Cuento «La carne fría» por Monse Arosemena

Me dijo que coma mucho dulce, que me acueste sobre el lado izquierdo y que lo llame en una hora.

¿Nada más?, preguntó Alfredo.

Nada más.

Esperamos una hora y a las nueve ya estábamos en la sala de emergencias.

No escucho nada, fue lo primero que dijo el enfermero de turno cuando acercó el monitor a mi barriga. Hacía presión al punto de incomodarme. La carne cedía, la presión era dolorosa. El pedazo de carne que separaba ese aparato de lo que debía ser mi hijo, latía.

Hacía ya siete meses que un bultito me iba creciendo en la barriga; un bultito de ilusión, también, fue haciendo de lado los planes de una pareja libre de las responsabilidades que supone la paternidad. Ni no deseado, ni planificado, decíamos. Tenía clara mi ambición profesional y, a la par, las ganas de dejar un “legado” o, mejor dicho, el deseo egoísta de tener compañía, de no envejecer solos.

Creo que no, no lo escucho, insistió el enfermero cuando llegó el ecógrafo.

Espere, por favor, le respondió. Me acaba de ordenar el doctor que esperemos.

¿Estás sudando?, le pregunté a Alfredo cuando sentí el miedo en la transpiración de sus manos. ¿Te acuerdas cuando todos se burlaban de ti porque te sudaban las manos en la montaña rusa?, atiné a decir para no seguir callando.

Pero él no pudo hablar. Me apretó otra vez la mano y forzó una sonrisa.

¿Le dijiste a mi madre?, pregunté.

Vienen en camino, respondió en seco.

En eso apareció el doctor Alcívar con su estoicismo de siempre. Me saludó con un beso en la frente y a Alfredo con un apretón sobre el hombro. Muy ordenado en cada paso, revisó el informe e hizo señas al enfermero para que me trasladaran a la sala de ecografías. Todo sin decir una palabra.

También él probó con el monitor insistiendo con una presión más confiada, más fuerte, achicando aun más el grosor de la carne que nos separaba a todos de ese otro pedazo de carne que, de a poco, se había ido convirtiendo en mi hijo.

Se va a llamar Alfredo, le dije al enfermero cuando lo descubrí mirándome. O bueno, le habíamos puesto.

Alfredo me apretó con más fuerza, me miró y negó con la cabeza. Mientras tanto yo iba tomando aire por la nariz y lo sacaba por la boca, imaginando cómo lo haría en el curso prenatal al que me había anotado el día anterior.

Está bien, respire, reafirmó el doctor. Vamos a hacerle la ecografía para verificar los latidos.

Me recostaron en otra camilla. Después vino el frío de ese material gelatinoso que me esparcieron por la panza. También la mano de Alfredo seguía fría, cada vez más fría.

¿Cómo se llama eso?, pregunté señalando al aparato que se deslizaba sobre mi barriga.

Transductor, respondió el doctor.

Sonreí: es que no sabía cómo se llamaba.

Entonces el transductor bailaba sobre mi barriga mientras yo trataba de espiar lo que aparecía en la pantalla. Alfredo también. Pero el doctor la ajustó tratando de dejarla fuera del alcance de nuestra visión. 

De cualquier manera no hubiéramos entendido nada. Cuando los niños están creciditos dentro de la barriga, siempre es difícil descifrar en esas imágenes qué es cada parte.

El doctor ordenó al enfermero que se retirara. Mientras Alfredo y yo sufríamos en silencio, ellos analizaban la pantalla, señalando arriba, señalando abajo.

Poco después el doctor regresó el transductor a su base. El transductor, esa palabra nueva que acababa de aprender. Se tomó su tiempo para acomodarlo, siempre ordenado y pausado. El ecógrafo dio un paso atrás. El doctor, sentado sobre una butaquita celeste, se tapó la nariz y la boca con una mano y dejó escuchar cómo el aire le entraba por la nariz en una inhalación profunda. Negó con la cabeza.

No hay latido.

A lo que Alfredo atropelladamente reclamó: ¿Pero por qué, doctor, por qué nos pasó esto a nosotros?

Hay casos así, alcanzó a responder rascándose la cabeza. Lo siento mucho, de veras… lo vamos a investigar.

Me incorporé en la camilla y limpié la gelatina helada con un papel mientras pensaba que esa carne que estaba dentro de mí también se iría poniendo fría.

Le sobé el hombro a Alfredo sin entender muy bien por qué me hacía la fuerte. Todavía no atinaba a llorar porque entonces solo podía acunar un pensamiento desesperado.

Pero, doctor, ¿cuánto debemos esperar ahora para volverlo a intentar?