Cuento «Las playas del tiempo» por Ernesto Tancovich

Una mañana de aquél difícil año 90 distinguí en el piso del corredor que lleva al baño algo blanco, cuadrado. Lo recogí. Era una de esas fotos kodak de vacaciones, ajada y con manchas. De café,  de óxido, de las que deja el tiempo. Una mujer  joven,  la vista en alto, salía del  mar llevando  de  la  mano  a  un niño de cuatro o cinco años que miraba al suelo, contrariado. La impresión del margen fechaba la toma en febrero de 1970. Los veinte años transcurridos habían abaratado el color en azules desvaídos, turbios anaranjados y blancos demasiado blancos. Hice cuentas. Ella debería rondar ya los cincuenta, y unos veinticinco el niño. Mentalmente pasé revista a las personas de esas edades que conociera sin dar con una que pudiese asociarse a las de la foto. Decididamente,  eran para mí del todo extrañas. Tampoco pude articular alguna teoría verosímil acerca de su aparición en casa. No había recibido visitas ni se advertían señales de que alguien hubiese entrado subrepticiamente. Además que un intruso  dejara a mi paso la vieja foto de una desconocida hubiese constituido  un misterio en sí mismo.

Y ahí quedó, perdida entre las páginas del libro que tenía más a mano. De vez en cuando reaparecía para ser nuevamente olvidada en otro libro o en el cajón de las cosas inclasificables… Finalmente fue a recalar en la caja de cartón  que almacena las fotos de la vida. La vaga sensación de que un día algo llegaría a decirme me impedía descartarla.

Volví a ver esa mujer. Fue una tarde de febrero, en las playas de Santa Teresita, tal como en la foto, recortándose sobre el mar verdoso del que acababa de salir, mojada y sonriente, llevando al niño de la mano. Algo vaciló dentro mío, hubo un corrimiento del tiempo y el espacio semejante al cambio de escenografía entre dos actos. La razón indicaba que no podían ser los mismos. Ella tendría que andar por los setenta y orillando la cincuentena el niño. Y era sin embargo el mismo rostro largamente contemplado en la foto, el mismo andar decidido de quien parece a punto de alzar vuelo, y este niño tan enfurruñado como aquél otro. Empezaba a parecerme que en esa vuelta de campana que acababa de dar el tiempo las personas sin duda reales que se presentaban a mi vista eran una copia tardía de aquellas otras impresas en el papel. La mirada de ella pasó muy por encima de mi cabeza, dirigida a lo alto y a lo lejos. No me costó comprender que atraía su atención algo que la foto  había dejado fuera de campo. Era el globo aerostático que venía sobrevolando el pueblo, circunstancia trivial que explicaba la expresión de encantamiento registrada en la foto y duplicada ahora en la vacilante realidad. Mirando ella a los cielos y el niño a las arenas, pasaron a mi lado sin verme. Cuando atiné a volverme, buscándolos entre la gente, habían desaparecido. En días sucesivos recorrí en vano las calles con la esperanza de un reencuentro. Caído el telón quedaba intacto el enigma. La puerta  entreabierta había vuelto a cerrarse sin que atinara a espiar el otro lado.

Durante el viaje de regreso me esforcé en retener lo que había visto. El pelo mojado de la mujer, los anteojos sobre la frente, destellando al sol, el brillo de las gotas sobre la piel tostada, la malla con dibujos ondulantes en turquesa y azul, el niño refunfuñando a la rastra. Quería cotejar aquello con lo que cuarenta años atrás había fijado la foto. Subido a una silla bajé la caja de lo alto del ropero y sentado en la cama la abrí. Fui pasando las fotos de a una, casi sin mirarlas. No quería que otros momentos de mi vida me distrajeran, desdibujando la imagen que traía en la retina.

No pude reconocerla más que por la mancha marrón en el ángulo superior derecho. Y ya sin dudas por la fecha impresa en el margen: FEB 70.

Fuera de eso era apenas un ajado cuadradito de papel blanco, sin vestigios de imagen alguna.