Cuento «Matrimonio y mortaja» por Carlos Martín Briceño

 

                                                                                                      Para Beatriz Espejo

 

El día que hospitalizaron a Raúl fue también el último que mi mujer actuó en aquel Tío Vania cuyo éxito en la ciudad no se ha vuelto a repetir. Le marqué al Gordo al celular para exigirle que cumpliera su promesa de acompañarme a la función. Para mi sorpresa, contestó su hermano mayor.

—…

—¿Fabrizio?

—¿Sí?

—¿Me puedes pasar a Raúl?

—No creo que sea posible —su voz sonaba a fastidio, como si estuviera harto de dar explicaciones.

—¿Sucedió algo?

—Si quieres conversar con tu amigo antes de que lo entuben, vente de volada al Hospital Español. No está nada bien. Acaban de llevárselo los camilleros.

Cuando llegué, Raúl ya estaba en terapia intensiva. Fue Lourdes, su esposa, y no su imbécil hermano, quien me lo confirmó.

—Hay pocas probabilidades. Tiene el virus de la gripe H1N1 —dijo, con expresión seria.

Irónico que el Gordo muriera de gripe porcina, una epidemia asiática “con pocas probabilidades de llegar al país”, según repetía a cada rato la televisión. Conteniendo el brote de risa con el que intenté camuflar mi nerviosismo, erré la mirada en el vacío.

—Lo peor es que, además de tener los triglicéridos y el colesterol altísimos, resultó diabético —concluyó la mujer sin ninguna señal de congoja en el rostro.

Mientras Lourdes enumeraba el rosario de dolencias acumuladas por el Gordo, recordé los atracones de lechón al horno, chicharra y empalagosas horchatas que solía regalarse. Su apodo no era casual, pesaba más de ciento diez kilos y, aunque se la vivía consultando nutriólogos, nunca bajó un gramo. La última vez que almorzamos, fuimos a la playa con tal que no rompiera su régimen de ceviches y ensaladas, a un restaurante frente al mar donde devoró un platón familiar de mariscos y dos refrescos light.

Pese a intuir que a Lourdes le valía madres mi solidaridad, contesté con las frases de aliento que obedece en estos casos. Ella, en su papel de doliente, las agradeció enseguida. Fue cuando apareció un médico calvo, con barba de candado, diciendo que de un momento a otro iban a permitir a dos familiares pasar a ver al enfermo. A la casi viuda no le quedó otro remedio que incluirme en la visita, pues su suegra y cuñado, dijo, acababan de llevar a Lourditas —aquella ladilla rabietuda— al McDonald’s, y aún iban a tardar un buen rato en volver. Hice el intento de poner una mano fraternal sobre su hombro, pero me rehuyó, replegándose, confirmando mi certeza de que nunca dejé de parecerle un tipo morboso, deleznable.

Dos meses atrás Raúl me había confesado que andaban en trámites de divorcio. Una separación que se veía venir desde el primer año de matrimonio. Alguna vez manifestó cuán arrepentido estaba de su boda. Ni siquiera me la chupa, soltó una tarde en el teléfono, con decepción. Te lo advertí, iba a espetarle, pero decidí no echar más leña al fuego: suficiente tenía el pobre con soportar a su hacendosa y religiosa mujercita.

Quizá por eso se agudizó la adicción de mi amigo a los salones de masajes. Así desfogaba la represión que lo roía. Varias veces lo acompañé a uno en el sur de la ciudad, regenteado por una colombiana que ahora pugna una larga condena por lenocinio. Ahí Raúl era harto conocido y las masajistas, por las generosas propinas que acostumbraba, se desvivían por atenderlo. En esos prostíbulos clandestinos, donde ninguna hembra le echaba en cara su sobrepeso, se desinhibía, dejaba de ser el recatado hombre de familia, el frío y trepador abogado de éxito, y recuperaba su aire de púber irreverente, cabecilla de excursiones a la zona roja a las afueras de la ciudad para ver de lejos a las putas, al legendario night club Jaguar donde sobornaba al vigilante para que pasáramos por la puerta trasera, y al Olimpia, cine de películas para adultos.

El timbre del celular me sirvió para cortar la conversación con Lourdes. Era mi esposa. Preguntaba, como siempre, si llegaría a ver su obra de teatro. ¿Cómo crees?, contesté enojado, el Gordo está mal, quizá ni siquiera la brinque. Al colgar regresé a la sala de espera y tomé asiento en un incómodo sillón de plástico junto a una señora de rostro ajado, mediana de edad, pero con abundantes canas que intentaba disimular con tinte. Nada más decirle buenas tardes, comenzó a lagri-mar: tenía al marido alcohólico internado por una cirrosis avanzada. La escuché rezar, lamentarse y moquear y, más que pena, me dio coraje. ¿Cómo era posible tanta aflicción por un tipo que, estoy seguro, le daba vida de perro? Un Cartier brilló en su muñeca, dándome la respuesta.

Lo que nunca entendí es la abnegada resignación del Gordo y Lourdes para soportarse. Nada tenían en común, salvo la hija que procrearon. Raúl disfrutaba de las comedias negras, la música afroantillana, los mondongos del mercado y la literatura erótica. Ella, en cambio, prefería películas rosas, canciones de la banda Timbiriche, las insípidas ensaladas del TGI Friday y ni por error abría un libro. Y yo los presenté, a insistencia de mi esposa. –¿Por qué te llama ese pinche Gordo los domingos tan temprano? Trae regalos para las niñas con cualquier pretexto, cambia de coche cada seis meses. ¿No crees que necesita una novia?

Entonces pensé en Lourdes, la asistente del director de mi facultad. No era joven, pero había logrado conservarse atractiva siguiendo hábitos de vida que incluían yoga, cero alcohol y un régimen ovo-lácteo-vegetariano. Vivía con la madre viuda en un céntrico caserón heredado por generaciones. Sus únicas pasiones conocidas eran el cine, la iglesia y los gatos. Una buena mujer, comentaban de ella en la facultad. En mi opinión pertenecía al rubro de las hembras quedadas y sin chiste.

¿Con Raúl Andueza? ¿El notario?, preguntó, alzando las cejas, abriendo los ojos como niña a punto de darle la primera mordida a un pastel de chocolate, cuando le pregunté si aceptaría salir en parejas a cenar, con pretexto de mi cumpleaños. Sí, el notario, es uno de mis mejores amigos, respondí. No podía creerlo. Y estaba tan emocionada esa noche en el restaurante que hasta se tomó la libertad de beberse una sangría y comer un plato de camarones flameados.

—¿Vas a pasar o no? —dulce pero autoritaria, Lourdes interrumpió mis evocaciones.

Ahora el médico calvo estaba parado junto a ella y parecía ansioso, miraba su reloj constantemente al tiempo que anotaba algo en su tabla de registros. La mujer del marido con cirrosis se había dormido y procuré ponerme de pie con cuidado para no importunarla. La infeliz llevaba varios días sin pegar el ojo velando la agonía del borracho. Mientras recorríamos los pasillos estrechos del hospital, recordé que tiempo atrás este edificio art decó había sido un hotel elegante y que muchas veces en mi infancia había deseado con vehemencia entrar a conocerlo. Solía pasar frente al lobby camino de la escuela primaria, de la mano de mi madre. Principiaban los setenta y la ciudad aún no figuraba en el mapa de los destinos privilegiados por el turismo. Quizá por eso la mayoría de los huéspedes solía ser gente mayor, europeos atildados ansiosos por conocer las ruinas arqueológicas, cuyas mujeres portaban trajes de lino y pamelas policromas imitando lo usual en las carreras de Ascot. Entonces aminoraba mi andar y observaba con una mezcla de envidia y curiosidad esa vida diferente de luces de neón, espejos biselados, bebidas coloridas y mayordomos de filipina, hasta que sentía el tirón de mi madre que reprobaba miradas indiscretas. Treinta y cinco años después, con el corazón golpeándome con furia el pecho, me hallaba en las entrañas del edificio prohibido, a punto de conocer el área donde alguna vez estuvo el salón de fiestas, dispuesto a visitar, quizá por última ocasión, a mi agonizante amigo.

Cuando la puerta de la sala de cuidados intensivos cedió, un olor acre, mezcla de alcohol y desinfectante, sacudió mis sentidos. Todo ahí era pulcro y blanco. Había varias camas con enfermos separadas, unas de otras, por mamparas. Raúl estaba en el primer lecho, profundamente dormido. De los orificios de su nariz brotaban dos tubos delgados que se prolongaban hasta la máquina que lo mantenía vivo. Lourdes se acercó y comenzó a acariciarle el pelo, en silencio. Yo tomé asiento en la única silla disponible, a una distancia prudente. No quería importunar su actuación. Transcurridos algunos minutos, como si el director de la telenovela hubiese ordenado “acción”, Lourdes, con voz entrecortada por un repentino llanto, soltó una letanía de dolor que evidenciaba la falsedad de sus sentimientos. Con la rapacidad del buitre fijaba su postura: de la abnegada esposa pasaría a ser la viuda inconsolable, podrida en dinero. Apenas el Gordo fuera a dar con sus kilos al crematorio, comenzaría a gozar de la herencia. Qué conveniente. Tanta farsa me hartó y me puse de pie para salir, pero su voz me detuvo.

—Espera —se sonó la nariz con un clínex. —Acércate. ¿No vas a hablar con él? De seguro te oye.

¿Por qué insistía en que participara en el teleteatro? ¿Remordimiento? ¿Ganas de joder? A punto estaba de acatar la orden cuando rompió de nuevo en llanto. Por encima de sus sollozos oí el ronquido apagado de Raúl. Sin pensarlo mucho, guiado quizá por el deseo de revancha, solté:

—Relájate, conmigo no tienes que fingir.

Sus ojos oscuros, el agravio reflejado en las pupilas, quedaron fijos en mí. Rompiendo los parámetros de cortesía aprendidos con las monjas Teresianas, exigió que me largara. En la vida quiero volverte a ver, fulminó.

Me puse de pie y eché un último vistazo a mi amigo. El olor de aquel lugar comenzaba a saturarme.

Cabizbajo, caminé hacia el teatro, tres cuadras adelante, donde estaba el Tío Vania. Pese a la delgada llovizna no quise tomar un taxi: necesitaba reflexionar, aunque fuera unos minutos. Una capa de humedad cubría los techos y parabrisas de los coches estacionados a lo largo de las aceras. Olía a lluvia y era agradable andar por aquel barrio viejo sin tener en cuenta las finísimas gotas que caían humedeciéndome cabeza y hombros. De vez en cuando el griterío proveniente de algún árbol rebosante de pájaros llamaba mi atención. La ciudad se preparaba para la noche. Recordé a mi madre fallecida un par de años atrás. Nada de perder el tiempo frente a los aparadores o detenerse a hablar con extraños, mucho menos dar dinero a los mendigos. Lo ansiosa que podía ser cuando me llevaba de la mano por estas mismas aceras. Había que llegar pronto al refugio de la casa. Allá podríamos protegernos del indomable sol citadino. Pensé en el despojo en el que se convirtió Raúl por causa de aquel extraño virus y me dio tanto coraje que golpeé con el puño uno de los autos estacionados. La alarma se disparó, obligándome a apresurar el paso. ¿Te das cuenta que llevamos más del cincuenta por ciento de nuestra existencia y aún no somos millonarios? Ese era el tipo de cálculos que hacía de repente el cabrón Gordo, siempre obsesionado con el dinero. Ahora ya no estaba en condiciones de calcular nada, en su lugar lo haría su mujer, pólizas de seguro en mano.

Aunque traté de hacer el menor ruido al ocupar un asiento en las últimas filas, mis movimientos generaron molestia entre el público. La sala estaba repleta. Un espectador, obeso y calvo, que tomaba apuntes en una libreta de taquigrafía, alzó la vista y me fulminó con la mirada. Sus pupilas, disminuidas por los gruesos bifocales, parecieron llamear. Me arrellané en el asiento dispuesto a regocijarme con el aire acondicionado y dormitar un rato. Estaba fastidiado de las vicisitudes de aquella familia perdida en una finca en el asfixiante entorno de la estepa rusa. Había visto la obra por lo menos ocho veces para darle gusto a mi esposa. Nunca he podido entender cómo los actores pueden repetir los mismos diálogos tantas veces sin aburrirse. Mi mujer dice que cada representación es diferente, que el teatro es un ritual único y cada función singular, que la variación de los públicos (en plural, así es como los llama) contribuye a generar emociones diferentes. Patrañas. No vale la pena agotarse la vida en repeticiones. Bostecé. Tenía sueño, las circunstancias me habían dejado pésimo sabor de boca. Comenzaba a sumirme en ese letargo delicioso en que los párpados pesan y la mente divaga, cuando llegó a mis oídos aquel parlamento, que ahora sé de memoria, colofón para esa reveladora tarde. La dicción de la actriz no era buena pero el eco propiciaba que las frases se escucharan con una admirable resonancia. Tras su aparente cotidianidad desprovista de emociones fuertes, se ocultaban los demonios de la resignación y la hipocresía.

—“¡Qué podemos hacer, hay que vivir! Nosotros, tío Vania, viviremos. Viviremos una larga hilera de días y tediosas noches. Soportaremos pacientemente las pruebas que nos depare el destino…”.

Y en ese punto dejé de prestar atención. Mi teléfono celular comenzó a vibrar con insistencia. Saqué el aparato del bolsillo y descubrí que tenía un mensaje de voz de Lourdes. En el escenario, en el papel de Elena Andreevna, mi mujer se había retirado llorosa de la finca, rumbo a Moscú, en compañía de su anciano esposo, cambiando el amor por las apariencias y el dinero, aceptando con total sumisión su rol de hembra buena. Me llevé el celular al oído anticipando los hechos. La puesta en escena llegaba a su fin.