Cuento «Mr. Hyde y su cabra» por Juan Carlos Esquivel

Así es, señor juez, me arrepiento plenamente. Debí escuchar a todos aquellos que, tras mi divorcio, me brindaron su apoyo para evitar que la depresión se eternizara. A mis padres, quienes siempre fueron pacientes a pesar de mi rebeldía. A mis amigos, quienes me aconsejaron no emprender esta nueva aventura y pusieron como ejemplo a las “novias rusas”, especialistas en defraudar a gringos de mediana edad con la promesa de matrimonio a cambio de una suma para obtener su visa y salir de su país. Incluso debí escuchar a mis hijos, quienes a pesar de estar en sus veintes, demostraron un mayor sentido común.

Hablo de mis hijos porque me llega el recuerdo de sus primeras decepciones amorosas, hace apenas cinco o siete años, más o menos. Su tristeza de entonces me hizo recordar mi propia adolescencia, edad en que los primeros desamores suelen ser los más dolorosos. Ojalá nunca descubran que conforme se entra en la madurez, el corazón se debilita y las decepciones duelen igual que en la juventud. O tal vez más.

Esto fue lo que me pasó con Gala. Su nombre me remitió a la esposa de Salvador Dalí. Para mi sorpresa, no era un “nombre de guerra”, sino un nombre real. Recuerdo que era miércoles cuando la vi caminar por el estacionamiento de un centro comercial, vestida con un corto de mezclilla que dejaba ver sus bien formadas piernas. La alcancé con mi carro y me dirigí a ella con la vieja frase que acostumbraba usar como rompehielo: “Disculpe, la estuve observando desde hace un rato y llegué a la conclusión de que es usted muy guapa”. Luego de sonreír y agradecer mi cumplido, aceptó mi ofrecimiento de llevarla. Sin recelo alguno, caminó por el frente de mi Audi hacia el asiento del copiloto.

Era la primera vez que le hablaba a una mujer desde mi divorcio. Aunque ese día yo sólo buscaba un cotorreo, no pude avanzar mucho, en parte debido a mi falta de práctica y en parte porque ella debía ir a trabajar. Eso no significa que no haya tratado de quedar con ella, pero si bien no obtuve una cita, sí obtuve su número de teléfono y una invitación a visitarla en su lugar de trabajo: Ninfa’s Night Club.

No puedo decir que ese lugar fuera parecido, en lo más mínimo, a los que alguna vez llegué a visitar antes de casarme, mucho menos a aquél en donde me hicieron mi despedida de soltero. Conduje casi hasta las afueras de la ciudad, deteniéndome ante un edificio donde antes había operado un restorán. Gala abrió la portezuela, me dio un beso en la mejilla y se encaminó hacia la entrada del lugar. La carretera de concreto y la banqueta recién construida contrastaban con las rústicas paredes de tabique sin enjarrar, burdamente pintadas de morado. En la entrada había una puerta de hierro, de forja artesanal, cuya belleza no hacía sino acentuar la fealdad de la construcción, y sobre todo, la de los dibujos promocionales en la pared, más parecidos a caricaturas que a retratos de las bailarinas nudistas.

No bien comenzó la tarde del viernes, cuando yo ya me encontraba sentado en el interior de ese lugar. Su piso era de cemento pulido, y sus paredes y columnas estaban pintadas de un color indeciso entre el melón y el rosa. Lo primero en recibir a los parroquianos era una desvencijada mesa de billar, a unos cuantos metros de la barra de madera y formica. Más al fondo, rodeada de mesas y sillas, casi entre penumbras, estaba la pista de baile, cuyos azulejos blancos y negros simulaban escaques de ajedrez.

—Sí… bueno, sí… ahora tenemos con ustedes la presencia bonita de… ¡Gala!… en su primera melodía de variedad, con esto que dice… más o menos… así…

En ningún lugar a los que fui antes de casarme, vi que la chica abriera su actuación con una cumbia, mucho menos con “El Cucu”. Quizá se debía al tipo de lugar, o al tipo de clientes a quienes estaba dirigido, no lo sé, pero la selección musical me pareció pésima: su segunda melodía, en vez de alguna balada rock o pop, era el cover que alguna desconocida cantante hacía de “Rosas rojas”… ¡pero con asquerosa música de banda!

“¿Qué estoy haciendo aquí?”, me pregunté cuando sonaron los primeros trompetazos con pretensión de acordes que acompañaban los berridos de la cantante de voz aguardentosa. Iba a largarme de ese tugurio cuando Gala hizo un aspaviento para llamar mi atención. Se acercó hasta la silla y, con una sonrisa festiva, me pidió que no me fuera. “Ahorita van a llegar los mariachis”.

Apenas terminó de hablar conmigo, se colocó erguida en el centro de la pista, llevó sus brazos a la espalda, y se despojó del sostén de encaje blanco con que había subido a bailar. Lo enredó ligeramente en el índice, le dio vueltas y lo lanzó hacia mí. Con eso tuve para volverme a sentar y pedir otra bebida.

Mientras, Gala siguió con su coreografía. Se entrepernaba con el tubo, giraba en torno a él, se arrodillaba, hacía contorsiones en el piso, abría las piernas, volvía a girar, hasta que en un movimiento insospechado se quitó la tanga y la arrojó también hacia mí, para quedar vestida sólo con sus zapatos de tacón de aguja. Luego se sentó frente a mi mesa, abrió sus piernas primero y después, con ambas manos, sus labios vaginales. Todo sin dejar de mirarme.

Entonces sonaron los últimos trompetazos de la canción, y ella bajó de la pista por los escalones, con pasos cautelosos. Caminó desnuda entre las mesas hasta llegar a la mía, en donde tomó una silla para vestirse. Luego me preguntó si le invitaba una bebida, y a partir de entonces departimos hasta las dos de la mañana.

Aguardé por ella a la salida, luego del cierre, junto a otros tipos que también esperaban a algunas de las chicas para continuar la diversión en otro lado. La mayoría eran jornaleros de los ranchos cercanos, empleados que desmontaban partes en algún depósito de autos, camioneros que repartían agua en pipas a las colonias cercanas y narcotraficantes de poca monta. Las mujeres comenzaron a salir. Algunas abordaban el carro de un familiar que iba por ellas, otras tomaban un taxi o se iban con los clientes. El exterior del Ninfa’s se despobló poco a poco, hasta quedar sólo otro hombre, y yo.

Este no era muy distinto a los otros. De complexión media, baja estura, moreno claro, quizá andaba en sus treintas; diez años menos que yo. Parecía ser de pocas palabras, y aunque no se le adivinaran intenciones de sacar plática, de vez en cuando me lanzaba una mirada furtiva bajo el ala arriscada de su sombrero texano. Usaba una camiseta sin mangas, fajada en el pantalón de mezclilla marca Braxton —marca que yo tenía entendido era para mujer—, y botas vaqueras en imitación de piel de avestruz, picudas, con tacón cubano. Ostentaba en el pecho una cadena gruesa, de fantasía, y en la muñeca un reloj imitación Rolex, a juzgar por el vendaje que usaba para evitar que su piel se manchara con el metal del extensible. Su cuello lucía un segundo collar de chupetones negros, visibles aún con la poca iluminación de la calle. Era fácil deducir, con sólo mirarlo, que le gustaba la música de banda.

Esperamos más de una hora, hasta que Gala salió y se dirigió a mí, excusándose por no poder irse conmigo debido a que era requerida por el gerente para una aclaración.

Resignado, me despedí de ella y caminé hacia mi carro. Permanecí un rato más a bordo, para descansar del tiempo que estuve parado esperándola. Entonces, en una ojeada que eché por el retrovisor, la vi salir para irse apresuradamente con el otro hombre.

Claro que me dio coraje, no tanto por el engaño, sino por haberse ido con un tipejo como ese. Había estado toda la noche conmigo, gasté una buena cantidad de dinero invitándole tragos,  todo para que al final me plantara por ese palurdo. Decidí entonces largarme y no regresar.

Es aquí, en esta parte de la historia, donde no entiendo qué fue lo que me sucedió, pues no pasó siquiera una semana, cuando regresé al congal. Más inexplicable fue que a partir de ese día, mis visitas se hicieron más frecuentes. Me tocó verla bailar y despojarse de su atuendo de Gatúbela, de enfermera, de policía con minifalda y tolete, de monja con hábito corto, colegiala, secretaria y hasta de Mujer Maravilla. Siempre vi con placer la forma en que se quitaba cada una de esas prendas, sin importarme que sus gustos musicales fueran horribles. Se quedaba sólo con el calzado, ora tacones de aguja, ora plataformas de color negro, blanco o transparente. Me convertí en su cliente habitual, y tal vez, preferido, pues cuando me veía llegar dejaba al cliente con quien estuviera bebiendo, me recibía con un beso en la mejilla y se sentaba conmigo. Al final de la noche rozaba mis labios con los suyos, sabedora de que las bebidas que le invité la habían hecho ganar una buena comisión. Aunque varias ocasiones se repitió la escena en que se iba con el otro tipo, otras tantas la llevé a su casa, o nos fuimos a un hotel. La confianza entre Gala y yo creció con el trato, llegué a sentir que había una identificación entre nosotros, y cuando menos pensé, le propuse tener una relación.

No le voy a mentir, señor juez. Al principio, no me gustaba que me vieran con esa mujer de costumbres tan naturales. Imaginaba que el contraste entre ambos era muy marcado, y que la gente murmuraba a nuestras espaldas, preguntándose cómo un profesionista y empresario como yo salía con una mujer tan vulgar, con tan poco recato. Mas luego, fueron precisamente estas maledicencias —las que a decir verdad, jamás escuché en boca de alguien— las que hicieron que me empecinara en la relación. Tanto, que hasta acepté que ella se invitara sola a conocer a mis hijos.

Pero el motivo más fuerte para seguir con ese noviazgo, y que ni yo mismo me explicaba, era saber que aún vivía en concubinato con el tipo, de nombre Javier, de quien ya estaba harta y con quien tenía muchos problemas. Yo le dije que si quería podía irse a vivir conmigo, y dejar de una vez por todas a ese tipo con quien no tenía ningún futuro. Se lo decía convencido de que para Gala yo era una especie de salvador, alguien que habría de rescatarla de la vida de escasez, penurias, y maltrato que ese hombre le daba.

Después de una constante insistencia por parte de ella, la llevé a conocer a mi familia. La impresión que mis familiares tuvieron de Gala fue la de que era un capricho mío, una aventura pasajera, una amiguita que me daba el sexo que no había tenido desde mi divorcio, dispuesta a hacer conmigo cosas que mi exesposa nunca hizo. Así lo entendieron, y quizá por eso callaron. Pero todo cambió cuando supieron mis intenciones de sacarla de trabajar y llevarla a vivir conmigo.

Los primeros en cuestionarme, fueron mis padres.

—¿Cómo fuiste a caer con una mujer como esa? —preguntó mi papá.

—Pues como dicen en las telenovelas cursis: “en el corazón no se manda”.

—Oye, pero podría ser tu hija —preguntó mi madre.

—Sí, pero como dice la televisión con toda su sabiduría: “para el amor, no hay edad”.

No sé si después, al encontrarme con ellos, algunos amigos dieron su opinión libremente o si mis padres los instruyeron para hacerme entrar en razón.

—Ese tipo de mujeres no quieren, no sienten. Están acostumbradas a estar con muchos hombres. Por muy buena onda que sea, su vida consiste en aprovecharse de los demás.

—Gala no es así. No es que sea puta, sino que está enferma. Ella es… ninfómana. Pero cuando se case conmigo, la llevaré con un psicólogo para que se cure.

Mis hijos mostraron menos corrección en la forma y el tono con que hablaron de Gala. Tuve que tragarme las ganas de reprenderlos cuando comprendí que su actitud era normal: cualquier nueva pareja que tuviera, iba a ser objeto de comparación con su madre.

—Esa mujer es muy baja. ¿No te da vergüenza andar con ella al mismo tiempo que sigue con su amante? Y luego, tan corrientes esos dos… bien dicen que “la cabra jala para el monte”.

—Eso cambiará muy pronto. Además, estoy seguro de que me quiere a mí.

—¡Pero es tan vulgar! Cantinflea, apenas sabe leer, habla de ollir, de tener ganas de gomitar, y luego cuenta que estábanos, andábanos, comiendo rábanos… ¿crees que pueda cambiar una mujer así?

—¿Y por qué no? Con mi ayuda, Gala se convertirá en una dama. La educaré, le enseñaré a comer, a hablar  y hasta a caminar. ¿Es que ustedes nunca vieron  “La violetera”?

La insistencia de mis seres queridos y amigos fue tanta, que incluso me enemisté con aquellos que me hicieron perder la paciencia.

—Además, ni siquiera es rubia natural…

—¿Y eso qué? ¿Acaso tu chingada madre no se pinta las canas? ¿Las de arriba y las de abajo?

Yo amaba a Gala, y no permitiría que hablaran mal de ella. Mucho menos después de darme su prueba de amor: dejar de cobrarme al compartir su cuerpo conmigo: sus hombros como duraznos maduros, su boca pequeña de labios carnosos como gajos de mandarina, sus piernas largas y elegantes, sus pechos duros como peras, y su sexo húmedo y ávido…  ¡Híjole!, nomás de acordarme, hasta se me paró… ¡Qué cogidones, Dios mío, qué cogidones!

…Le pido una disculpa, señor juez. No volverá a suceder. Cuidaré mi lenguaje. Sigamos con mi declaración.

Una noche, aquella en que estaba resuelto a no esperar más y llevarla a vivir conmigo, fui a recogerla al trabajo. Ahí estaba también Javier, esperándola, con el mismo tipo de ropa que solía usar y los pantalones Braxton de mujer. Por primera vez, nos enfrentamos. Reclamé que Gala se iría conmigo, pues yo era un profesionista, tenía mi propio negocio, buena educación y solvencia económica, y tan sólo por eso,  valía más que ese macuarro, naco y seguidor de la música de banda que sólo podría ofrecerle cuatro cosas: hambre, frío, necesidad y golpes.

Nos dimos un buen tiro los dos, hasta que nos separaron. Cuando me subí al carro, se quedó él ahí, frente al suyo, un compacto con la carrocería atascada de pasta automotriz, sintiéndose muy fregón. Lo vi por el retrovisor. Apenas avancé unos metros, me detuve. Él miraba hacia otro lado, dio por hecho que ya me había ido. Entonces puse reversa y aceleré. Todo sucedió tan rápido… vi cómo el tipo volteaba hacia mí, su gesto pasaba de triunfante a sorprendido. Quiso apartarse en el último momento, pero su reacción fue tardía. Sólo escuché el golpe fuerte, seco, defensa contra defensa, como si él no hubiera estado ahí. Pero estaba.

Algunos testigos corrieron a auxiliarlo, mientras yo escapaba a toda velocidad. Él permaneció un tiempo de pie, quizá fortalecido por la adrenalina. Pasada la sorpresa y la impresión, cayó de hinojos sobre el asfalto.

Entonces detuve mi escape con un frenazo. El olor a llanta quemada envolvió mi auto. Pisé el embrague. Puse la transmisión en reversa. Pisé otra vez el acelerador. Algunos se dieron cuenta de mis intenciones y se interpusieron en mi camino, extendiendo sus manos hacia el frente, como si con eso pudieran detenerme. Se apartaron luego poco a poco, con pasos cortos hacia atrás, y cuando vieron que mi auto ya corría desbocado, con un salto. Volví a escuchar el mismo golpe seco, sonoro, el mismo choque de defensas, pero ahora con otro ruido que no sólo escuché, sino también sentí: la violenta expulsión de aire, el estallamiento de su pecho.

Cuando me aparté del choque, lo vi nuevamente por el retrovisor. Tenía los ojos abiertos, el pecho sucio con la sangre que salió de su boca y corría por su camiseta sin mangas hasta manchar su pantalón marca Braxton.

Entonces salió Gala, dando alaridos de espanto pero también de dolor, con su maquillaje corrido. Vertía copiosas lágrimas. Su llanto era real, no ese que las mujeres utilizan para manipular a los hombres y obtener cosas. Tampoco era el llanto conmovido o emocionado. Era llanto causado por la impresión de lo que acababa de ver, pero sobre todo, por la pérdida. Un llanto que, comprendí, nunca mostraría por mí.

Sólo así tomé conciencia de lo que había hecho, y de cuánto me había transformado en pos de una quimera. Sé que perderé mi libertad, pero conservaré a mis padres que no me dejarán nunca, y quizá también a mis hijos. Por eso decidí entregarme, hacer lo correcto. Gala me dolerá durante mucho tiempo, porque como dije al principio, a mi edad las decepciones duelen tanto como en la adolescencia, pero tengo la esperanza de que mi condena pase pronto para ser otra vez el hombre bueno que he sido toda mi vida.

 

Semblanza:

Juan Carlos Esquivel nació en Ciudad Juárez, México, en 1971. Publicó en 1988 Jacaranda, una novela por entregas en la sección La Obra, del periódico El Fronterizo. Su trabajo literario se ha publicado en dos antologías NorpaisajeAntología del taller literario del INBA en Ciudad Juárez, y en Dosis Letradas, antología para celebrar los 35 años de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez (UACJ). Fue seleccionado en el 2007 para participar en el Segundo Virtuality Literario “Caza de Letras”, organizado por la UNAM y Editorial Alfaguara. Finalista en el 2014 y 2015 del Segundo y Tercer Concurso Internacional de Relatos Pecaminosos y tercer puesto en el Cuarto Concurso Internacional de Relatos Pecaminosos Contacto Latino, de Pukiyari Editores, Estados Unidos.