Mano extensa. Palma tatuada con un corazón de neón aguijoneado. Extraía melodías de un piano manchado de cenizas. Atiborrado de colillas Marlboro. Latas de atún. Botellas de ron. Hacía sonar canciones de David Bowie y, al cantar, resbalaban lágrimas que secaban por su cuenta. El amor y la estancia olían terriblemente mal, comentaba, después, al gato frotando el cuerpo en la basura.
Sus dedos, esqueléticos, de huellas torcidas, le transmitieron una intensa y helada sensación de soledad. Pero también de hermosura. El contacto se prolongó más de lo que hubiera deseado. Ella penetró en sus ojos transparentes. Entonces fue revelada en su alma la imagen de un cielo fuerte. Aunque a punto de romperse por una tormenta extenuada de resistir para evitar empaparlo todo.
—Gracias —dijo. Con más humo que voz. Sujetando la mano y palpándola rato casi imperecedero.
Abrió la carta de un mordisco. Escupió trocitos de papel. El pianista miró por encima de los hombros de la repartidora del correo. Estaban en la puerta de casa. Rodeados de pinos. También de aves extrañas que planeaban y luego descendían para arrancarle gusanos al césped. O reventarse locamente los picos en el pavimento. Descubrió cómo se formaba un agujero en el firmamento, entre nubes rebeldes, movedizas, y por allí se filtraba la luz del sol que brillaba con apariencia de aro y únicamente sobre un fragmento de la calle. Sonrieron.
El pianista tenía aspecto de lince vetusto. Salvaje. Melancólico. Abrigo roto. Con parches de flores negras. Debajo: camiseta plateada. Estampada con la figura de un libro vaciándose en un inodoro.
La carta que sostenía con los dientes y la mano libre eran las últimas palabras escritas por una antigua novia asesinada en un manicomio. Escritora fracasada. Sin embargo, tuvo líneas interesantes que pusieron a reflexionar a varios engreídos en bares de la ciudad. No supo la identidad del sentimiento producido al leer. Ofreció un trago a la mujer. Pero lo rechazó. Observó el interior de aquella casa. Era guapa para un empleo así.
Una gota de sudor apareció en el espacio entre las cejas de la repartidora. Soltó su mano y se marchó. Mientras desaparecía en el camino, se preguntó cuánto tiempo había permanecido el pianista enjaulado en esas paredes manchadas de muerte lenta. Especuló sobre la última vez que su mano acarició la de otro individuo. Pero, especialmente, le inquietó si completaba alguna especie de récord por no sonreír, por vivir como vagabundo.
El hombre cerró la puerta de una patada demente. Sirvió un trago. Puso fuego en la carta y empezó a aplastar sus dedos en el piano. Al gato dijo algo referente a encuentros fortuitos. A destinos cruzados por instantes fugaces. Afuera el firmamento cerró su agujero por donde se filtraba la luz del sol y, tornándose absolutamente gris, dejó caer una tormenta fantástica que lo empapó todo. Hasta ahogarlo en lo profundo de las alcantarillas.