Cuento «La carne es bien breve» por Luis Romani

La mamada de Cecilia era satisfactoria, pero no lograba convencerme. Ya me daban hueva las viejas con las que nomás era pura cogida. Yo quería a alguien para hacer el amor así intenso, con un chingo de ganas, que se me vaciaran los güevos en una sola noche. Las del pasatiempo me aburrían, seguía con ellas solo por deporte. Cecilia me miró confundida, me dejó el pito en paz y agarró su bolsa. Salí del baño junto con una cortina de vapor y me aventé a la cama. Me acordé de que mi papá quería verme en la tarde y mi relax se fue a la mierda.

Con el todoterreno atravesé las calles de pavimento hasta llegar a las afueras de la ciudad. Luego recorrí las hectáreas de limoneros y naranjos que conformaban lo que un día sería mi herencia. No era fácil ser el primogénito y menos el único hijo. Yo fui la última oportunidad de mis padres y pues así salí. Papá estaba metido en los establos, entre la mierda, la paja y los vaqueros. Todo apestaba. Me gustaban los caballos, pero no cuando estaban enfermos. La Juanita está pariendo, joven —me avisó don Ignacio—. Entré para encontrarme con la yegua pinta berreando como loca mientras cuatro sombrerudos le ayudaban a sacar el crio. Todo ahí era puro sudor. La Juanita, literalmente, cagó a su hijo. El ridículo de mi papá se puso a aplaudir.

—Edoardo, ven —dijo. Y ahí fui yo a hacerle caso. —Tenías que estar aquí desde temprano, la Gardenia también parió, ¿dónde andabas? Aquí es donde debes estar ya te he dicho. Ya sabes cómo vestirte y te vienes así.

—No me dio tiempo.

—Te haces pendejo, niño. Si sigues así, el rancho se lo van a quedar los Molina.

—Que se lo queden a mí ni me gusta.

— “No me gusta”, “no me gusta”, no digas pendejadas y compórtate, cabrón. Dile a Ignacio que te preste unas botas —eso me cagaba de mi papá, que ahuevo quería que yo fuera como él. A mí esas cosas de caballos y rancho no me iban. Yo prefería la ciudad. Aquí todo era pura tierra.

—¿Para qué te vienes así si sabes que te vas a manchar?

—Se me fue la onda, güey, iba al centro y no iba andar vestido de granjero ¿verdad? —le dije a José Manuel, el nieto que don Ignacio me mandó para que me prestara unas pinches botas.

—¿Por qué no? —se rio. —Pruébatelas, están viejas, pero sí te entran.

—Tan bien culeras —dije. José Manuel y yo teníamos más o menos la misma edad, solo que él se veía más chiquillo.

—¿Te acuerdas cuando jugábamos en el río? —Me dijo el vaquerito—: el que llegara más lejos ganaba y al que perdiera lo poníamos a nadar en la noche. De a ley. Mi abuelo decía que a esa hora salían cocodrilos ¿te acuerdas?

—Era pura mentira, obvio yo nunca me metí porque siempre te gané.

El resto de la tarde fue aburrido. Todo giró en torno a los caballos. Mi Papá se puso a alegar porque el Miguelón, nuestro más grande semental, se había cogido a dos yeguas la misma semana. “¿Qué no los cuidaron, Nacho?”, dijo con su tonito de viejo cínico, mientras ponía su mirada de matar cualquier respuesta pendeja. “Sí, patrón”, empezó don Ignacio, “pero fue en la noche” (respuesta pendeja, se supone que siempre debe haber velador), “se escapó así y se les fue a meter, ya sabe usté, quesos animales cuando andan en brama nada los detiene”. Qué inteligente, le echó la culpa al desconocimiento de mi majadero padre. Yo quería traer ponys —dije para calmar el asunto—, son más tranquilos. Todos se rieron menos mi papá.

—Ni que fuera circo, Edoardo, voy a traerte un unicornio vas a ver. El Manolito te va a cuidar para que el animal no te entierre el cuerno —todos se rieron menos yo. Siempre hacía esos chistes castrantes comparándome con José Manuel. Luego de la comida, fui al cuarto del vaquero para devolverle las botas. Encontré al escuincle cambiándose de camisa porque se había salpicado de mole.

—A mi abuelo le purga que me cambie a cada rato, pero no me gusta estar así, parece sangre y lodo”.

—Pues déjate de manchar, menso.

—Si no lo hago a propósito, Lalo —respondió, apenado de que yo lo viera.

—Entonces eres medio pendejo.

—Oye, no es pa tanto, yo no te digo así.

—Perdón, se me salió. Aquí están tus botas, Manuel. Gracias.

—Cuando quieras.

—Pos quiero ahorita… No, nada, nada, nada te estoy albureando, ¿entendiste? Te falta salir más a la calle, güey —y me fui. Todo el resto del día me la pasé pensando maneras de no aburrirme, estaba harto de puro pasto, popo y chelas; sí me gustaba beber, pero con gente de mi edad, no con los señores del pinche rancho. Ya en la noche, mi papá sacó su escopeta y se puso a cazar a los zorros y a todas las alimañas que según venían a comerse a las gallinas. Los vaqueros, hasta don Ignacio después de echarse un café, se quedaron bien dormidos. Me fui a orinar atrás de la casa pensando en Cecilia, no era mi novia ni era nada, pero me daba mucha ansiedad saber por qué luego de la mamada no me había hablado, se largó nomás ¿se quería hacer la santa?

—¿Con quién hablas tú, loco?

—Verga, qué onda, güey, pensé que ya estabas jetón.

—Nah, ni sueño tengo. Te vi hablando solo y pensé que ya andabas pedo.

—No estoy pedo, si nomás me tomé dos y, ¿tú?

—Como cinco, pero yo estoy bien la neta.

—Queweno, güey. Oye, oye Manolito ¿te puedo preguntar algo…? Hay una vieja, una chava pues, que la neta no me gusta, pero a veces le ponemos, ya sabes, la carne, pero hoy en la mañana ya no me quiso seguir… ya sabes, y no me ha hablado ni me importa la neta, pero siento raro que no hable, ¿te ha tocado, güey? Que de repente la que según no te gusta te hace como que algo, sí me entiendes ¿no? —Estaba medio apendejado por dos cervezas. El Manuel me miró, bien confundido, se me acercó despacio y callado. Me agarró la playera. ¿Qué pedo?, le dije. Luego me besó rápido el mentón. Yo le oriné las piernas.

—Pérate, güey, pérate, ¿qué madre haces? —dije subiéndome el cierre. “Perdón”, contestó el otro y se llevó las manos a la cabeza.

—¡Edoardo! —era mi papá— ¿Qué andan haciendo acá, chamacos, eh? ¿Qué hacen?

Estaba ahí parado. Viéndonos. No sé desde que rato.

—Nada —le respondí. —Vine a miar —(respuesta pendeja), sabía que el viejo no me creía, nunca lo hacía, por algo no ha había bajado la escopeta.

—¿Qué hacían, cabrones? —Apuntaba. Lo peor: yo creo que seguía pensando a quién de los dos putos tenía que dispararle primero.