en algo. Haberlas plantado con dedicación no significaba que me importaran tanto como para llorarlas. Será que ella espera que me ponga triste y que muestre algún tipo de preocupación. Será que no entiende que la muerte es tan natural como un estornudo. La vecina me mira y me dice que no me preocupe porque a ella le pasó lo mismo pero que por suerte su marido le trajo más flores o más semillas; no me acuerdo si me dijo más flores o más semillas. Tampoco sé si todas las flores nacen de semillas o de bulbos o cómo nacen. La miro para decirle gracias y cerrar la puerta pero ella sigue parada como si el tema diera para mucho más que estas palabras lánguidas. Me dice que tiene semillas en la casa y que no le importaría compartirlas conmigo, pero a mí no me interesan las semillas porque si las flores se marchitaron fue su decisión y no mía; yo las planté y más que eso no pude hacer. Pero ella piensa, parada en la puerta, que la muerte de las flores fue mi responsabilidad. Ella me avisa que las flores quedan mal en el jardín porque le dan un aspecto de tumba abandonada y me sugiere que las saque cuento antes. No entiendo cuál es el apuro por sacarlas y por qué hace unos cuantos días que se tumbaron como despojos en los canteros. ¿Pensará ella que no las vi? Como si la muerte no se encargara de hacerse visible. Insiste en que la cuadra no se ve bien con mi jardín desgarbado y yermo pero yo no comparto la idea de sacarlas ya mismo como es su deseo. Ella piensa que no me doy cuenta de sus verdaderas intenciones. Sigue parada en la puerta y dudo en hacerla entrar porque si la hago entrar, me va a convencer de sacar las flores y de plantar nuevas y si la dejo afuera, tal vez se vaya sin convencerme. También me dice que el vecindario no es el mismo desde que mi jardín acepta la muerte con semejante parsimonia. No la entiendo sino hasta que recuerdo la rapidez de mi vecina de enfrente en cambiar todas las flores de estación y las hojas que se tornan amarillas. Le digo que yo no tengo apuro, que puedo entender su apuro por sacar todo rastro de fealdad del jardín pero que yo preferiría tomarme unos días para decidir qué hacer. Me mira con desconcierto como si la respuesta no fuera clara. No entiende esta necesidad mía por la sagrada sepultura. No es cuestión de sacar a los tirones lo que alguna vez se plantó con tanto amor y dedicación y no quise decirle que también se duela las expectativas que se tuvo con cada semilla. Yo me doy cuenta que ella quiere pasar; sabe que tengo otro jardín en la parte trasera de la casa. Cabecea todo el tiempo: yo me doy cuenta de eso y trato de taparle la visión. Me voy de derecha a izquierda pero ella es más rápida que yo y a veces me gana. No logro ser como ella. Sé que quiere constatar el estado del jardín en la parte de atrás de la casa. Saca del bolsillo del delantal de cocina un sobre con semillas y me extiende la mano para que lo agarre. Me insiste y yo le insisto que no quiero más semillas, que decidí dejar las flores marchitas unos meses más. Le digo que no es un capricho sino una necesidad de verlas en el cantero a medio vivir. Ella no entiende este concepto de estar un poco viva, un poco muerta. Tampoco creo que se lo pueda explicar porque tendría que empezar por contarle mi vida desde que llegué a esta casa y eso me llevaría mucho más tiempo del que quiero estar acá parada en la puerta de entrada. No entendería, por eso dejo que ese pensamiento se vaya. Ella me mira azorada y me dice que tiene un jardinero para recomendarme que se llama Ricardo pero que le dicen Ricardito porque ya su papá había trabajado en la casa de su mamá y que habían heredado a Ricardito cuando Ricardo padre falleció. Le digo que no es necesario porque yo puedo arreglarme sola con el jardín y que siempre lo había hecho y que tan mal no me había ido a pesar de las bajas lógicas de cualquier jardín. Me respondió de inmediato que no eran bajas lógicas sino desidia y que ya lo habían tratado en la reunión vecinal mensual. No entendía bien qué era lo que habían tratado. Siguió contando que en la última reunión se había hablado de mi jardín y mi falta de compromiso con la naturaleza pero por sobre todas las cosas, mi falta de compromiso con la vecindad. Que habían hablado de mí. Por eso la habían nombrado a ella, aclaró que fue unanimidad, para que viniera a hablar conmigo sobre las flores muertas y desgarbadas que yacían en mi jardín. Fue en ese momento que quise cerrarle la puerta en la cara o agarrarle un dedo o la mano toda. Pensé en cuál sería la mejor manera de hacerla callar y de no seguir escuchando su voz fina y chillona que atravesaba el marco de la puerta y llegaba hasta el jardín de atrás. No sé por qué le expliqué que no me sentía culpable de la muerte de las flores del jardín ni de ninguna otra muerte de ningún tipo. Porque ella quería que yo me sintiera culpable de la muerte de Jorge. Todos en el barrio sabían de Jorge. Y aunque ella no lo nombraba, yo sabía que quería hacerme sentir mal pero a mí no me iba a sacar una puta palabra sobre esa porquería de Jorge que bien merecida tenía su muerte. Si supiera las veces que me había dejado medio viva y medio muerta en el piso. Se cree que no me doy cuenta que viene a preguntarme por eso; que quiere saber qué pasó con Jorge. Pero de mí no va a salir ni una palabra. Si quiere que vaya a la policía y pregunté ahí. Bastante mal la pasé como para hablar de él. Mira si me va a preocupar las flores si a él lo dejé tirado unos cuantos días en el jardín de atrás. Pero yo no tengo culpa: ni por él ni por las flores de mierda que se pudrieron o secaron en el jardín de adelante. Los dos merecían morir bajo el sol de enero.