Cuento «Mariposón» por Emiliano Pérez Grovas Zapiain

Yo no quería hacerlo, pero Patas me dijo que toda la escuela se iba a enterar que yo era un mariposón si no veía las revistas con él.

Su mamá se despidió de nosotros con un beso de las buenas noches, esperó una hora y, cuando supuso que ya estábamos dormidos, se fue a casa del Chivo, que sólo era un amigo.

Escuchamos la puerta de la entrada azotarse y el Patas, que ya sabía lo que su mamá hacía en las noches desde que su papá se había ido de la casa, decidió que era buen momento para, al fin, asomarse a ver las revistas que su padre siempre le había escondido.

Patas me pidió que guardara silencio para que no nos escuchara la muchacha. Con sumo cuidado, deslizó la perilla de su puerta y ésta cedió. Aparecimos en un largo pasillo con piso de duela, así que tuvimos que andar de puntitas hasta que cruzamos la puerta de la habitación de su mamá. En silencio, Patas se metió por la puerta y, después de una eternidad, salió con la llave que abriría la bodega de su papá.

 Una tabla floja rechinó en cuanto Patas apoyó su pie gigante en el pasillo y los dos nos vimos obligados a detenernos para asegurarnos que Ambrosia no se había despertado con el ruido. Aproveché el silencio para decirle que tenía sueño y quería irme a dormir y me respondió con un Ya no seas puto y ven.

Cruzamos la tabla floja y no encontramos con las escaleras que daban a la planta baja de la casa. Bajamos los escalones y nos absorbió la oscuridad. ¿Traes tu celular? Sentí mis pantalones, saqué el tabique marca Nokia que mi mamá sólo me daba cuando me  iba a dormir con un amigo y prendí la pantalla para que el Patas no se tropezara con su cocina.

El monitor alumbró la casa y en la luz encontré un mensaje de mi mamá. ¿Todo bien, hijo? No me atreví a contestarle y abrimos la puerta que llevaba al patio de servicio. Una vez afuera, le dije al Patas que me quería ir a mi casa y me dijo que no fuera un mariposón. En ese momento pensé que no tenía nada de malo ser un mariposón y me negué a continuar a hacer lo que el Patas quería.  Ya, güey, ya casi llegamos.

Como no quería regresar a la oscuridad solo, acompañé al Patas uno metros más. Pasamos por el diminuto cuarto donde Ambrosia dormía, y al fin nos encontramos frente a la bodega.

Patas introdujo la llave y el portón de metal se deslizó hacia un lado, dejándonos ver todos los objetos de su padre: camisas, zapatos, una bicicleta y una caja de cartón se presentaron ante nuestros ojos. Patas se agachó hacia la caja y yo aproveché para decirle a mi mamá que me quería ir a mi casa. Cuando terminé de redactar el mensaje, Patas me recibió con un puñetazo en la panza. Qué puto eres. Me dio una revista cuya portada estaba cubierta de negro y me dijo que la abriera o me iba a acusar con todo el salón. Dudé por un instante y, tras recibir un segundo golpe, abrí la revista.

Al ver las fotos en las hojas, el Patas me preguntó si me gustaba lo que veía. Yo no pude evitar soltar una risita. Pues a ti no te va a gustar, le dije. Le pasé la revista y, después de que vio lo que su padre guardaba, jamás me volvió a decir mariposón.