Cuento «Luz» por Samanta Galán Villa

Mamá me dio un bofetón. El labio inferior le temblaba. Dijo que cómo era posible que me hubieran castigado a la hora de la salida, con los niños desobedientes. Intenté explicar que yo no tenía la culpa, que uno me embarró de pintura las trenzas y me defendí.

No quiso escuchar. Dijo que me conoce. Que más tarde no iba a cenar cereal de chocolate con la familia, que me iba a dar sólo un vaso de jugo. Cállate, cállate y no me contestes, grosera. Vete a tu cuarto, pero ya.

Me fui pisoteando al suelo. Mi pecho ardía. Vi desde el segundo piso por la ventana los tabiques saltados que pisó mi hermano cuando no tuvo ganas de quedarse encerrado. Muchas veces me indicó cómo bajar: primero el pie derecho, luego el izquierdo, después apoyas la mano en la pared. Bajas el pie derecho y ahí mismo pones la otra mano.

Nunca lo intenté, pero ya no quería estar en la casa. En el último tabique pisé mal y caí. Quise llorar, pero me aguanté.  Mamá estaba hablando por teléfono y no hizo caso.

 Anduve por la carretera. Aunque ya era la hora de comer, no sentí hambre. Derecho llegaba a la ciudad. Para mamá es mejor quedarse en las afueras, porque en el centro los coches hacen ruido. Hay gente en todos lados y si uno no sabe el nombre de las calles se pierde. Eso quería.

No estoy segura de cuánto tiempo caminé hasta llegar a una tienda de abarrotes. En la entrada había una niña, con un vestido amplio y azul. Su cabello era tan amarillo que parecía de vainilla. Me acerqué para hablarle. Estaba sola. Tal vez estaba perdida o intentó escapar de su casa, como yo.

 Hola, ¿qué haces aquí? ¿Dónde están tus padres? La niña me miró sin parpadear. Qué bonitos ojos. Verdes. No contestó. Su boca estaba abierta, pero sin ruido. Sus manos a los costados. Las pestañas abanicos negros y su nariz de bolita.

 Llegó el dueño de la tienda. Esta niña está castigada. A las niñas que se portan mal Dios las castiga. Ella se debe quedar así hasta que alguien le dé una moneda.

Metí las manos en mi pantalón y encontré una. Se la puse en la boca y la niña sacó la lengua como la de una serpiente. Empezó a mover los brazos en círculos, de un lado a otro. Sus ojos parpadearon y dijo me llamo Luz. El tono de su voz era el trinar de un pajarito. Marchó mientras cantaba la rueda de San Miguel.

Poco a poco se endureció hasta que hubo silencio. Pensé en que a nadie le interesaba el frío que podía sentir Luz, ni si tenía hambre o ganas de jugar con otros niños. El tendero ya estaba en el mostrador, despachando a una señora que escogía pan. Esperé a que cobrara para quitarle las manos y no oyera el tronar de los huesos al despegarse. También le arranqué las piernas y la cabeza.

Tomé lo que pude y corrí. Iba una cuadra adelante cuando se oyeron los gritos del señor. No me detuve hasta que llegué a la carretera. Luz tenía los ojos abiertos. Parpadeaban y sacaba la lengua. Yo también estaba feliz. Tomé una de sus manos y entrelacé mis dedos. 

Llegamos a un árbol. Esperamos ahí hasta quedarnos dormidas.