Cuento «Los ojos de Enrique» por Eduardo Viladés

Sus ojos están cercados por las ojeras de quien ha sufrido más de lo soportable y, a pesar de todo, es capaz de amplificar la alegría de los demás mientras saborea un buen Ribera del Duero e intenta que quienes le amamos eliminemos el velo en flor de su corazón para embotellarle en la bodega de los sueños perdidos, para que su nombre se enmarque en alguna plaza recuperada en este presente que clama justicia, que confía en un futuro en el que se premie a quienes son diferentes y se niegan a ser encerrados en el rebaño de los iguales. Porque en Segovia estamos muy avanzados en diversas materias, pero en el campo de la salud mental aún queda mucho por hacer. No vale el sentimentalismo ni la compasión. Tampoco lleva a ninguna parte encontrarse con mi hermano por la calle Alfonso VI de Sepúlveda y hablarle como si fuese un bebé en su carrito. El tono de voz alto, las muecas grandilocuentes y el caramelo de menta de marca blanca se los pasa Enrique por el arco del triunfo. Tiene casi 40 años, antes que toda esa mierda preferiría un gin-tonic. 

¿Es el amor una profesión en desuso? En este municipio que vaga sin rumbo, deberíamos revitalizar algo tan sencillo como lo que hace Enrique todos los días: mirar hacia dentro de nosotros mismos y dejarnos llevar. Porque la sabiduría del corazón, germen de la auténtica universidad de la vida, reside en nuestro interior. Solo hay que ponerse a buscarla, como hace mi hermano, y veremos cómo podemos dar una lección magistral con un puñado de besos, perseverancia y un poquito de escucha.

El 1% de la población mundial desarrollará alguna forma de desequilibrio mental a lo largo de su vida, unos 52 millones de personas. Como sepulvedano convencido, opto por la locura de las mentes exuberantes para prosperar, para perderse en el interior del Castillo de Fernán González, para rezar a un Dios sin nombre en la iglesia de la Virgen de la Peña a la vez que se degusta un rico cordero asado. En mi vida, el arte se ha convertido en mi refugio, con dos vertientes: la creación teatral y la composición periodística. Gracias a mis textos de teatro me evado al país de nunca jamás, un lugar sin estigmas donde no existe el sufrimiento. Cuando mi inquieta mente está a punto de olvidar el mundo de los vivos, mis artículos periodísticos hacen que regrese a la realidad para combatirla y denunciar lo mucho que todavía queda por hacer para lograr la normalización de las personas con algún tipo de discapacidad mental en medio de una España vaciada que reclama el lugar que le corresponde. 

Enrique vive a tiro de piedra de la Casa del Moro. Cuando mi padre vivía dábamos enormes paseos por los aledaños, imaginando a Fernán González conquistando la villa con los ecos fantasmagóricos del primer conde soberano de Castilla. Kike se relajaba contemplando los pinos y echando migas de pan a unas palomas que nunca aparecían en la plaza de los Corralones. De vez en cuando íbamos a las Hoces del Río Duratón. Esas ojeras cercadas por el dolor se difuminaban al contemplar el profundo cañón, que en algunos lugares alcanza más de 100 metros de desnivel. Enrique se tranquilizaba, se transportaba a una anhedonia sin sufrimiento, al vago sueño del que se despierta sin haberse dormido todavía gracias al sosiego del paisaje, a sentir cómo la mente se deja llevar hasta los elevados farallones rocosos. Buitres leonados, alimoches, águilas reales, halcones peregrinos. Y los ojos de Enrique.

De lunes a viernes acude en Segovia capital a una asociación de salud mental y durante ocho horas hace manualidades con sus compañeros. Se me pone la carne de gallina cuando echo la vista atrás y pienso que hace apenas 30 años las personas con discapacidad mental eran recluidas en lugares inhóspitos alejados de la sociedad. Eran grandes sacos donde cabía de todo, lugares de contención del loco. Se encierra a algunas personas en manicomios para hacer creer que los que están fuera permanecen cuerdos. Yo, como creador, tengo una obligación conmigo mismo y con mi entorno, con Sepúlveda. 

Dicen que el arte reproduce lo invisible, que el arte es el placer de un espíritu que penetra en la naturaleza y descubre que también ésta tiene alma. La locura, a veces, no es otra cosa que la razón presentada bajo diferente forma. Quizá sea la sabiduría misma que, cansada de las vergüenzas del mundo, ha tomado la inteligente resolución de volverse loca. ¿No eran los sabios quienes recorrían los caminos que hacían los locos? 

El otro día desayunamos juntos. Tras disfrutar de mi periplo inspirador por la antigua cárcel y dejarme llevar por esos árboles extraídos de un oasis de ensueño que Almanzor contempló cuando reconquistó la villa, había ido a verle a casa de mi madre y me había quedado a dormir. 

—¿Sabes? He soñado que era normal —me dijo.

—Tienes suerte de haberlo soñado y no serlo —le respondí guiñándole el ojo y lanzándole un beso de buenos días. En el fondo, me gustaba que Enrique me dijese estas cosas, tenía la sensación de que luchaba por reconquistar su paisaje interior. Para escribir de una cierta manera, hay que vivir de una cierta manera y, gracias a la contumaz mente de mi hermano, mis textos gozaban de un poquito de alma. 

Acto seguido nos arreglamos y nos fuimos al centro de Sepúlveda. Agosto vibraba con la cercanía de los Santos Toros. Una vez más, nos reímos de nosotros mismos sin temor al qué dirán, esforzándonos por proclamar una verdad incómoda pero necesaria, conscientes de que vivíamos en el tiempo de la osadía, sabedores de que nuestro paisaje interior se componía de muchas murallas inexpugnables trazadas a golpe de machete. Tras mirarnos a los ojos con la tripa llena y la vida henchida, instauramos la locura del corazón como nuestro leitmotiv en una Sepúlveda iluminada por nuestras antorchas que nos invitaba a soñar. 


Eduardo Viladés. Escritor, dramaturgo, actor, director de escena y lingüista español con 29 años de carrera en diversos países. Formado en la Universidad de Navarra, Universidad de Lovaina, Universidad de Valencia y Universidad de Urbino, así como en el centro de dramaturgia Cuarta Pared de Madrid. Ganador de más de 52 premios internacionales de teatro y literatura, Eduardo Viladés cultiva el teatro, así como la narrativa y el ensayo-denuncia. Sus obras teatrales se representan en varias ciudades españolas, México, Colombia, Perú, República Dominicana y Estados Unidos. Trabaja asiduamente con sus ensayos, artículos y obras de narrativa con más de una docena de revistas culturales. Compagina su labor como lingüista, dramaturgo y literato con el periodismo, área en la que cuenta con más de dos décadas de trayectoria profesional en diversos países del mundo como reportero, editor y presentador estrella de TV. Ha vivido en Reino Unido, Líbano, Francia, Italia y Bélgica. Conocido a nivel nacional por sus conferencias inmersivas y teatralizadas sobre cine clásico, feminismo y literatura comprometida, también es experto en moda y documentales de sensibilización social, un artista polifacético. 

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