Cuento «La venganza» por José Cauich Canto “Cac”

Le daba vueltas al café con la cuchara metálica, Rosario, su esposa, lo miraba mientras bebía la infusión de hierbabuena; la casa estaba oscura como de costumbre. Rosario le daba pequeños sorbos al té y lo atisbaba inquieta. Damián le soplaba al café y observaba las paredes de las casa, miraba de manera fija la fotografía de bodas que colgaba en el comedor, observó cada línea de la foto, se fijó en Rosario quien seguía evadiendo su pregunta, así que decidió romper el silencio incómodo que flotaba en el ambiente.

—No me has respondido, ¿serías capaz de hacer eso? —preguntó mirándola a los ojos, ella intentó esquivar su mirada inquisidora y siguió dándole sorbos a la infusión de hierbabuena; de pronto un aire gélido recorrió toda la casa, Damián lo sintió en los huesos, pero ahora no estaba seguro de si era por el descubrimiento de anoche o se lo estaba imaginando, aunque dudó de lo último y observó la ventana, el cielo estaba repleto de nubes  oscuras y cargadas a punto de deshacerse sobre los  techos de los edificios desolados.

—¿Para qué quieres saber? —contestó Rosario manteniendo la serenidad en la voz aunque sus manos nerviosas se entretenían dándole vueltas a la cuchara.

—El sueño me ha hecho reflexionar. ¿Me harías eso?

La mujer lo miró, en su rostro pudo ver el sentimiento de culpa que intentaba ocultar, sus ojos parecieron entristecerse y sus gestos faciales delataban que estaba preocupada, pero se mantuvo firme:

—Damián, termina de beber el café se está enfriando.

Su esposo la miró, no podía entender que la mujer que había amado tanto le ocultara algo tan importante, pero tenía la esperanza de que Rosario recapacitaría y le contaría toda la verdad.

—Bueno está bien, pero supongamos que realmente te engañara. ¿Serías capaz de hacerme eso?

Rosario ignoró las palabras de su amante, prefirió concentrarse en el vaho de la bebida y luego le dio otros pequeños sorbos al té. La casa se enfriaba cada vez más, una gotera se había formado en la esquina del comedor y el sonido de las gotas irritaba a Damián que desolado miraba como caían en la cubeta que había puesto debajo para que no se encharcara el piso.

—No lo sé, Damián —contestó la mujer evitando mirarlo a los ojos—. Solo ha sido un absurdo sueño, deja de hacer preguntas tontas.

Como una película en su cabeza Damián pensó en Aurelio, no lo había visto desde la noche que tuvo ese sueño. Recordó cómo había sido cuidadoso en cada aspecto para evitar que su esposa descubriera su infidelidad, borraba los mensajes antes de llegar a casa y  evitaba hablar de él con Rosario. “Quizás por eso lo hizo” pensó, y se puso nervioso así que optó por mirar  la ventana para no sentirse culpable de lo sucedido.  Ninguna ave surcaba los cielos, las nubes seguían oscuras y el viento azotaba la ventana abierta que chocaba en contra de la pared. Ahora comenzaba a comprender el cambio en su cuerpo, entendía la razón por la cual después de aquella noche no se le quitaba el frío, que lo chupaba como una garrapata a pesar de que se abrigaba. También entendió por qué  desde aquella vez ya no le sentía sabor a la comida ni al café.

—No puedo creer que me hayas mentido todo este tiempo —dijo impávido mientras seguía contemplando el cielo por la ventana—.  Por eso veía que una luz me seguía a todas parte, pero ahora ya no hay luz.

Rosario lo escuchó, sus manos comenzaron a mover la cuchara con vehemencia, de pronto tuvo un ataque de ansiedad y comenzó a llorar, derramó la infusión sobre la mesa, se llevó las manos a la cara y quiso gritar pero sus cuerdas vocales no respondieron. Damián la contempló, sintió lástima por él mismo, miraba las nubes, intentaba borrarse la imagen de su cadáver congelado en la nevera.

—Me hiciste creer que todo había sido un sueño —repitió en voz baja.

La mujer tomó un trapo y desesperada comenzó a secar lo derramado

—Lo siento —dijo con su voz entrecortada, mascullando las palabras que apenas y lograba decir—. No quise hacerlo pero esa noche te seguí, sospechaba que algo me ocultabas. Entonces fui a buscarte al trabajo y te vi besándolo, cuando observé como lo mirabas, me ganaron los celos —comenzó a sollozar—.  Me apresuré a casa, y te preparé un platillo con el veneno de rata que teníamos, estaba tan enojada y tan triste que luego de cocinar me quedé dormida y no me dio tiempo de arrepentirme. Al despertar te vi a mi lado abrazándome, pensé que todo había sido un sueño maquinado por mis celos, pero bajé a la cocina y ahí vi tu cuerpo inerte, estabas frío, ahora ya no eras de nadie, pertenecías a la muerte.

Las lágrimas rodaron por las mejillas álgidas del rostro de Damián y se las limpió con su camisa.

—¿Y por eso ocultaste mi cuerpo en el congelador del sótano e inventaste que todo lo había soñado?

—Damián —dijo Rosario—, no quise hacerlo, pero tampoco quería ir a la cárcel así que les hice creer a todos que me habías dejado para irte a vivir con tu amante. La policía no sospechó de tu desaparición, además planté evidencia en la casa de Aurelio para que lo inculparan.

Damián continuó llorando y tiritaba de frío a causa del viento que amenazaba con seguir extendiéndose por toda  la casa. Rosario lo miró no supo que responderle, miraba fijamente la mesa.

—Rosario, ¿cuánto tiempo?

—¿Qué?

—Me haz ocultado esto.

La mujer enmudeció, en su cabeza rebobinaba el recuerdo de aquella noche como una película de terror, llegó a la conclusión de que ya no tenía caso ocultar nada, respiró profundo y dijo:

—Cuarenta…

—¿Días?

— …Años.

Unas horas más tarde, cuando la tormenta azotaba la ciudad y los rayos iluminaban el interior de la casa, las lágrimas cesaron. La luz de un rayo tenue alumbró la casa y el rostro de Rosario. Entonces la contempló diferente, ya no era aquella jovencita, de rasgos tersos y joviales, ahora era una vieja con ceguera parcial, habitando entre los muros de una casa a punto de derrumbarse. Conmovido buscó entre la oscuridad la mano de ella,  la acarició.  Se puso de pie y fue hacia ella le dio un beso, y le limpió las lágrimas que escurrían de sus cansado ojos. La mujer dio un último suspiro y murió. Damián se quedó solo habitando por la eternidad esas cuatro paredes.


Semblanza:

José  Cauich Canto “Cac” nació en Mérida, Yucatán, en 1996. Estudiante de Historia (UADY). Escribe con frecuencia y ha comenzado a enviar sus escritos a diferentes revistas digitales. Su cuento El diablo no puede robar, será publicado próximamente en la revista Enchiridion editada por estudiantes de la Universidad Autónoma de Querétaro.