Cuento «La muerte inesperada» por Mario Pérez

Un ave color ceniza se había detenido en uno de los cabos del alumbrado público. Miraba con su ojo oscuro y perfectamente redondo lo que estaba debajo de él. Parecía el cuerpo de un ser humano boca abajo en medio de la avenida. Los autos que pasaban por la calle lo hacían a media velocidad para esquivar el bulto, pero sin detenerse. El ave caminó un poco hacia la izquierda para tener una mejor vista, luego saltó al cable de abajo para ver más de cerca.

Una brisa de aire fresco pareció reanimar al hombre en la calle y luego de unos segundos se movió. Aquel intento por levantarse se prolongó varios minutos porque parecía querer permanecer allí por más tiempo. Primero se apoyó en una rodilla, luego un brazo, hasta ponerse en pie, después caminó hacia la banqueta. Algunos autos tocaban el claxon, pero jamás se detenían.

Entró a la primera farmacia que halló a su paso y estuvo ahí un largo rato. El ave despegó el vuelo cuando lo perdió de vista.

Aquel hombre salió de la farmacia con una bolsa blanca en la mano y cruzó la avenida sin mirar siquiera el semáforo en verde. Eran un hombre de cincuenta y cinco, pero aparentaba diez años más. Sus pasos eran lentos, su mirada iba hacia el suelo; una joroba se dibujaba a cuestas por caminar tan encorvado. Cuando llegó al otro lado, alzó apenas la mirada y se introdujo en la callejuela que estaba al frente. Por el color del día, parecía ser alrededor de las siete de la noche. Siguió caminando gradualmente.

Una persona que logró reconocerlo mientras andaba, le gritó desde el pórtico de su casa para recordarle que le debía dinero. Pero el atribulado hombre no contestó y se limitó a alzar la mano en señal de que oyó aquello.

-¿Cuándo me vas a pagar? -Se le oyó decir al sujeto, pero no obtuvo respuesta. Después lo maldijo y dijo que lo esperaba mañana.

Cuando llegó a la puerta de su casa, después de haber caminado tres pequeñas y eternas cuadras, buscó entre su pantalón la llave que abría la cerradura. No la halló en ninguno de sus bolsillos. “Se me habrá caído”.

A pesar de que la vieja puerta de madera contaba con una cerradura, ya tenía varios años que no funcionaba correctamente. La puerta podía abrirse empujándola fuertemente o dando una patada. Lo que impedía que se abriera con el viento era una vara de fierro que se colocaba por dentro cuando era necesario.

Luego de cerciorarse de que había perdido la llave, empujó con las dos manos y la puerta se abrió de par en par. Las luces del recibimiento estaban apagadas y al fondo, en la segunda pieza, permanecía una bombilla parpadeando, imposible de iluminar el pasillo. Cerró la puerta y oprimió el interruptor que encendía una barra de luz blanca en la pared. Luego de varios segundos y tres parpadeos, se encendió completamente.

La casa era de estilo colonial y contaba con tres espaciosas piezas de suelo floreado y techo alto. En épocas de frio, aquel lugar era acogedor debido a láminas de asbesto que techaban toda la vivienda.

LaEl hombre asentó la compra en un sillón artesanal de madera y proseguía a quitarse el viejo saco cuando en el cuarto siguiente pudo ver una sombra que pasó de un lado a otro como tratando de esconderse.

-¿Eres tú, Valentino? -preguntó el hombre serenamente.

Dio un par de pasos hacia el frente y de nuevo la sombra corrió esta vez hacia el lado contrario del que lo había hecho primero. Pudo ver con más claridad.

-Sal de ahí, maldito rufián. De nuevo estás usando mi ropa.

Buscó el apagador de la otra pieza y oprimió varias veces el interruptor hasta que la bombilla alumbró completamente. De bajo del comedor, entre las sillas y con la ayuda del mantel de la mesa, se escondía el tal Valentino.

-Si no sales ahora, rufián, te daré una paliza como la del miércoles.

Seguido a estas palabras se escuchó un golpe debajo de la mesa. Parecía haberse golpeado la cabeza, pero Valentino no salió de su escondite.

-Está bien, está bien. Ya veremos. Me voy a relajar y contaré hasta diez.

El hombre se sentó en una vieja butaca en el otro extremo de la habitación y empezó a contar pausadamente.

 Se volvió a escuchar otro golpe, esta vez con una de las sillas de hierro.

La paciencia del hombre se iba agotando al saber que su compañero no salía de allí y minutos después ya se había quedado dormido esperando con una vara de acero en la mano.

Sucedió una hora. Sus ojos se fueron abriendo poco a poco y pudo distinguir que las patas color canela de Valentino se acercaban a él imitando el caminar de un humano. Observó que llevaba un jersey color gris y debajo de ella, una trusa color negro.

-¿Qué estás haciendo? ¾alcanzó a decir mientras agarraba la vara de acero que tenía a un costado.

Una voz gutural invadió la habitación

-Esta vez no, cretino. ¡Yo te daré tu merecido! -Sus manos se fueron al cuello de su amo clavando las uñas con fuerza. El hombre intentó golpear a su verdugo con la mano que pudo, pero le fue mordida hasta sangrar. El acero cayó al suelo y rodó hacia el comedor.

-¡Suéltame, rufián, yo no quiero morir así!

Valentino halló la oportunidad y mordió fuertemente el cuello de su víctima hasta que el hombre no pudo más. Después jaló el cuerpo hacia él y lo derribó del asiento. El hombre se dejó caer rendido como un costal de basura sobre el piso, mientras el asesino lo sacudía de un lado a otro con la boca.

Aquel miserable, quien había sido su amo por nueve años miró las cuatro patas de Valentino junto a él y dijo una última cosa antes de morir.

-No olvides limpiar este desastre, Valentino. . .

Al día siguiente amaneció soleado, hubo menos transito vehicular y un par de pájaros de copete azul se habían detenido en los cables que atravesaban la avenida principal. Luego volaron hacia unos frondosos árboles que se levantaban por delante de los rayos del sol de primavera.