Cuento «Lázaro» por Mario Benavides

Ocurrió en Arizona. Lázaro arrastraba un burro a lo largo de un sendero que se adentraba en el desierto. Donde se dice que nace el sol y se surte de arena al mundo. Lo detuvo un hombre rubio, vestido con una empolvada chaqueta azul de vistosas charreteras plateadas, que montaba un hermoso alazán negro. Meses atrás, un contingente de soldados a su mando había irrumpido en los pueblos de la sierra, arrastrando piezas de artillería y confiscando cuanta herramienta útil encontraron a su paso. Ahorcaron a un paisano que se atrevió a protestar cuando sus dos vacas fueron tomadas como tributo de guerra. Dejaron su cadáver colgado de lo alto de un campanario, para escarmiento de todos. Era rubio, y aunque su piel se había oscurecido con el sol del desierto, sus ojos azules conservaban intacto el fulgor de acero de los guerreros de su raza, adeptos siempre a la sangre y a la obediencia. Borracho como una cuba, le costaba trabajo sostenerse sobre el caballo, pero no demoró en pedirle cuentas a Lázaro. Que de donde venía, que adónde iba. Que si no sería uno de esos bandidos que hostigaban la retaguardia de su ejército, matando a traición a sus soldados. Lázaro calló al principio, pero luego habló, mascullando las palabras. A él no le interesaba la guerra. Era un hombre humilde, sin ninguna posesión más que un rancho miserable donde vivía con su mujer y sus dos hijos. Iba hacía el corazón del desierto, pues le habían dicho que allí unos indios eran capaces de leer el porvenir en el fuego sagrado. El hombre rubio se rio de Lázaro, de su confianza en la magia. Debía saberlo: ellos eran el porvenir, el progreso, y ahora el desierto les pertenecía. Dejó a Lázaro a la orilla de aquel sendero, después de arrebatarle el burro con las provisiones. Lo último que vio de él fue su rostro inexpresivo en medio de un torbellino de arena.         

Se llamaba Douglas W. Anders, y antes de incorporarse al ejército, había trasegado sin éxito en incontables oficios en su natal Alabama, antes de ser enviado a la cárcel por herir a un hombre en una riña de cantina. Luego de cumplir una condena de dos años le había prometido a su madre, una pobre mujer que malvivía en una casucha a orillas del río Tallapoosa, que dejaría de ser un hijo calavera y que regresaría a casa convertido en un hombre de bien. Intentó el contrabando de licor en Nueva Orleans, pero fue detenido por las autoridades y acabó de nuevo con sus huesos en la cárcel. No se desanimó. Solo aguardaba una oportunidad, y esta se presentó cuando, libre al fin, fue llamado a filas. Allí se encontró a gusto, y a pesar de su alcoholismo impenitente pronto fue ascendido a sargento. Era valeroso y despiadado. También oportunista. Consiguió algunas ventajas durante la campaña de México, y se hizo a una pequeña fortuna.

Al final de la guerra regresó a Alabama dispuesto a rehacer su vida. Pero los malos hábitos prevalecieron, y al cabo de unos años, entre el juego y la bebida, había perdido todo su dinero. Aunque trató de recuperar su modesta fortuna con las apuestas, su situación solo empeoró. Perseguido por los acreedores permanecía oculto durante el día en los lupanares, y salía a las calles solo cuando los últimos rayos de sol se desvanecían en pálidos destellos tras las colinas que rodeaban la ciudad. Una noche se dio por vencido. Pidió prestada una soga y alquiló un cuartucho en un hotel de mala muerte. Todo habría concluido allí, de no ser porque la viga donde ató la soga, carcomida por las termitas, cedió de repente y se vino abajo. Adolorido, con la cabeza rota, en medio de una nube de polvo, el atónito Douglas W. Anders quiso tomar una copa antes de volver a intentar su propia muerte.

Cuando salió a la calle descubrió a la muchedumbre excitada por las noticias recientes. Por boca de un policía se enteró, que esa madrugada, tropas de la confederación habían bombardeado el fuerte Sumter. El país estaba en guerra. Esa noche se emborrachó hasta quedar inconsciente. La victoria del Sur era cuestión de tiempo. Las riquezas de la Unión pronto estarían al alcance de la mano. A la mañana siguiente, sin dudarlo, se alistó en el ejército confederado. 

La guerra duró más de lo imaginado, y al cabo de cuatro años un sargento Douglas W. Anders, hambriento y sin esperanzas, desolado ante la debacle de los ejércitos sureños de la que fue testigo en un campo innominado al sur de Richmond, decide desertar. Como no quería que en una postrera retaliación los fanáticos del ejército confederado le echasen mano y lo ahorcasen por traidor, se marchó lejos de su tierra natal, aventurándose de nuevo en los territorios del oeste. Allí nadie tenía la menor idea de quién era él, nadie conocía su nombre; en medio de la multitud de advenedizos que se agolpaba en los pueblos de la frontera en busca de un guiño de la fortuna, era poco menos que una sombra. Comenzaba una nueva vida o al menos eso pensaba mientras oculto en el vagón de un tren con destino a Taos, se entretenía contando las ratas que atisbaba en la oscuridad. La suerte le sonrió. Progresó en sus negocios. Hasta pensó en volver a Alabama, pero se enteró que allí le esperaba la horca, acusado de torturar a oficiales de la Unión durante la guerra. Se olvidó del asunto, pero una noche, años después, una patrulla del ejército federal llega a Santa Fe en su búsqueda. Se salva del arresto por pura casualidad, pues, por error, la tropa detiene y ejecuta a un sujeto con su mismo nombre. Tiene que huir vestido de mujer, en medio de la oscuridad. Camino a Arizona, roba las ropas y la cabalgadura a un mexicano, al que deja agonizante a la orilla de un arroyuelo. No lo sabe, pero sigue aquel sendero donde lustros atrás dejó abandonado a Lázaro. Está tranquilo, pues presiente que los federales irán a California en su búsqueda, mientras que él pronto estará del otro lado de la frontera. 

Aquel día nada parecía perturbar la calma en la interminable llanura soleada. Entre los cactus erizados correteaban frenéticas legiones de lagartos. Una bandada de zopilotes sobrevolaba sigilosa sobre un barranco cercano. El aire parecía vidrio derretido que una mano invisible hubiese volcado sobre las dunas ardientes. Sintió sed, pero no quería recurrir tan pronto a sus reservas de agua, así que prefirió no tocar la cantimplora. Le interesaba alcanzar una prometedora franja de verdor que su entrenado ojo de militar había divisado a lejos, sobre la perfecta línea del horizonte. De repente, el caballo se negó a avanzar, temeroso. Entonces escuchó un leve rumor, como un siseo repentino del viento. De la nada surgieron ante él las fauces enormes de una serpiente. Caballo y jinete se vinieron abajo, pesadamente, sobre la arena del camino. Entre ráfagas de dolor sintió que su pierna se entumecía poco a poco. “Es el fin” pensó. Y recordó que había olvidado cómo rezar. Entonces, en medio de las brumas implacables que anunciaban su muerte, vio a Lázaro. Vio su rostro impasible cuarteado por el inclemente sol del desierto, por la arena, por el tiempo.   

—Llevas muchos años enfermo —le escuchó decir con la misma voz parsimoniosa de años atrás—. Ya es el momento que alcances tu propia cura.

Douglas W. Anders sintió en la agonía que miles de agujas ardientes le horadaban la pierna como si su carne fuese destrozada por un rastrillo de fuego. El mundo se disolvía en largos jirones de sombra y la voz de Lázaro fue solo un susurro que acabó devorado por un silbido ensordecedor. Los oídos le dolieron. Trató de reír, pero ya era tarde. Entonces se desmayó. Cuando despertó estaba en el interior de una choza. Una mujer india, envuelta en un poncho, lo contemplaba en silencio desde un rincón, imperturbable. Sobresaltado, examinó su tobillo, y descubrió la cicatriz que habían dejado unos colmillos. Cuando se acercó a la mujer y le preguntó por Lázaro, ella con señas, le indicó que no hablaba su lengua. Descubrió que estaban solos, que aparte de ellos no había un alma en leguas a la redonda.   

Con el tiempo Douglas W. Anders levantó en aquel lugar un rancho, donde se dedicó a criar caballos cimarrones. Tomó como su esposa a la mujer, y procreó con ella tres hijos. Se hizo amigo de los indios del desierto, que compraban sus caballos, y que a veces lo invitaban a ceremonias secretas, donde mascaban durante horas unas hojas quebradizas que propiciaban visiones extraordinarias entre largos éxtasis espasmódicos. Averiguó por Lázaro, pero nadie lo conocía, nunca nadie había visto a un hombre semejante en la región.         

Los años pasaron. Después de mucho tiempo, Douglas W. Anders por fin estaba en paz consigo mismo. Su cabello comenzó a encanecer, pero a él no le preocupaba la vejez, mientras pudiera permanecer tranquilo en ese pedazo de tierra que había elegido para pasar tranquilo sus últimos días. Sin embargo, una mañana, mientras domaba un potro en el corral, descubrió en el horizonte una formación de jinetes que, en medio de una nube de polvo, avanzaba disciplinada hacía su rancho. Aunque su vista no alcanzaba, podía imaginarse las empolvadas chaquetas azules, el oficial imponente con el sable en alto, las insignias relucientes de la tropa federal. “Estarán aquí antes del mediodía” pensó. Sus hijos trataron de convencerlo de que resistieran hasta la muerte pertrechados en el rancho o que al menos huyera hacía México, pero él desistió el ofrecimiento: sabía cuál era su destino y estaba cansado de huir. No tardó en ser llevado a la corte marcial acusado de la tortura y asesinato de dos oficiales de la Unión durante la guerra civil. Sin mayor deliberación un tribunal militar lo condenó a morir ante un pelotón de fusilamiento. Era el fin. Encerrado en un calabozo, Douglas W. Anders volvía sin cesar a los muchos recuerdos de su vida accidentada, pero una imagen en especial retornaba persistente en esa hora fatal: la de la mujer sigilosa envuelta en un poncho, allá lejos, en su rancho, avivando en las frías madrugadas del desierto la lumbre en el fogón.

A primera hora lo llevaron al patio y lo colocaron delante de un largo muro ennegrecido por la pólvora. Un soldado quiso cubrir sus ojos con una venda, pero él lo rechazó.  En seguida, los hombres del pelotón se alinearon en frente suyo. A una voz del oficial al mando, doce cañones de fusil apuntaron hacia su rostro. En ese momento, las puertas del fuerte se abrieron de par en par y una carreta desvencijada que arrastraban un par de caballos rucios entró haciendo gran estrépito. Era el agua para el fuerte que traían desde un pozo cercano. Los soldados dejaron a un lado las armas y se acercaron a la carreta. Después de refrescarse, uno de los soldados le ofreció su cantimplora al prisionero. Douglas W. Anders bebió el último sorbo de agua de su vida, y se sintió satisfecho. Ya no tenía miedo.

El pelotón se cuadró de nuevo y, con voz poderosa, el oficial ordenó levantar las armas. En ese justo instante, Douglas W. Anders descubre en un rincón del patio al hombre que acaba de entrar al fuerte conduciendo la carreta, y que contempla la escena, impávido. Reconoce sin sorpresa el rostro que vio por última vez en medio de un torbellino de arena, hace muchos años, en un olvidado camino del desierto. Es Lázaro.  

Entonces Douglas W. Anders se ríe, y no deja de reír, hasta que se oye la orden de fuego, y una descarga brutal le destroza el pecho.