Cuento «Morelos» por Argentina Linares

Ya llevaba varios minutos reposando la chancla sobre el billete a la par de los movimientos de Mariana. Eran cincuenta varos, mi pie reposaba en el rostro de Morelos, era mío; lo sentí con la fuerza de mis venas hincharse hasta llegar a mi pecho cuando Mariana comenzó a platicarme sobre la primaria y la tarea de los niños. El billete era brillante, lo vi desde lejos, debía ser para mí. Morelos así lo quería, fantaseé con que alguna señora llegaría al mercado pensando pagar el kilo de jitomate con aquel reluciente billete, y tan sólo la palpitación de su pecho causada por la ansiedad de no encontrarlo me produjo un placer tan incesante que me provocó una sonrisa maliciosa.

Pero no puedo recogerlo, no puedo apropiármelo. Justo iba a levantarlo cuando llegó Mariana, y si algo la distingue es su plática inacabable, su lengua enorme de vaca, su boca tan grande y color carmín, su fiereza por señalar aquel y este detalle de los quince años de fulanita, de la ropa de menganita, del divorcio de zutanita. Y yo no dejo de pensar en mi billete. Echo una mirada al suelo y veo que no se notan las esquinas rosas sobresalir de mi sandalia, temo que Mariana pueda darse cuenta, ya imagino: —Invítate algo canija. Alargando la última vocal de tal manera que terminaría cediendo.

Me zarandea un poco, me hace observar tal y cual edificio, me hace mirar con el rabillo del ojo el recién embarazo de la hija de Jimena que acaba de cumplir dieciséis años. Ruego por mi billete, por el rostro de Morelos, por el número de serie, por la marca de agua, por los relieves sensibles al tacto, pero sobre todo ruego por todo lo que me compraré con los cincuenta varos; justo el billete que necesito para acabar de pagar la blusa que aparté en la boutique de zuleyma. Mariana finaliza su charla, pide que la acompañe a tomar el transporte y me niego, me niego con la fuerza que cincuenta pesos me han hecho merecerlos sin haberlos sudado con mi propia frente. Mariana mira el reloj, pega un extraño brinco y se larga al fin. Me alivio, mi frente comienza a refrescarse por el sudor que ya empezaba a derramar a causa del desespero, levanto lentamente mi pie, me inclino sólo lo necesario como para acariciar aquel rostro tan terso de Pavón, pero un color chillante hace que casi pierda el equilibrio, no hay marcas de agua, el rostro de Pavón no era terso sino áspero y la leyenda “juguete didáctico” me desmoronó al fin. Aquel billete era falso.