Cuento «María llena de gracia» por Shaila Pineda Morones

Los ventanales de la catedral de la Virgen de Fátima dejan pasar la luz del sol en delgadas líneas doradas al interior del recinto, donde María y sus hijos, junto con la congregación, recibían la orden del día en la Misa Pascual, celebración que se da antes del Domingo de Ramos. María, cabizbaja, con su misal en las manos, rezaba los versos del Padre Nuestro; le gustaría hacerlo en latín como le enseñaron en el Colegio de las Rosas, pero los tiempos han cambiado al igual que las alabanzas, pensó ella.

Sus hijos mellizos miraban al sacerdote para rezar en conjunto. María les había enseñado el Padre Nuestro para que siempre la guardaran cuando tuvieran pensamientos turbulentos. María les acarició el cabello mientras rezaba en total concentración, pero fue en ese momento de gracia que algo quebrantó su paz. 

Fue un zumbido. Al inicio no era tan fuerte, sin embargo, fue subiendo de intensidad. La cara pulcra de María se distorsionó, al punto de que gruesas gotas de sudor caían por su frente. Tomó aire con el propósito de recuperar la compostura. Del otro lado del pasillo, al final de la banca, un vagabundo con la piel lacerada, llena de suciedad, torció su boca como cuenco vacío y negro donde no cabía ningún diente blanquecino. María pensó que le sonreía. María abrió los ojos con violencia; a la distancia podía vérsele el asco. Moscardones revoloteaban alrededor del vagabundo y despedía un olor… que dejaba una estela a su paso hacia el altar. El desagrado de ver a un indigente en la casa del Señor le parecía de mal gusto; pero sobre todas las cosas, creía que en la suciedad se esconde el diablo.

La misa acabó con un rápido “Id con Dios, hermanos, la misa ha terminado”. Los del coro entonaron la monótona música del Ave María y todos, incluidos sus hijos, fueron saliendo de a poco, despidiéndose por ese día del templo. María agarró a sus niños de la mano al escuchar esas palabras. Se giró para buscar al vagabundo. No pudo verlo.

Al llegar a casa, María todavía estaba impregnada del hedor de aquel vagabundo, sintió que inundaba todo lo que tocaba, las habitaciones, la casa; obligó a sus hijos a desvestirse y tirar la ropa al cesto de la ropa sucia, sin importar que sus camisas blancas recién se habían lavado ese día.

Vinagre, cloro y un poco de bicarbonato, así como la paciencia con la que se sirve a Dios era la receta secreta que enorgullecía a María para que sus prendas quedaran a la perfección, con la gracia de Dios. En el fregadero de la cocina María tapó la coladera, y mientras cantaba una alabanza, dejó correr el agua para dar paso a remojar la ropa, y al tiempo que enjuagaba sus manos escuchó no uno sino dos zumbidos —como aquel de la iglesia—, que provenían de la alacena. La hizo girarse y alcanzó a una escurridiza mosca entre las palmas de sus manos, aplastándola. Los ojos de María se abrieron el triple de su tamaño. La náusea le subió por la garganta. Las arcadas que sobrevinieron, modificaron el cuidado rostro de María. Con cierta repulsión se limpió las comisuras de la boca. Jadeó. Al hacer esto se dijo que cómo era posible que Dios hubiera creado esas inmundas criaturas. Al momento se retractó porque ella no debería de pensar siquiera en que Dios fuera imperfecto y siguió, agitada, fregando las camisas que por alguna razón para María seguían oliendo al pordiosero.

Nuevamente un zumbido molesto apareció, primero del lado izquierdo de su oreja pasando por detrás del cabello, ubicándose en su otra oreja, y dio un leve manotazo al aire para espantar a lo que estuviera molestándola. Fue ahí cuando su vista se fijó con horror hacia la ventana: había una cara que le devolvía una sonrisa, que, de tan alargada, podían verse sus encías sanguinolentas. 

María ahogó un grito de pavor que quiso ocultar con sus manos. Se escuchaban las risas de sus hijos en la parte de arriba de la casa. No quería asustarlos. Las moscas salían de aquella figura y se metían por las rendijas de las ventanas. Una nube de ellas emanaba de aquel ser. El sonido de sus alas batiéndose con su fina membrana era tan ensordecedor que María no pudo contenerse e hizo la señal de la cruz, moviendo su mano derecha nerviosamente, de un lado a otro, formando más cruces, más cruces. Sentía que su cuerpo no le respondía. Sus piernas eran dos grandes rocas que no le permitían dar un paso, salir de esa visión, huir de las moscas. Las moscas tapizaban las paredes, los cuadros, el fregadero y todo aquello que podía significar para ella lo inmaculado.

Las moscas batían sus alas y frotaban sus patas en el cuerpo de María, y ella sin poder moverse. Y con repugnancia, miedo, se dijo, casi como un susurro: “Y el diablo que los engañaba fue lanzado en el lago de fuego y azufre, donde estaban la bestia y el falso profeta; y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos”.

Por fin, la mirada le cambió, del más absoluto terror a la dilatación de sus pupilas, como si toda su alma se compactara, contrajese, repitiendo como un mantra el mismo versículo. Se puso en cuclillas, abrió las puertas del mueble que había debajo del fregadero, de donde, atormentada, sacó un bidón amarillento con unas letras deformes que el tiempo borró.

Las manos le temblaban, casi no le era posible destapar la botella, el tufo de la gasolina blanca se hizo inminente. Las moscas seguían con su danza hipnotizante. Sus movimientos rápidos hacían imágenes monstruosas que harían temblar el Saturno de Goya, y a la pobre de María, María la justa, María la madre, María la beata, María la mártir, María la prejuiciosa, María la fanática, María siempre María llena de gracia.

Primero vino el movimiento casi imperceptible de la boca de María, de lado a lado, seguido de una risa nerviosa hasta llegar a una carcajada que deformaba su palidez en un gesto de dolor y felicidad mezclada. Alzó sus manos al cielo, derramando la gracia de Dios sobre ella, salpicando ese líquido por las cortinas, ventanas, muebles de la cocina, comedor, escaleras. A lo lejos unas pisadas bajaban corriendo, de la primera planta. María se apresuró a tomar los fósforos del cajón.

¡Dios, no me has abandonado! Exhaló cansada.

El fuego purificador de María llegó a tiempo para la misa de las 7:00 p.m. Las nubes de ceniza se podían ver desde la Catedral de la Virgen de Fátima. El vagabundo seguía sentado en la banca del templo, ahí mismo, donde María dejó su pureza.

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