Cuento «Marlon Blando» por Eduardo Carrillo

Tantas cosas traía Marlina en la cabeza que no entendía cómo su mamá la ponía a limpiar sabiendo que ella nació hombre. Por eso las mujeres estamos como estamos, porque no nos apoyamos entre nosotras, lindas, sentenciaba en sus vídeos, en su blog y a todo vecino que rondara la esquina mientras ella improvisaba vodevil, danza y toda aquella hipemetría nerviosa que la tradujera en arte, vida y muerte. 

—Es selección natural lo que nos da el don divino, cariño —decía escurriendo el moco, con sonrisa de todos los dientes o movimientos de artes marciales, mientras la gente que compraba en los abarrotes de al doblar la calle la miraba con cara de a este loco algo le pasa. 

Un día de plano se había fugado. Huyó de casa con un chofer del sitio de taxis libres al que la familia rentaba esa misma banqueta, en la colonia Herrera, Tijuana, Baja California, el México. Le oprimían, se sinceró al enamorado. Fue a unos cuantos meses luego de la decisión femenina en su sexualidad. Y entonces sí, ¡ay de aquel que se equivocará en el pronombre!  Durante seis años había ido de andrógino, alternado entre vestir de hombre o de mujer hasta que, de pronto, sorprendiendo incluso a la resignación familiar, pasó una semana y Marlina seguía de Marlina, con los parpados violetas y las pestañas que subrayaban la mirada de orate a punto de matar o robarte un beso… Regresó al hogar familiar cuando el taxista le pidió que limpiara su casa. 

El matrimonio, de bodas plateadas y divorcios de leche, oponiéndose al principio debido a los códigos morales (y luego del fracaso de los rituales propios del catolicismo), optó por la psicología que, después de meses de psicoanálisis semanales y en dólar, no dio por explicarles en términos coloquiales el significado de labilidad, hebefrenia, ni los cómos o porqués de la preferencia sexual de Marlon, las aspiraciones faranduleras de su nueva hija o la sodomización con la que marcó a una prima y a la familia de por vida en medio de su transición social. 

Por desgracia, ya la abulia impedía a Doña Lilia seguir a cargo de la casa o los negocios, la desgracia era no poder rendirse. Dos décadas mantuvo a su familia a flote, pues el viejo naufragaba en el erial al que llamaba jardín de los presentes y en la heteronomía de Marlon, así que tanto para ella como para Marlina, a lo largo de los años papá se limitó a ser lo mismo que un bulto arrastrándoles al fondo del océano. Vistos por separado sobrevivirían, pero en el retrato familiar pedían auxilio. Y después de un tiempo dos más dos difícilmente dieron cuatro: cuando el chofer enamorado no volvió los taxistas decidieron marcharse concluido el último mes pagado, la Fondita de comida mexa cerró al mes siguiente y el Cafeinternet contiguo amagaba una primavera igual de negra. Y ya sabes el ISR, papá que dice mami aquí y allá (con la vecina y en todos lados). Por suerte para Marlina y la familia, los abarrotes Gaxiola eran familiares que cumplían tarde o temprano.

La propiedad ya tenía esos localitos cuando nació Marlon y gracias a Dios nunca les había faltado nada, o ese era el consuelo de otra mujer llamada Señora Esposa… A Don Jerry le acomodaba bien el chaparral espinoso que iba creciendo a la luz de sus ojos y salud de sus tragos. Así fue que el lujo de casa se limitó a imitaciones chinas del esplendoroso arte precolombino y electrodomésticos que la sociedad emplea como máquina del tiempo. Todo a merced del SSI, pues Don Jerry había sido jardinero con social security number y grin card desde los ochentas. Pero en el 99 el Walkman y la incompetencia de un compañero en la podadora lo lisiaron para ser familia desde entonces.

Y ansina fue. Cojeando maldiciones Gerardo Melgarejo resplandecía un verano de Cristo en la edad y sus acciones: a su Lilia la despertaba con erecciones para hacerle el desayuno después, cachaba o pateaba la pelota con Marlon (más lo primero que lo segundo obviamente), cultivaba hortalizas e iba ampliando cada uno de los localitos que construyó a partir de horas de trabajo que la familia abonó con carencias como la de no estrenar zapatos, vestidos ni peinados para Lilia, o el no conocer más diversión que el balón o la agricultura para Marlon. 

A partir de entonces los números los haría Lilia, que se fue inflando de problemas hasta despreciarlo y engordar tres vidas en menos de lo que dura un matrimonio. Pero si tan sólo hubiera escuchado a su padre: te entrego con terreno para que no vivas de arrimada y tengas en donde morir, porque al que elegiste por marido luego luego se ve que es un bueno para nada. Cuando su corazón se detuvo estaba sonriendo, dijo Marlina, que fue la que la encontró aún tibiecita en su recámara y que, en vez de reportar o pedir ayuda, luego luego se disparó a hacer un vídeo y de ahí a la esquina para comer su dolor en público…

El luto fue ocasión para heredar y estrenar el turquesa de un collar de tipo mixteca que Marlina recetó a la vez en sus párpados. Organizó un novenario al que sólo acudieron su tía y Lulis, la prima a la que no veía a los ojos desde el incidente que les llevó a terapia a ambas. Papá fue tragos y tragos de Johnnie Negro hasta retomar la mirada torva y la amargura de los infelices que maldicen poco.

Eso sí, la casa no alcanzó a ensuciarse. Dos días merodeó el delantal de la difunta antes de que Marlina se animara. Pero irradiaba limpiando la casa, su casa, ahora era la mujer del hogar, la mujer del delantal. Así no te amará jamás raspando la garganta para sonar como Amanda Miguel. Los trastes, la estufa, el refrigerador, la cocina, el retrete, la bañera, las camas, el piso, las paredes, las ventanas, las bolsas de basura y hasta ahí que allende la geografía era paterna. Se levantaba temprano, justo después de que Lión, el gallo que vivía en el encino de casa, ahuyentara la noche con el quiquiriqueo. Entonces empinaba el licuado de nopal con huevo y salía al patio a practicar Kung Fu a las seis de la mañana, como Gautama o Zaratustra, desvariaba primero en susurros y luego a todo pulmón, hasta que el viejo salía a regar las plantas y ella volvía a lustrar las responsabilidades hogareñas y trabajar en su carrera profesional: ahora escribía una novela.

El viejo recorría un largo trecho con Johnie Rojo en el café mientras hidrataba la vegetación del terrenazo. Los siete perros les seguían sin restringir el paso: solaz humanismo que ladra sin voltear a cuestionar al cielo. 

La hermana menor de Doña Lilia, mamá de Lulis, llevaba los números desde el paro cardíaco. Visitaba a Don Jerry y Marlina una vez al mes, pero huía tan pronto lo dinerario quedaba en los bolsillos. Y aquellos dos también escapaban, desparecían, emancipaban del comedor de alabastro y de grabado tolteca en donde la familia merendaba amor y amok sazonado con rikopollo, pero que ahora era tan decorativo como un tzompantli. 

En realidad Marlina y su papá poco tuvieron que ver entre sí desde fechas que ni el psicóloco logró tutear en el subconsciente de ella. Don Jerry se arrepentía, pero no para facilitar la labor del especialista tratando a su hija. 

Y jamás volvieron a dirigirse la palabra hasta que, tras 25 años de silencio, ella le confesó que se casaba, sedente en el comedor de mamá anunciaba que iría a ser la mujer de un tal Pedro Pánuco, fulano encargado de una línea de producción en una maquiladora anglochina, con prestaciones de ley y dos días de descanso, al que conoció en el sobreruedas (luego de perseguirlo entre los puestos), llevaban saliendo dos meses y ella jamás fue más plena: él, divorciado y pagando manutención de dos menores, con panza y sin mascotas decía en su corazón lo que ella preguntaba en todas partes… bebían cervezas artesanales hasta aullarle desnudos a la luna en su casita allá por Delicias, Venados, más lejos o anda tú a preguntarle al diablo en dónde termina Tijuana, en dónde comienza el México…

Pero al viejo los años, la bebida, el matrimonio, el erial, la discapacidad y el panoptismo de la culpa y el prejuicio, le habían echado a perder las disculpas que jamás se atrevería a ofrecer.

—Pero si te hice vieja namás por un ratito mija…

Era el momento que más miedo le daba, pero no estaba asustada. 

—Soy más mujer yo que lo que usted tuvo de hombre en toda su pinche vida —dijo resollando.

Don Jerry sentía que temblaba, le aterraba demostrar temor…

—Eres una aberración Marlon, a poco crees que alguien se va a atrever a presentarte como su mujer, tu madre prefirió morirse antes que…

Y no alcanzó a decir más. Marlina le aplicó un candado al cuello con aquellos ojos a punto de matar o robarte un beso. Cuando el zangoloteo cesó, estrelló al fiambre en el comedor tolteca, partiéndose este a la mitad con tremendo chingadazo. 

Se puso a limpiar como si nada, pasaba la escoba entre cachitos de alabastro sin barrer recuerdos. Era una artista más madura, pues prefirió añejar la idea antes de representarla en la calle. Papá serviría para las plantas y los perros, así como siempre, pero ahora sería tan entretenido como al final lo fue el taxista: los fuegos fatuos representan la más solemne puesta en escena que existe.