Cuento «La decisión» por Martín Rodríguez Flores

Entré por los torniquetes del metro sin pagar; seguía desorientado por el accidente; acababan de atropellarme pero no hice caso, en cierta manera me sentí bien y seguí mi camino; cojeaba de la pierna izquierda y en mi frente, brazos y dedos de la mano tenía raspones y un poco de sangre. La mirada me traicionaba, era una visión poco borrosa, no escuchaba casi nada, sólo un chillido que se prolongaba y no cedía; en ese instante la misma mirada borrosa fijó por un momento con claridad aquella sonrisa, me sentí más atraído por ella que con pérdida de orientación. Sonreía a su amiga y reían simultáneamente, observaba a todos caminar tan rápido y a ella tan lento, una verdadera rareza del tiempo; el guardia de seguridad me detuvo y forcejeé con él para no perder su rumbo, llegó un segundo para tranquilizarme y explicarme que no podía pasar sin pagar el acceso a los vagones y viajar por la ciudad. Corrí hasta la ventanilla. Compré mi boleto y sin detenerme crucé los torniquetes —esta ocasión era legal mi llegada al subterráneo—, sólo para observar cómo pasaba lentamente dentro del vagón al que no pude entrar; tomé el siguiente y en medio del trayecto me sentí nervioso, decidí bajar del metro para comprar algún dulce que pudiera tranquilizarme, así fue como di vista a mi lado derecho y ella estaba frente a mí, parecía que esperaba a que yo creara una conversación; me miraba, volteaba, bajaba su rostro, me volvía a mirar; me acerqué un poco más, me quedé sin palabra alguna. Nuestra respiración podía escucharse, lo demás no importaba, nuestro alrededor no existía. Dije: —hola—, ella respondió: —hola, ¿por qué me has seguido?—; comencé a tartamudear al responder y me hizo creer que yo la seguí y que no había sido una casualidad que bajara en esa estación. Me acerqué un poco más: sentí su respiración y con la boca medio abierta chocaron nuestros labios, nos besamos lentamente mientras ella temblaba, la abracé y comencé a sentir aún más nervios de su parte, nos separamos, nos miramos y volvimos a besarnos; al reaccionar nos percatamos que todos nos observaban.

Tomando mi mano me dijo que la siguiera, lo hice: llegamos a un bar cercano a su casa, pues me dijo que vivía a unas cuantas calles de aquella estación y por supuesto, del bar que estaba a unas calles más de su hogar. Un tarro, dos tarros, tres tarros, pasaba el tiempo de una manera confusa, mi reloj avanzaba tan lento que parecían ya algunos días con ella; al terminar el tercer tarro tomó mi mano y sin pagar la cuenta salimos corriendo directo a su habitación; me parecía estar en una biblioteca, debía haber unos doscientos libros, era tan cálido que comencé a transpirar un poco, no sabía si por los nervios de no saber qué hacíamos ahí o por la temporada del año (primavera), respiré y dando un suspiro tomé asiento en su cama. —¿Quieres conocer aquello que haga un cambio en tu vida?, ¿aceptas vivir una experiencia que pocos tomarían?, si aceptas puedo decirte que será la única ocasión que nos veremos; si no aceptas no habrá otro ofrecimiento y al seguirnos viendo lo más probable es que no quede nada de nosotros. Te ofrezco un momento eterno, una sensación interminable y no un mal golpe que prolongue el tiempo— me dijo de la nada mientras me miraba con inocencia y a la vez picardía. Acepté el ofrecimiento sin demora, comenzamos a bailar mientras reíamos y entablábamos chistes inocentes, sentía una conexión que no había sentido antes.

De pronto comenzamos a besarnos, la tensión bajaba y el calor creó una llamarada de emociones y sentimientos; mi mano lentamente comenzó a sentir la suavidad de su piel. Acariciando su espalda me di cuenta que sus escápulas eran más pronunciadas de lo común pero no le di importancia, me sentía en un estado de éxtasis; en un instante nos encontramos con el cobijo de nuestros cuerpos, ella estaba tendida en su cama, yo por encima seguía besándola. Poco a poco nos desviamos de la realidad y unimos más que saliva y sudor; enseguida mis dedos encontraron un rumbo distinto, mi boca siguió el mismo camino, ella me confió amor y no un simple acto sexual. Mi mundo se unía con el suyo a través de su regazo y sus labios, sus pupilas dilatadas me mostraban un paraíso y las mías, decía, le mostraban un infierno. En momentos pedía fortaleza y en otros más delicadeza; sintió la necesidad de gritar, sus manos marcaban mi espalda, era la primera ocasión que sentía tal momento que unas horas parecieron días. Tenía un manejo sublime de la pasión y locura, no era una chica fácil ni una cualquiera, eso lo tenía más que seguro, si habíamos terminado de esa manera no era para creer eso de ella.

Me preguntó: —¿Qué has sentido en tu primer acto amoroso?—. —¿Cómo lo sabes?— pregunté; —puedo notarlo en el infierno de tus ojos, en los susurros con los que me respondías, por los nervios al desnudarte y el no querer ver mi cuerpo— respondió mientras estábamos recostados en la cama; el hambre de los dioses había terminado. —No te vayas, jamás te alejes, he renacido en tus senos, me has creado a tu manera y me has invitado a conocer que una mirada y una sonrisa es más sensual que lo oculto por tu ropa— esas fueron las palabras con las que respondí mientras besaba su estómago y ella guardaba silencio mientras sus labios dibujaban una sonrisa sincera. Llegó el momento de vestirnos, siempre había tenido una preocupación ante mi físico, me avergonzaba mi gordura, pero en ese momento lo olvidé y a ella no le importó, no era su prioridad un cuerpo fornido. La besé lentamente y acaricié su cabello y por último la abracé; tres horas aproximadamente estuvimos en su habitación y tomamos rumbo a la estación del metro en donde me dejaría para seguir mi destino y jamás volvernos a ver. Ése era el trato: ella apagaría mi fuego y me mostraría el cielo. Nos despedimos con un beso, deslicé mis dedos a través de su cabello y le dije: —te amo—.

—¿Eres capaz de unir tu vida a la mía? ¿Dejarías tu mundo? ¿Acaso eres feliz con tu presente?— preguntó mientras tocaba mi rostro. —¡Sí, sí quiero unir mi vida a la tuya!, también dejaría mi mundo para crear uno nuevo contigo— respondí. —¿Y tu presente?— volvió a cuestionarme. —Mi presente ha sido creado por errores y decisiones que he tomado, ahora decido esto y sé que no es un error—. En ese momento sonrió, la miré directamente a los ojos y sus pupilas se contrajeron; tomó mi mano para regresar a su habitación, su mano pasó por mi mejilla y después me besó lentamente. En mi mente observé mi cuerpo tendido en el suelo de la avenida, un auto con el frente abollado, alrededor de mí había gente observando la tardanza de mi reacción. Volvió a besarme y esta vez observé otra escena: mi cuerpo en la cama de una ambulancia con un respirador conectado; separó sus labios de los míos por un momento y volvió a besarme. Mi mente divisó una escena inusual, impactante, nadie podría ser capaz de retenerla: mi cuerpo entrando en paro y por más que los paramédicos quisieron revivirlo, no pudieron. Un último beso bastó para ver mi tumba. —¿Lo has visto?— me preguntó. —¿Qué significa?, ¿por qué esas escenas en mi mente?— le pregunté para responder su cuestionamiento. —No hay nada que responder, significa que he cumplido aquello que quisiste, la unión de tu vida con la mía, somos eternos, dejarás tu vida para estar conmigo, así lo has querido— me dijo mientras sus escápulas se abrían y de ellas surgían dos alas sin extender, dos alas pegadas a su cuerpo y yo quedaba en shock sin palabra alguna. Y así fue la duración de unas horas, unas horas que siguieron la línea de la eternidad.