Cuento «Manzai» por José Juan García González

Hasta esta noche nunca le había prestado atención al techo de nuestra habitación. Compartía el color blanco de las demás paredes, pero su simetría mostraba una clara rebeldía arquitectónica. Desde mi recostada posición, se elevaba de izquierda a derecha, y presentaba una cuadrada claraboya de grandes dimensiones en el centro. «¡Qué crazy!». Giré la cabeza hacia Diana. Ella se hubiera reído con mi comentario. Siempre lo hacía con mis tonterías cuando adquirían voz, para desgracia del resto de la humanidad. Era mi único público fiel. Me quedé un largo rato contemplándola. Su belleza no descansaba ni estando dormida. Tenía la costumbre de dormir cada noche con un pie fuera del edredón. Argumentaba que así regulaba la temperatura de su cuerpo -nadie se libraba de las manías que sólo nosotros mismos entendemos- y yo lo daba por válido.  Reclinó la cabeza hacia mí, y nos quedamos mirando. Bueno, yo la miraba; ella soñaba. Quizá soñaba que me miraba.

Estaba desvelado. Y en noches así, por mucho que intente evitarlo, formulo teorías transcendentales sobre temas absurdos. Me sirve de terapia contra la simpleza. Ayer, sin ir más lejos, no pude evitar profundizar en la postura que adoptan muchos escritores a la hora de ser fotografiados. Unos, con la mano en la barbilla, simulan mirar al horizonte; otros, desafían al lector con una mirada inquisitiva y los brazos cruzados. Algunos intentan transmitir un aura de romanticismo que no se corresponde con el siglo XXI, dando cuenta de que ha nacido en la época equivocada. En serio, resultan ridículos. Yo no soy escritor, pero si lo fuera, le comentaría al fotógrafo: «Mira, nada de poses. Sácame una foto quitándome una legaña, o pasándome el hilo dental. Lo que sea. Pero retrátame como un humano, no como un…». Y así me dieron casi las cuatro de la mañana, aportando ideas para salvar al mundo. Diana se acaba de girar hacia el otro lado, dándome la espalda. Me descubre su  coleta para dormir. Porque existen más tipos de coleta, ¡decenas! Coleta con trenza, coleta alta a un lado, coleta con pelo enroscado… Los márgenes no existen en el mundo femenino, joven Jedi.

Torno de nuevo mi vista hacia el techo. ¡Qué pared tan olvidada por el ser humano! Un techo es sinónimo de protección. Si nos fijamos, nunca nos ofrecen un suelo donde quedarnos, sino un techo como cobijo. Éste nos protege de la lluvia, del Sol más abrasador. Es más, cuando no lo tenemos, es sinónimo de éxito. Los únicos techos que existen para nuestras aspiraciones en la vida los creamos nosotros mismos. ¡Somos los obreros de nuestras propias frustraciones! Sin embargo, el suelo que pisamos se lleva todo el protagonismo. Con la gravedad de aliada, así cualquiera. Siempre pendientes del terreno que pisamos por si hay un agujero que nos haga tropezar, un chicle que nos impida avanzar, un trozo de cristal, una caca de perro, un chihuahua diminuto que podamos pisar… Éstos y otros motivos nos hacen mantener la cabeza gacha la mayor parte del tiempo, y aún más con el uso del móvil, y esta postura genera tristeza, que lo leí en un artículo en no sé qué revista ni en qué día. Pero lo leí. ¡Qué monólogo de estupideces impiden que duerma las ocho horas recomendadas por los expertos! Es una lástima que ninguno de mis compañeros de piso sea un Tsukkomi para darle un toque serio y coherente a mi relato.

– ¿Qué piensas? -Me pregunta Diana, a la vez que me abraza.

– Nada. Me estaba preguntando cómo hace una princesa como tú para escapar todas las noches de su castillo y dormir con este plebeyo trastornado en una habitación en la que ya no hay espacio ni para una silla. Pero aparte de eso, nada.

– ¡Qué tonto! -Entona una breve y débil carcajada antes de quedarse dormida de nuevo. Entonces, la beso en los párpados y me dejo caer por la compuerta que me llevará hacia un profundo sueño, arrumbando así mis paranoias. Ya está bien de hacer el Boke.