Cuento «Lucía» por Mario Serrano

1

Primero lo tomé con calma. Seguro se te hizo tarde, te encomendaron un trabajo extra en la oficina. Pero cuando me vi en una comisaría dando tus señas, hurgando en el celular para encontrar una fotografía tuya que permitiera identificarte, sentí que cada acto era imposible, a lo más un sueño. ¿Esto nos está pasando a nosotras?, ¿en serio? Entonces pensé en un juego que hicimos muchos años atrás, cuando para flirtear te mandaba muchos correos electrónicos. Escribía por ejemplo, que cuando te fueras te iba a buscar en lienzos y museos, en galerías añejas y estanterías con libelos revolucionarios. En el cielo y la mar. Tú siempre sonreías.

Pero ahora todo era brutalmente cierto. A ver, señorita, me dijo un policía, podría describirme a su pareja. Y les dije, pensando en mis antiguas historias, que tienes las cejas abultadas, el ceño limpio como un amanecer de otoño; los labios abultados y la imposibilidad de abandonar el aura del encanto.

El policía me vio con cara de asco. Por favor, señorita, esto es serio. Lo sé señor, le contesté, pero en mi mente sólo resonaban los versos de Ferreira Gullar, al que conocí por ti: Una parte de mí /es sólo vértigo: / otra parte, / lenguaje.

La policía tomó datos y comenzó un proceso que me dijeron sería rápido y efectivo. ¿Segura que no pelearon?, ¿qué no presentó señas de cierto hartazgo?, ¿todo estaba bien entre ustedes? Y más me indignó el cómo remarcaron el “ustedes”, que pensaran que únicamente por una pelea amorosa se pueden dar las desapariciones. Entonces todo esto es real, así son las cosas, ahora me tocan vivirlas. Sentí que un golpe me hundía en las fauces de la tierra.

Conforme pasaron los días me tiré en el sillón para esperar una llamada de la comisaría. Me resistí a creer que ahora tú y yo fuéramos parte de una estadística, que ahora tú fueras una actriz más de ese tinglado de las desapariciones. Me rehusé con todas mis fuerzas, mucho más de las que tuve cuando abrimos juntas el maldito sobre con los resultados del laboratorio. Estaba furiosa, cansada, completamente confundida. Todo esto es una broma de mal gusto. Entonces abrí los correos: ¿en su inocencia estaba oculta la cifra de que un día íbamos a ser parte de un drama? Indagué, traté de saber de ti en los grupos concretos paulistas, en las vanguardias de Río, en la moderna funcionalidad de una arquitectura brasilera. En el arte total y el diseño urbano. Porque eras arte y pintura. Obra maestra. Pero tú, rampante, te escabuías entre los edificios. Y me invitaste a conocer otros mundos.

Luego descubrí accidentalmente los restos de tu día. Estabas desnuda de la espalda y ofrecías un tercio de tu rostro al invisible espectador del retrato. El cabello cascada, los ojos cuencos, el gesto vértigo. ¿Quieres probar esto? Me dijiste. Yo no lo pensé mucho y te dije que por supuesto. El líquido penetró como si fuera tu propia sangre en mi cuerpo.

2

La policía me habló al cuarto día. Señorita, tenemos noticias de su pareja. Entonces me aparté el auricular, porque no quería escuchar que ahora eras parte de otra estadística, porque me rehusaba a creer que así son las cosas reales.

¿Señorita? Me dijo el policía, ¿sigue ahí? Y recordé vagamente que el policía era un hombrón mulato de mirada fierísima, pero que sintió mucha empatía cuando le dije que por favor me ayudara a encontrar al amor de mi vida. ¿Cómo se llama su esposo?, me dijo con su voz de hombrón mulato, y yo le dije llorando que no era esposo, que era pareja y se llamaba Lucía.

¿Señorita? Repitió la voz. Y te juro que tragué aire para no oír la noticia dura, definitiva. Porque el silencio se hizo como una barranca profunda y sí, me dio mucho miedo, tanto o más que los resultados del laboratorio. 

No grito. No lloro. No provoco ni convoco conmiseración. No quiero atenciones falsarias. No milito en partido político alguno. No me importa que el mundo gire. No me detengo a pensar bagatelas. No me gustan las tontas. Tampoco me gustan las demasiado inteligentes. No quiero pensar. Pero si dejara de pensar, dejaría de vivir. Porque en fin, no sé si tengo fortaleza. No soy, ¡por Dios!, un poema. ¡Basta de tus estúpidas analogías! No me gustan las figuras, ni las imágenes o las sinestesias. No sé a qué viene todo esto. No soy Magdalena. No lloro. No grito. No provoco sino exactamente lo que yo quiero provocar.

Ya la encontramos, me dijo la voz.

¿Es verdad? Sí, me repitió la voz. Pero tiene que venir inmediatamente al Hospital Civil, ahí está por ahora.

3

La encontramos caminando por la orilla del río, en los muelles. Parece un poco alterada, pero seguro que verla le va a ayudar mucho. Pero no le puse atención a la mujer que me daba esos datos precisos porque urgía encontrar de nuevo tus ojos y decirte que si estabas loca, que cómo me habías podido hacer eso, e inmediatamente corregía que no, que te iba a besar, a decir que por favor no te fueras nunca, ni en juegos.

¿Cómo estás? Triste, por supuesto, me dijiste. Es hermoso oír tu voz, tan firme, tan segura de todo. Parecías un poco cansada y aterida, pero luego me soltaste de tirón, como si en eso te fuera la vida. Estoy harta. De la vida. De la subjetividad, de la racionalidad excesiva, de los malos libros y de mi existencia; de mi universo, de mi situación, de mi decisión de confiar demasiado en que las cosas se arreglan mágicamente. Pasó un silencio como un siglo. Luego puse mi mejor cara y sólo pude decirte, como boba. Me da gusto que estés bien, Lucía. Me preocupé mucho, pensé lo peor.

Estuvimos en silencio, viéndonos fijamente, hasta que la mujer del hospital me pidió que por favor te dejara descansar. Tan pronto llegué a casa quise escribirte otro mensaje: ¿Mis ojos reflejan un letargo reseco y quebradizo? Pero seguí de largo escribiendo con swing, al puro estilo de Chet Baker si en lugar de saxofón hubiera empuñado recurrentemente una pluma. Estás loca, pensé, cómo va a leer todo eso, si apenas puede estar despierta cinco minutos. Pero no podía parar. ¿Por qué huiste Lucía?, ¿por qué querías dejarme?, ¿qué te hice para que así sucediera todo? ¿Acaso crees que yo no tengo miedo?

Decidí hablarle al policía mulato para agradecerle sus atenciones. El hombrón me dijo que era su deber y que le daba mucho gusto que todo tuviera un final feliz. Muchas no tienen la misma suerte, sabe, así que disfrútense y por favor, cuídense.

Por la mañana iría al hospital, quizá en la noche ya estaríamos juntas en la casa. Así que decidí arreglarla, poner flores, dejar todo listo. Incluso puse en la repisa el facsímil del Livro da Criação, un poema plástico que va narrando un mito, un rito, un paso de muerte para que al fin, emerja la vida. Lucía, te dije en silencio, deshoja mis párpados y ponles una sombra, un polvo cósmico o un par de hojas de mar debidamente aplanadas.

Entonces me puse a llorar. Lucía, ¿por qué eres fuerte? ¿Por quién eres fuerte?, ¿cómo es que yo nunca puedo ser fuerte? Y pensar que nos quedaban a ambas unos meses de vida fue tan insultante que me desmoroné toda.