Cuento «La chica que amaba a Camus» por Jesús Marín

Me pregunto si la veré de nuevo. Si el destino tan escurridizo, tan amado por el mítico Borges, nos volverá a reunir en su eterno retorno, tan dado a desvaríos y traiciones. O si esta única vez que coincidimos en el Café, es toda oportunidad que el destino nos concedió.

La gente nos observaba raro, por lo absurdo de estar juntos. ¿Cómo es posible que un Ser anacrónico como yo, se acompañase de una mujer joven como Ella? Incluso la mesera, de ciclópeas y balanceantes movimientos, de enorme y grotesco nalguerío, nos desaprobaba en tono y trato al atendernos, como si su ballenesca figura no fuese más bizarra que nosotros.

Si se trataba de una primera y última vez, habrá que acrecentarla en la memoria y los recuerdos: la conocí una tarde noche de marzo. Nos citamos en un Café, mediante el chateo del Messenger, con las mentiras necesarias para disfrazar las soledades; quizá nos necesitábamos el uno para el otro, o alguien allá arriba o acá bajo quería jugar con nuestra esperanza.

Llegué cinco minutos previos al encuentro, Ella cinco minutos tarde. ¿Lleva mucho tiempo esperando? La típica pregunta femenina, como si Ellas no supieran la respuesta. Toda la vida he estado esperando, acabo de llegar, o nací aquí en la mesa, para esperarte; alcancé a musitar con pensamientos entrecortados.

Escuchaba sus palabras como el crío que oye la palabra amor o mar. Su voz reinventando la vida, redescubriendo el orden del caos en la Creación. Su voz me ancló a esa silla, a esa mesa, en esa ciudad de piedra y sal. Detrás ardía Sodoma y gritaban los Dioses en su Ocaso.

Creo que pedimos té al gigantesco ballenato, hay partes que me son confusas, me llegan como fotos borrosas, la rubia mesera y su par de ridículas coletas escriben impacientes la orden, como si fuese nuestra última voluntad antes del rodar de cabezas en la guillotina. Y para ti, un arpón bien cebado me hubiera gustado añadir al pedimento. Pendejita.

El mundo somos tú y yo. El mundo existe a partir de que nos volvimos a encontrar. No sé cuántos siglos tuvieron que transcurrir para verte. Ella y yo. Yo y Ella, los dos. Vírgenes de nuevo.

Platicamos de las cosas mutuas de dos desconocidos: reales o inventadas. Imaginadas o imaginarias. Hablamos de libros. De los libros escritos, de los libros por leer, de los irreales, extraviados en días de infancia. De los aún no escritos. De los que nunca leeremos.

Lo esencial eran nuestros silencios. Pausa para mirarla. Pauta para esnifarme su núbil juventud. Pausa para reconocernos. Su olor a hembra. A mujer. Olor tan buscado. Olor ahora vuelto a recuperar. ¿Quién es ella? ¿Dónde la he visto? Pauta para construir a marchas forzadas un puente inexistente entre los dos. Inventarse una ilusión carente de ilusión. E imaginar que la reconocí a partir de su sonrisa.

Ella, distante y cortés, insegura del poder que ya ejercía en mí. El acto de estar conmigo compartiendo su tiempo es un triunfo en esta guerra que llevo pérdida desde que nací.

Su celular revolcándose de rabia. Insistente. Yo rabioso por su metichez. La quería nomás para mis olfatos. Su celular interrumpiendo, separándonos, irritante. Celoso.

Ella responde con cariño, casi amoroso; el fuetazo en pleno rostro. ¿Otro? ¿Otra? ¡Maldita sea!

Chicharrea con esa otra voz sin darme explicación. Mirando al espacio, a la mosca en el muro. Otelo agigantándose en mi pecho: pregunta, pregunta, ¡pregunta pendejo! Saca la pistola y mátala me grita Clint Eastwood. Maquiavelo: calma, chico, calma, que no lo note, usa la cara de póker, la cara de póker.

Deja el cel en la mesa. ¡Un martillo por favor, mesera!, no, no, mejor un mazo. Pinche celular.

Ella retoma el parloteo sin notar el estallamiento de granadas en derredor. Su hermosa mocedad se me atraganta por los poros, por el ansia desesperada; su voz alborota hormonas cual lava candente.

Me muestra un libro de Camus recién adquirido, cobijado amorosamente por el celofán. Se le nota la castidad a leguas.

Leí a Camus cuando estudié en la Facultad y me apasiona, ronronea mimosa, orgullosa, como si me mostrara la Biblia escrita por puño y letra de Dios. Le cuento de Camus, como si ese viejo argelino y yo fuéramos carne y uña; con un superior tono doctoral le platico “Del Extranjero”, de su relación con Sartre y sus amores con Simone, el trío de intelectuales: el amor libre como su filosofía para amar; ella responde con la ingenuidad de niña de doce años: Yo amo el amor libre, no me gustan las ataduras. Amo mi libertad, no sentirme propiedad de nadie, y vivir el momento, el amor debe de ser espontáneo, ronronea cachondamente, al menos mis calenturas así les urge creerlo. Agita la tesitura de sus mariposas manos para reafirmar sus palabras: el amor debe ser libre, sin importar edades ni prejuicios. Ella ama el amor libre. No le gustan las ataduras No le importa la diferencia de edades. ¿Cómo se verá desnuda, cubierta de chocolate y leyendo El Ser y la Nada?

Yo no sé cómo no le zurcí la boca a besos y no le hice el amor en la mesa que separaba su vientre de mi vientre, mientras entonábamos a dúo la Marsellesa.

El maldito celular repicando burlón. Imaginé al putrefacto aparatejo ahogado en una taza del water, estrellado en el piso en miles de pedacitos. O zambutido en el enorme culo de la mesera.

Creo oír para alivio mío, un ligero tono de enfado al atender la llamada ¿dónde estás?, espérame afuera, estoy ocupada. ¡Ah, canalla!, te reto, a las cinco de la mañana en el parque Guadiana, lleva tus padrinos. Escojo el sarcasmo como arma, soy el ofendido. Me vi cruzando la faz de mi rival con un espléndido guantazo.

Ella, tierna y solícita, retorna a seguir estocándome la razón. Pudo transcurrir una hora, tres meses o varios siglos. Para mí es un mísero segundo, Einstein es un cabrón.

Moby Dick en rondines alrededor de nuestra isla. Acechándonos, dispuesta a engullirnos cual Jonases modernos. Una anciana y su nieta se escandalizan de la combinación de carnes: negro simiesco y niña en frágil desamparo; arrojan flamígeras condenatorias a nuestra isla: ¡crucificarles, crucificarles! Nuestra presencia rompe la estética de la normalidad. Nos cogemos de la mano sin tocarnos. A falta de mejor uso para el verbo. Cogidos de las manos, sin piel de por medio. La vieja historia de amor que no existe, pero sí existe.

Su corazón rozando mi corazón, sin maldad ni dolo, el aliento del roce electrifica, acelera pulsos e impulsos, alebresta salvajes sangres; años de cinismos se derrumban como naipes, la comunión de su mano en mi áspera y renegrida mano. ¡Recemos, hermanos míos!

Al día siguiente, al encender la televisión aparece un Escritor hablando de Albert Camus, de su libro el Mito de Sísifo, el libro que esta niña me presumió en el Café; carajos, si eso no es el destino, entonces qué diablos lo es.

El amor es más absurdo que la existencia misma.

Ahora recuerdo que durante nuestra charla nos tratamos de Usted, no queríamos romper la santidad del momento. Ni manchar de vulgaridad el reencuentro.

Usted es la mujer más hermosa de mi absurdo Universo. Usted tiene el precioso filo de una guillotina. Usted debe de ser mi cadalso, enciérreme en su cuerpo a cadena perpetua. Usted fácilmente podría ser mi hija. Y yo quiero ser su incestuoso padre.

El puto maldito celular de nuevo, el puto maldito jodido y desgraciado celular chingando con su exasperante chillido, si en este momento se presentara el puto míster Bell, ténganlo por seguro que le partiría su puta madre.

Es mi mami, lee a Camus y a su edad, le llama todavía mami, qué pedo, anda de visita en la ciudad, y me está esperando, lo dice con la mayor naturalidad del mundo, aquella sencilla frase es una bocanada de oxígeno puro, un canto de aleluyas, el marinero gritando tierraaa a la vista.

¡Ah, es la Madre! ¡Es su Madre, bohemios, su santa y bendita Madre!, grito a pulmón descocado, a lágrima encuerada, saltando mesas, trompicando sillas, derribo abuelas y nietas, arponeo rubias ballenas, ¡su Madre, bohemios!

Mis inseguridades bailan el Can Can como locas quinceañeras y las campanas de mis templos replican muy dentro de mi alma, ¡es la Madre, la Madre, camaradas, bailemos y brindemos hasta el amanecer!

Tenemos que irnos, me susurra entre cohetones y jolgorios, entre la toma de la Bastilla, y un arde París, ¡viva la France!

Pagué no sé cuánto por los tés. Y dejamos atrás islas, ballenas y mesas destruidas.

Salimos del Café respirando bocanadas de éxtasis, las blancas olas de su falda jugueteaban con mi libido, ocultando un par de exquisitas piernas, tímidamente gozosas, acurrucadas debajo de ese inoportuno trozo de tela.

Ella, esplendoroso Sol en mi corazón. Ella cavando cada vez más dentro.

Afuera la realidad.

La absurda realidad de la existencia.

La realidad que todo destruye y todo ceniza.

La tarde noche de un sábado en una ciudad donde ni la indolencia habita.

Su Madre, existente y de espinas afiladas.

Su Madre, real y contundente.

Su Madre, de acero y granítico brillo.

Nos aguarda, con las espadas desenvainadas y los lobos azuzados.

Yo, menos triste que antes de conocer a esta chica que ama leer a Camus. Cuando llevas años, muerto y enterrado, cualquier atisbo de luz se convierte en estallido nuclear. En día de muertos en el cementerio.

Yo, drogado de su aroma, impregnado de cada flor de su divinidad, pobremente balbuceo un “hola”. Se me escanea automática y mortalmente. Sin piedad de ninguna clase, ¿le gusta Sabines?, pronuncio como estoica defensa. Su mirada rayo láser, vete a la chingada, me hace añicos. Polvo. Mierda cósmica. El juicio ha terminado. ¡A la Guillotina, llevadle a la guillotina!

Con cabeza o sin cabeza, mis ojos son tuyos. Eres la promesa de un holocausto. La devastación de naufragios. La madre de todas las desgracias. El amor pues, Paulina, Paullette, Pao.

Descubro en su recóndita pupila a una niña de tristeza hiriente, con la súplica de que la abrace y la proteja. Me murmura con su hiriente tristeza de las tardes sin saber a dónde ir. De los días monótonos y estériles. Sobrevivir es lo que existe. Sobrevivir rodeados de muros. Sin saber cómo escapar. No hay futuro. No hay esperanza, sólo una absurda existencia. Noches sin dormir, sin soñar. Soledad que embrutece. Que nos convierte en vacío, sin vida, sin muerte.

El resto me es difuso: su Madre recogiendo mis restos con una pala. Jalando la palanca del depósito del excusado; Paullete despidiéndose, flotando en un trozo de madera, en gélido Océano, yo, existencialmente exterminado en la cubierta del transatlántico, música de banda suspirando, entonando un réquiem; la nave se hunde. Salva de cañones por el héroe caído. Ella mostrándome un gorrión degollado. Por mis ojos escapándose el Sol.

Entonces sucedió lo que los clásicos han dado por llamar la jugada maestra que le costó el campeonato a Karpov ante Fisher, y los literatos conocen como la famosa vuelta de tuerca: Ella se acerca, provocándome un Tsunami de su piel, olor, sudor, cuerpo, piernas; me da un póstumo beso en la mejilla, a escasas tumbas de mi amortajada boca: el choque es brutal, espectacular. Ni Cristo sufrió más en la Cruz. El estruendo se percibe más allá de la Patagonia de mi entrepierna; el agua a caudales por las escotillas; la explosión de calderas, las sirenas suenan. El grito del capitán; ¡niños y mujeres primero, abandonen el barcooo!

Los músicos tocando en la sección de primera clase, el barco hace agua.

Tus párvulos labios, adolescentes en mi carne: yo cayendo de tu boca al fin del mundo.

¡Cuidado con el iceberg, el iceberg! ¡Lancen los botes salvavidas!, ¡abandonen el barco! ¡Nos hundimos, nos hundimos! Los músicos continúan con sus lánguidas sombrías notas, con el agua hasta la cintura.

De hombre malvado y egoísta, a niño indefenso y urgido de ternura. Por un beso de tu boca, por un roce de tus labios. Por un beso de tu párvula boca.

Ella y Madre, alejándose. Le siguen un proceso de gorriones descabezados. Van lanzando navajas a medida que avanza el cotejo.

Un sepulturero tomándome medidas con una cinta, apuntándolas en un libreta negra, ¿va a querer su ataúd de pino o de cedro del bueno, Señor?

Yo de pie en la proa del barco que se hunde, gritando: ¡Soy el rey del mundo! Soy el rey del…