Cuento «La sangre de los López» por Moisés García Hernández

Los pasos de Julio resuenan en la atmósfera oscura del callejón. Rebotan en las paredes escarapeladas. Se elevan hacia los techos de los terceros niveles, más allá, hacia un cielo profundo tachonado de estrellas. El botín del atraco se oprime contra su vientre debajo de la sudadera, indispensable a pesar del calor. Atrás quedaron sus socios: el Silvio, el Pantera y López. [Ese López, castroso, ¡terco como una mula!, reclamándome que yo agarré una parte más grande que la de él. Se ha estado portando cada vez más ojete López. Y luego esa maldita risa de burla cuando me mira; el tono socarrón hasta para decirme algo sin importancia. Qué se traerá entre manos López. Ojalá no se le ocurra seguirme para quitarme la parte que tanto me ha costado; ese ojete es capaz de matar por cualquier cosa].

Atraviesa el callejón un coche negro, a la carrera, y deja el ronquido de su motor vibrando en el ambiente reducido. El incidente sacude los nervios de Julio y lo pone alerta. Enseguida voltea hacia atrás y distingue una silueta humana, alargada como una sombra, en la otra punta del callejón. [Tiene algo del andar de López; pero se ve demasiado alto para ser él; aunque podría ser él mismo que viene para intentar arrebatarme la parte que me pertenece. Lo peor de todo es que hoy no traje la navaja. Tendré que apurarme; aunque con este maldito dolor me costará más trabajo].

Su empleo de vigilante lo exprime y le tritura las piernas. Julio no entiende cómo el otro López, el hermano mayor de éste, a veces hasta se ofrece a doblar turno. [Aquel López, tranquilo y siempre camarada; no como éste, el menor: ¡terco, egoísta y culero como su madre! Más trabajador el otro López; hasta parece querer dejar el negocio: su habilidad ha faltado en las últimas cuatro operaciones. O quizá también, como yo mismo, anda molido por ese pinche empleo de vigilante, pero lo sabe disimular como un verdadero hombre].

La calle se prolonga como un vagón inmenso. Por un instante Julio se ha olvidado del sujeto que viene tras él. La proximidad le ha conferido más altura. Ahora luce más oscuro, incluso mucho más delgado. [Ahora se parece más a López. Tendré que apurarme, si no quiero correr el riesgo de ser acuchillado por él. Sí, será mejor darme prisa, llegar a casa y acostarme a un lado de Irene; hacerle el amor a Irene que últimamente se ha vuelto huidiza en las noches y rezongona con el dineroSí, mejor apurarme].

Porque de pronto la silueta parece haberse alargado desproporcionadamente y sus pasos han comenzado a retumbar como baquetazos. Tal vez la acústica del callejón influya en esto. Quizá esa estrechez restirada afile las ondas hacia él. Posiblemente las estrellas tengan que ver con la monstruosa estatura actual del sujeto, pero también la contigüidad. [Sí, tendré que apurarme, todavía más]. Pues de repente Julio escucha sus pasos presurosos exactamente alternados con los otros, sin atreverse a voltear a ver. [Quién sabe si no sea Lópezo sí sea…] y sólo quiera alcanzarlo para arrebatarle su parte y dejarlo tendido de una puñalada a mitad del callejón.

Un erizamiento de pánico, mezclado con un deseo furioso de poseer a Irene, lo espolea con un brío sobrenatural:[Esos pasos a tan poquita distancia, Irene y sus nalgas soberbias...]. Esos taconazos casi espectrales, la turgencia respingada de los senos de Irene.

Los pasos inmediatos, ahora ya sincronizados con los de Julio, despuntan con un estruendo mayor. [Lo tengo en los talones. Si no volteo me dará un infarto].

A metros de su puerta, su propio nombre es un aliento frío que le resbala por la espalda. [¡Es López!…], la voz atenorada de López, diciendo “¡vente, Julio, vamos por unas caguamas!”. Y él “no, López. Estoy muy cansado”. Y López “ya ves cómo eres. Sólo unas cuantas. ¡Vamos!” Y Julio nota ese resol, ese “vamos”, ese brillo en los ojos que ya le conoce a López. Una malevolencia velada. Un abismo ya descubierto a la vuelta de la esquina. López le sujeta de un brazo con la fuerza de una llave de lucha. Con un aspaviento Julio se libera. Le dice “¡López, en serio, no quiero tomar!”, ya irritado por la violencia del otro. Y López “¿te vas a poner así?”, asiéndolo nuevamente de un brazo, la presión aumentada. La palpitación de su voz linda más con el miedo que con la insolencia. Su rostro es de una palidez lunar, pese a la ausencia del astro. Ahora lo pone de espalda a su casa y lo empuja. Julio se resiste y dice “¡te digo que no, López!”, ya más enfadado. “Mejor llevémonos bien”, responde éste, acercando disimuladamente una mano a su cinto. Julio liberta su brazo con un nuevo aspaviento y corre deprisa hacia su casa. Entonces el puñal es como un dardo caliente chapoteando en un líquido viscoso y frío. Advierte Julio apenas la paradoja cuando otra fisura, apretada como una vagina adolescente, oprime aquel miembro metálico en la carne de su espalda.

Cae, irremediablemente. Oscuramente Julio se desploma. La noche es un enigma, una burla espantosa como una boca abierta mostrando su dentadura podrida. Siempre supo de López que era capaz de esto, y aún más, pero no del otro. Del otro —del hermano mayor— no lo pensaba. No lo piensa aun cuando ve una silueta de hombre surgir de su puerta, distante y silenciosa como una exhalación, y echarse a andar con ese ritmo pesado y bizarro de los López, del hermano mayor de López. [Tan miserable, tan ojete… tan maldito… tan…].