Cuento «Mediodía» por Oscar Klassen

Recostada sobre el colchón con manchas aleatorias y amarillas, Yolanda mantiene fijos los ojos sobre el techo. Su enfoque parte de la bombilla apagada que está en el centro, enroscada en la base de cerámica que, a su vez, se desprende del hueco donde se esconden cables de todos colores. El techo está pintado de amarillo, es pintura barata, se mezcla con el blanco original y percudido que alguien, antes de que ella se mudara ahí, tuvo que haber pintado. Es eso o el pintor ha hecho un trabajo ínfimo; los trazos no guardan la simetría de un profesional. Quizá sea más perceptible a causa de la luz que se filtra por las ventanas altas; pareciera que los rayos parten del centro de la tierra y van en ascenso, porque atraviesan los cristales y golpean en el centro de la habitación, descubriendo las imperfecciones de la pared, las huellas que cuentan que alguien tuvo que apoyarse ahí para no caerse y que, desde ese día, nadie se ha hecho a la tarea de limpiar a fondo esa habitación. La luz no sólo descubre detalles, también confunde los sentidos, creando la ilusión de ver figuras y colores que no están ahí para nadie más: los círculos púrpuras que se asemejan a un trozo del océano que, golpeado por cualquier objeto, crea ondas que se van esparciendo; las líneas plateadas que emulan serpientes y que atraviesan el reino de la vista, sin caballos ni buques de guerra; en son de paz, pero participando de la invasión fugaz a la que se suman puntos verdes, como explosiones sin mucho sentido ni estrategia, que juegan a hacer estragos, con una vibración que desemboca en las corneas. Yolanda no deja de mirar, aunque hace rato que no parpadea. La resequedad se lo recuerda. Un parpadeo la corregiría, convertiría el ardor del verano en una refrescante capa de nieve que brindaría alivio. Quiere hacerlo, va a parpadear, por lo menos lo piensa. Solamente tiene que intentarlo una vez para darse cuenta de que no puede, quizá lo intente después; después de que pase un poco más de tiempo y sus ojos ya no resistan sin la lubricación que generan cada vez que sus párpados aplauden; después, cuando esa línea roja, espesa y lenta, termine de cruzar la avenida que va desde su frente hasta su barbilla. Después, cuando pase ese brillo tan odioso, que tortura a Yolanda mientras ella no hace nada más que desear que encuentren su cadáver antes de que pasen veinticuatro horas, para no tener que soportar otra vez ese momento en que el sol, con la fuerza que sólo tiene al mediodía, entre por la ventana, golpee el techo y, reflejándose en el foco, le lastime los ojos secos y abiertos sin remedio.

Semblanza:

Oscar Klassen. Chihuahua, México. Diciembre 5, 1989. Escritor y músico. Autor de los tres libros de cuentos: Memorias de mi pasaporte, Catorce mujeres sin nombre y Cien microcuentos para acompañar una taza de café, así como de la novela, Siete veces siete. De momento, trabaja en su siguiente libro de cuento corto Cuentos fantásticos alrededor del mundo y en el ejercicio de la microficción en su página de Facebook (www.facebook.com/klassenoscar). Viajero, cuentista y, cuando la cabeza lo permite, persona decente.