Cuento “La Panga” por Gabriela Quintana Ayala

Cada mañana se despertaba con el canto de los pájaros y preparaba el café con el que se deleitaba junto a su sobrino, muy a pesar del calor del trópico. El viejo había quedado a cargo del muchacho cuando era un niño luego de que su madre muriera de dengue. Su modesta casa tenía techo de palma y una habitación. De modo que cuando cocinaba, el humo de las tortillas de maíz recién hechas salía de entre las hojas del techo como una gran chimenea. Le decían el brujo pescador. Su rostro enjuto estaba curtido por el sol que lo amagaba durante la pesca. Esto le agregaba edad, junto a sus cabellos grises y las arrugas que como surcos dejaban caer el sudor de su piel.

Después del desayuno al alba, se dirigían al río. Este bordeaba el casco antiguo de la ciudad de Villahermosa, por un lado, y del otro, el conjunto de casas donde ellos vivían. La parte pequeña, la marginada y humilde, donde era un lujo contar con ventiladores en casa para mitigar el bochorno, sobre todo en verano.

Allí, a la orilla de las aguas cobrizas, quitaba el lazo con el que amarraba la panga, montábanse en ella y remaban río arriba. Buscaban zonas no contaminadas por la modernidad, donde la selva es abrupta y de una salvaje belleza. A veces había monos en los árboles que les hacían sonsonetes como canciones que les invitaban a acercarse y les dieran desperdicios de alimentos. Su pobreza no se los permitía. Sentados en la embarcación, miraban como iban saltando entre las copas de los árboles, avanzando al mismo ritmo y dirección de la panga, hasta que desistían. Debían llegar a un estuario donde encontraban los mejores cardúmenes de un pez de carne blanca que vendía en el mercado.

En ese lado del río, en Las Gaviotas, las personas eran alegres; se bailaba, se comía mal y se reía mucho. En aquellos tiempos en los cuales los buques de la marina mercante hacían sus largas travesías desde el Viejo Continente hasta el Golfo de México, llegaban volando alrededor de ellos, gran cantidad de gaviotas. Estos navíos anclaban en la ribera de la Plaza Central de Villahermosa, y al llegar el ocaso, las gaviotas se refugiaban en los árboles de la otra orilla del río. Lugar al que las aves le dieron su nombre.

La gente de allí no era religiosa, pero solía llevar un amuleto para la protección de las envidias y para obtener amor.

El viejo no sólo era pescador, también hacía los mejores amuletos de Las Gaviotas. En ellos metía huesos restantes del pescado que se comían. Para el mal de ojo, dejaba secar los ojos de los peces y los introducía con cuidado dentro de los saquitos rojos. Nunca logró hacer amuletos para obtener abundantes pescas. Ellos le conocían, y se alejaban de la vieja panga. Cuando no conseguía atraparlos con la red, dejaba caer un anzuelo atado a un palo en el que enrollaba el hilo.

Cuando por la mañana tenía el infortunio de volver de la pesca con las manos vacías, se aventuraba a recorrer el río en el ocaso, ocasión en la que muchos peces brincan a borbotones como estar en caldo hirviendo. A veces, la tibia noche les sorprendía, pero más aún los chirridos de los chaneques entre los matorrales, mientras navegaban de vuelta en el río. Esos duendecillos hacían travesuras a los animales que encontraran cerca. Se sabía que trenzaban las colas de los caballos. Solo una vez, el viejo logró ver uno y nadie en Las Gaviotas le creyó. Eso formaba parte de las leyendas de los borrachos y de los niños, a quienes mandaban a dormir antes de que llegara el chaneque. Su sobrino creía en sus historias y en sus amuletos. Poco a poco le iba enseñando los grandes secretos de sus ancestros y el manejo de las energías curativas.

Un día llegó un hombre a comprar pescado al muchacho. Había escuchado que los amuletos de su tío eran poderosos. El chico observó con recelo al cliente mientras este se acariciaba su robusto bigote. Sabía que no era de la zona. Y colocando el pescado ya empacado, bajo su hombro, le pidió que le llevara con el viejo.

Al llegar a la casa encontraron al tío fumando tabaco rancio acostado en una hamaca con la mirada perdida en el techo.

Le pidió que le hiciera un amuleto para conquistar el amor de una mujer casada. El anciano se negó a intervenir en la ruptura de una pareja, pero el hombre se empeñó en permanecer allí hasta conseguirlo.

El brujo pescador le dijo que necesitaba otras cosas para el amuleto y debía ir río arriba para recolectarlo.

Al amanecer, como cada día, tomó la panga, esta vez solo y remo con todas sus fuerzas hasta llegar al estuario. Allí recogió conchas, camarones y demás ingredientes para su encomienda. Su sobrino había dejado al hombre durmiendo en casa y se había marchado a continuar sus ventas en el mercado.

Cuando el viejo volvió al hogar, el hombre seguía sentado en una esquina acariciándose el bigote y con el ceño fruncido.

El viejo preparó todos los ingredientes e hizo un sahumerio, luego puso algunas cosas a tostar en un comal. El humo que salía de la casa era más intenso que de costumbre.  Al término, reunió todos los pedazos quemados y los metió en un saquito. Lo cerró con alfileres y lo entregó. El hombre dudó en pagarle. Al observar todo lo que hizo el anciano, le cuestionó su eficacia.

El viejo regresando a la hamaca le dijo que le pagara una vez que estuviera consumado el trabajo con la mujer que el hombre amaba.

Al cabo de algunas semanas, hubo un escándalo en el ayuntamiento de Las Gaviotas. El muchacho dejó el mercado y acudió a informarse del acontecimiento. Frente a la casona de la plaza central, estaban discutiendo el regidor del cabildo y el hombre del gran bigote. El funcionario sostenía un cuchillo con el que amenazaba al hombre quien tiraba de la mano de una mujer. Ella lloraba y cerraba la mano de su amante con fuerza. Entonces el regidor tiró tan firmemente del brazo de la mujer que de sus pechos salió volando el amuleto rojo hacia el suelo. Los allí reunidos, hicieron silencio, las gaviotas que paseaban alrededor de la plaza, callaron. El hombre del cuchillo comprendió la razón del abandono que planeaba su mujer. Recogió el amuleto y se dirigió a la casa del brujo pescador con la comitiva siguiéndolo detrás de él. Al llegar a la casa del viejo arrojó el amuleto a sus pies y le dijo que pagaría las consecuencias de sus hechizos. En el momento en el que se abalanzó sobre él, empuñando el cuchillo, el sobrino se interpuso y fue asestado en el estómago. El funcionario al ver lo sucedido se escabulló entre la gente y desapareció entre la selva. El brujo no pudo hacer nada por salvar al muchacho. La panga fue el sitio donde incineró el joven cuerpo. Se dice que vivió casi cien años preso de la culpa y, desde ese día nunca más volvió a hacer amuletos.


Semblanza:

Gabriela Quintana Ayala. Narradora mexicana. Lic. en Comercio Exterior y Aduanas por la Universidad Iberoamericana Puebla, y Maestra en Programación Neurolingüística. Diplomada en Literatura Norteamericana por la Facultad de Filosofía y Letras de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, Buap. Máster en Literatura (trunco) en la Universidad Complutense de Madrid, España.