Cuento «La infinita circularidad» por Alejandra Montelongo

Cuando desperté lo primero que vi fue el abismo. Recuerdo que tuve que aferrarme a las sábanas blancas para evitar seguir el primer impulso de arrojarme a él.

Cuando despertaste lo primero que viste fue el gran ventanal. Tuve que retenerte. ¿Lo recuerdas? De no haber sido por mí, dime ¿dónde estarías? En medio de la morgue con los sesos esparcidos en algún basurero. En lo único que pensabas era en escapar; y sin embargo, te aferraste a las blancas sábanas para evitar seguir el primer impulso que te incitaba a levantarte y echar a correr hacia tu libertad.

La sensación de una mano sobre mi hombro me sobresaltó, volteé temiendo encontrar aquella mirada, pero no había tal, en su lugar estaba ese rostro conocido que te explicó tu situación. Nada grave, un simple desmayo a mitad de la rutina laboral. Al parecer la falta de sueño, el divorcio, el reciente suicidio de mi paciente y el exceso de trabajo comenzaban a afectarme, sí claro, un simple desmayo. Avergonzado bajaste la mirada, sabías que no era eso. Lo sabías, pero no dijiste nada.

Una receta médica y la ironía plasmada en la escena, mientras salía del consultorio no podía evitar pensar en lo absurdo de la situación: atendido por colegas incapaces de ver lo que me ocurría, la receta médica errónea y un pésimo diagnóstico. Creías que estabas loco. Ellos debieron notarlo. Lo hicieron. ¿Entonces por qué aún no me han cambiado la bata por un traje azul? Lo harán si no tomas los medicamentos. Ellos no le miraron morir.

Nosotros escuchamos sus últimas palabras. ¿Recuerdas? O mejor dicho, yo las escuché, porque entonces tú aún no nacías. Jamás viste sus ojos antes de que se transformaran en dos orbes vacíos, por ello nunca entenderás el significado de la cordura.  Aquella mañana, a pesar de su discurso, creí que era posible su recuperación. Su expediente dice que sufría de paranoia. Sí, yo fui quien meses atrás le diagnosticó. No debí de hacerlo, él me lo advirtió. Aún hoy su voz resuena aquí, arrastrándose entre los recovecos de mis sesos, “Abandoné mis viejos dioses creyéndolos necedad de mis antepasados, mas ellos, antes de caer en el olvido de las futuras generaciones, juraron venganza contra quien se les había revelado.” Su voz era calmada, teñida del cansancio propio de los eruditos condenados a repetir la misma lección hasta el final de los tiempos: “Entonces mi vida se convirtió en un continuo huir de la sombra de aquellos ángeles que yo había hecho caer. Es cierto todo lo que dice la Biblia y el Corán.” Era la voz del profeta condenado a pasar sus días encerrado en la división de las batas blancas y los trajes azules, recorriendo laberintos blancos como una rata de laboratorio y tomando brebajes, creados por la sapientísima ciencia, capaces de reducirle a un vegetal. “Es cierto lo que dicen las viejas leyendas, hubo un dios que desterró a los ángeles del paraíso. Ese dios fui yo y esos ángeles caídos los demonios que hoy acosan mi mente”.

Sin importar la incoherencia de su discurso, la palabra “cordura” adquiría significado en su mirar. “Estamos condenados a repetir la historia una y otra vez. Ése es el verdadero castigo original”. Y sin importar cuán lucido pareciese, la sentencia desde el inicio estuvo escrita por mi mano. “Paciente 046: Esquizofrenia paranoide” un par de palabras y tres dígitos bastaban para encerrar su humanidad y negarle toda lucidez. “Tú jamás has enfrentado los demonios que habitan en tu sangre, ni desgarrado tus sesos intentando extirpar los temores”. Se quejaba con media sonrisa en el rostro y, adivinando su tratamiento, me suplicaba que le permitiese lidiar con sus demonios sin medicación alguna. Pero su deseo jamás se cumplió. No, aún lo recuerdo gritar preferir la muerte a beber la medicina. Al final, el día en que lucía más cuerdo, emprendió una carrera desesperada contra los ventanales repitiendo una y otra vez su discurso.

Yo le vi caer transformando su deidad en demonio. Las esquelas de vidrio eran diamantes donde la cordura de sus ojos se multiplicaba. Sus huesos emitieron un chasquido y juré que era el nido de víboras que acababan de nacer en mi cabeza. Del asfalto manó un río de vino y en medio de éste dos islas de cordura se apagaban lentamente mirándome como abismos que crecen. Ahí, en sus ojos vacíos, naciste tú.

Te equivocas. Yo siempre he estado aquí, el único que nació de esos ojos fuiste tú.

¡No, mientes! Fue al día siguiente, al levantarme, cuando supe que algo había cambiado, desde entonces no soy yo quien se ve en el espejo, tarde me doy cuenta de que la vida es un espiral y lo que vemos es sólo un ángulo distorsionado por nuestra pequeñez. ¡Tú jamás has muerto ni enloquecido para saber de lo que te hablo! ¡Tú no sabes lo que es encontrar el abismo uniformado de cordura, ni has sentido el temor de los tuyos planeando envenenarte! ¡Tú jamás has enfrentado los demonios que habitan en tu sangre, ni desgarrado tus sesos intentando extirpar los temores! ¡Ni ellos ni tú saben lo que es desterrar dioses para convertirlos en demonios, ni lo que significa habitar en laberintos circulares de….!¡Basta! Yo he muerto tantas veces como tú entre el aripiprazol, la olanzapina y la risperidona, entre lobotomías y descargas eléctricas, entre la inanición y las santas fogatas. He caído bajo los nuevos dioses…  Pero esta vez te toca a ti. Bébelo todo o sospecharán y cambiarán nuestra bata por un traje azul.

No olvides recorrer los pasillos sin mirarles a los ojos. Ellos lucen esos trajes azules cual uniforme de la mítica bóveda que tanto les gusta ver, como si aún recordasen el paraíso perdido en la batalla contra Luzbel. Es decir contra su reflejo o lo que la sociedad hace llamar locura. ¡Que no, que no, aquí no hay locos! ¡Tanto tiempo y tan ciego! aquí no hay locos, sino soldados caídos en la teológica batalla que día a día se libra en la mente de unos cuantos. Esos pocos que aún recuerdan el inicio, o mejor dicho, el final de esta historia. Viven resistiendo la tentación de arrojarse una vez más por el gran ventanal.

No te engañes, tú también lo deseas. Tú también quieres correr contra el tiempo y su infinita circularidad. Atravesar el cristal de esa llamada realidad y estrellarte contra el asfalto. No lo niegues.

Sólo quiero arrancar tu voz de mis sesos.

Pero no lo harás. No mientras yo siga usurpando tu lugar, relegando tu inútil identidad a una supuesta recuperación.

¿Es que no ven que no soy yo quien mueve este cuerpo?

Calla y déjame burlarme de tu sociedad. No temas, un día me cansaré y entonces te dejaré correr hacia tu libertad. ¿Ves ese ventanal? Al otro lado la gente aún juega a ser normal.

 

Semblanza:

Alejandra Rodríguez Montelongo. Nació en Zacatecas, México, en 1993.  Actualmente estudia en la UAZ  la Licenciatura en Letras, siendo egresada de la Licenciatura en Psicología. En el 2016 estudió un semestre en la UGR, Granada, España. Ha participado como cuentacuentos en colonias marginales de la ciudad de Zacatecas siendo parte de la Compañía Estatal de Narración Oral, así como narradora de leyendas, actriz y guía de turismo. Es autora de los cuentos “Psicotrópicos”, “Doña Emilia” y “Había una vez”, publicados en “La Soldadera”, “Cicuta” y en el programa de radio “La hora nacional” respectivamente.